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Ahora, sin saber por qué, el recuerdo de Love insiste en imponerse. Sus dulcísimos, luminosos ojos, su voz temblorosa cuando leía sus poemas. Era el último año del colegio. Love resultaba a duras penas soportable. Esperaba a Fintan a la salida de clase, buscaba refugio a su lado. Sabía engatusar con las palabras, era receloso, siempre con exigencias. Le escribía cartas.

Un día Fintan hizo algo imperdonable. Se unió al grupo que maltrataba a Love, que le daba bofetadas para hacerle llorar. Repelió al muchacho que se agarraba a sus faldones, vio aquella mirada tan tierna empañarse de lágrimas y apartó la suya. Después de aquello, cada vez que Love se le acercaba para hablarle, le respondía con crueldad, como en su día Bony en la carretera, tras la muerte de su hermano mayor: «Pissop gughe, fool!» Love dejó el colegio antes de terminar el año. Su madre fue a recogerlo. Era la primera vez que Fintan la veía. Era una hermosa joven, muy pálida, de precioso pelo oscuro, y los mismo ojos que Love, dulces y brillantes como el terciopelo. Miró a Fintan y él se sintió abochornado. Love presentó a Fintan a su madre: «Era mi único amigo aquí.» Era terrible. Había que ser duro, no olvidar en la vida lo ocurrido. La memoria del río y del cielo, los castillos de las termitas saltando al sol en mil pedazos, el gran herbazal y los barrancos que semejaban sangrientas heridas, todo ello ayudaba a no sucumbir a las trampas, a mantenerse brillante y duro, insensible, a la manera de las piedras negras de la sabana, al modo de los rostros marcados de los umundri.

«¿En qué piensas?» inquiere a veces Jenny. Su cuerpo es suave y cálido, con el aroma de su pelo cerca del cuello. Pero Fintan no puede olvidar la mirada de los niños famélicos, ni a los jovencitos que yacen entre las hierbas, por Owerri, Omerun, donde otrora corría él pisando descalzo la tierra endurecida. No puede olvidar la explosión que destruyó en un suspiro la columna de camiones que transportaba armas hacia Onitsha, el 25 de marzo de 1968. No puede olvidar a aquella mujer calcinada en un jeep, su mano crispada hacia el blanco cielo. No puede olvidar los nombres de los oleoductos, Ugheli Field, Nun River, Ignita, Apara, Afam, Korokovo. No puede olvidar ese terrible nombre: Kwashiorkor.

Había que ser duro, cuando Carpet, el major de la clase, te empujaba por los hombros contra la pared del cobertizo del patio, y te mandaba quitarte el pantalón para sacudirte con la vara. Fintan cerraba los ojos, pensaba en la columna de los forzados que atravesaba la ciudad, en el ruido de la cadena que les trababa los tobillos. Fintan no lloraba, no se lo permitía ni al recibir los bastonazos del major. Si acaso de noche, en el dormitorio común, mordiéndose los labios para que no lo oyeran. Pero no por los bastonazos. Era por el río Níger. Fintan lo oía correr a ras del patio del colegio, un ruido lento, profundo y dulce, y también el ruido ahogado de las tormentas que rodaban bajo las nubes, se acercaban. Al principio, recién llegado al colegio, Fintan se quedaba dormido pensando en el río, soñaba que navegaba en la larga canoa, Oya a proa, acurrucada, con la cabeza vuelta hacia las islas. Se despertaba palpitando, con las sábanas de la cama empapadas de un líquido caliente. El colmo del bochorno; tenía que ir con las sábanas al lavadero aguantando las rechiflas de los demás internos. Pero nunca le pegaron a cuenta de eso.

Había, pues, que refrenar los sueños, devolverlos al interior del cuerpo, dejar de escuchar el canto del río, no imaginar nunca más el fragor de las tormentas. En Bath, en invierno, no llueve. Nieva. Todavía hoy a Fintan lo sigue intimidando el frío. En el cuartillo de la buhardilla, en los suburbios de Bristol, el agua se hiela en las jarras. Jenny se aprieta a él para comunicarle su calor. Sus senos son suaves, su vientre, su voz susurra su nombre mientras duerme. Es muy posible que no haya nada más verdadero y hermoso en el mundo.

Para ir al colegio a dar clase, Fintan ha comprado una vieja moto. Hace tanto frío en la carretera que hay que meterse periódicos bajo la ropa. Pero a Fintan le encanta sentir la mordedura del viento. Es un cuchillo que trunca los recuerdos. Te deja desnudo como los árboles en invierno.

Fintan se acuerda de cuando se marchó Maou, el otoño de 1958. Cayó enferma en Londres, y Geoffroy se la llevó con Marima hacia el sur. Marima tenía diez años, se parecía mucho a Maou, tenía el mismo color de pelo entreverado de cobre, la misma obstinada frente, los mismos ojos capaces de reflejar la luz. Fintan la quería con locura. Le escribía casi a diario, y una vez a la semana enviaba las cartas en un único sobre grande. La ponía al corriente de todo; su vida, su amigo Le Grice, las perrerías que gastaban al señor Spinck, el major Carpet, que se las daba de jefecillo; la hacía partícipe de sus planes de fuga para reunirse con ella en el Midi.

Geoffroy se negó siempre a volver a Niza debido al recuerdo de la abuela Aurelia. Nunca tuvo familia, ni quiso tenerla. Puede que por culpa de tía Rosa, a quien detestaba. Tras la muerte de Aurelia, la solterona regresó a Italia, nadie sabía adónde, a la zona de Florencia, tal vez a Fiésole. Geoffroy compró una vieja casa cerca de Opio. Maou se volcó en la cría de pollos. Geoffroy encontró trabajo en un banco inglés, en Cannes. Quería que Fintan siguiera en Inglaterra hasta el final de sus estudios, interno en Bath. Marima por su parte ingresó en una escuela religiosa de Cannes. La separación era definitiva. Cuando concluyó en Bath, Fintan se trasladó a la Universidad de Bristol a estudiar derecho. Para ganarse la vida, aceptó este puesto de pasante de francés-latín en el colegio de Bath, donde los profesores conservaban curiosamente un buen recuerdo de su estancia allí.

Ahora todo es distinto. La guerra borra los recuerdos, devora los herbazales, los barrancos, las casas de las aldeas e incluso los nombres que tan bien conociera. Puede que al final no quede nada de Onitsha. Será como si todo ello no hubiera existido más que en sueños, tal la balsa que trasladaba al pueblo de Arsinoe hacia la nueva Meroe, por el río eterno.

Invierno de 1968

Marima, ¿qué más puedo decirte para hacerte entender cómo eran allí las cosas, en Onitsha? Ahora no queda ya nada de lo que conocí. Al final del verano las tropas federales entraron en Onitsha, tras un breve bombardeo de mortero que echó abajo las últimas casas aún en pie al borde del río. Desde Asaba, los soldados cruzaron el río en pontones, pasaron ante las ruinas del puente francés, ante las islas anegadas por la crecida. Allí mismo nació Okeke, el hijo de Oya y Okawho, hace ya veinte años. Los pontones atracaron en la otra orilla, donde se encontraba el embarcadero de los pescadores, junto a las ruinas del Wharf y los cobertizos despanzurrados de la United África. Onitsha se hallaba desierta, ardían las casas. Había perros famélicos y, en las alturas del terreno, mujeres, niños de aspecto perturbado. A lo lejos, en los herbazales, por los senderos empantanados, marchaban hacia el este, hacia Awka, Owerri, Aro Chuku, las columnas de refugiados. Puede que pasaran sin verlos frente a los mágicos castillos de las termitas, que son quienes mantienen a raya a las langostas. Puede que el ruido de sus pasos y sus voces despertara a la gran serpiente verde que se oculta entre las hierbas, pero nadie tenía en mente hablarle. Marima, ¿qué queda ahora de Ibusun, la casa en que naciste, los grandes árboles donde se encaramaban los buitres, los limeros enjaretados por las hormigas, y al fondo del llano, en el camino de Omerun, el mango bajo el que Bony se sentaba a esperarme?

¿Qué queda de la casa de Sabine Rodes, de la gran sala de las persianas echadas, las paredes adornadas con máscaras, donde se encerraba para olvidarse del mundo? En el dormitorio del internado soñé que él, Sabine Rodes, era mi verdadero padre, que era por él por lo que había viajado a África Maou, por eso por lo que lo odiaba con tanta fuerza. Incluso se lo dije un día, cuando supe que se iba a Francia contigo y con Geoffroy, se lo dije con mala intención, como si esa locura lo aclarara todo, y bien sabía que luego, para ambos, nada sería como antes. Ya no me acuerdo de lo que respondió, puede que se limitara a reír encogiéndose de hombros. Maou partió contigo y con Geoffroy hacia el sur de Francia, y comprendí que nunca vería de nuevo el río ni las islas, ni nada de lo que conocí en Onitsha.

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