Escribir era soñar. Una vez allí, en Onitsha, todo sería diferente, todo sería fácil. Allí estarían los grandes herbazales que Geoffroy había descrito, los altísimos árboles, y el río, tan ancho que podría tomarse por el mar, con el horizonte perdiéndose en los espejismos del agua y el cielo. Estarían las suaves colinas, plantadas de mangos, las casas de barro rojo con sus techumbres de hojas trenzadas. Arriba, dominando el río, rodeada de árboles, la casona de madera, con su techo de chapa pintado de blanco, la veranda y los macizos de bambú. Y ese nombre extraño, Ibusun, Geoffroy había explicado lo que quería decir en la lengua de la gente del río: el lugar donde se duerme.
Allí es donde iba a vivir toda la familia de Geoffroy. Sería su casa, su patria. Cuando se lo dijo a su amiga Léone, en Marsella, como una confidencia, se extrañó de su respuesta en un timbre sobreagudo: ¿y ahí es donde vas, pobrecita mía? ¿A esa choza? La idea de Maou era hablar de la hierba, tan alta como para desaparecer en ella de cuerpo entero; del río, tan vasto y lento, por el que navegaban los barcos de vapor de la United África. Describir la selva, oscura como la noche, habitada por miles de aves. Pero prefirió no decir nada. Se limitó a decir: sí, en esa casa. En modo alguno se le ocurrió pronunciar el nombre de Ibusun, porque Léone lo habría desbaratado y le habría sentado fatal. Peor aún; Léone tal vez se hubiera echado a reír.
Ahora, daba gusto esperar en el comedor del barco, con esas palabras que se escribían. Estaban cada minuto más cerca de Onitsha, más cerca de Ibusun. Fintan se sentaba frente a ella, con los codos apoyados en la mesa, y la miraba. Tenía una mirada muy negra, penetrante, atenuada por unas pestañas largas y rizadas como las de una chica, y un bonito pelo liso, castaño como el de Maou.
Desde muy pequeño, ella le repetía todos estos nombres casi a diario, los del río y sus islas, la selva, los herbazales, los árboles. Él sabía ya todo sobre los mangos y el ñame sin haberlos probado. Conocía el lento movimiento de los barcos de vapor, que remontan el río hasta Onitsha para transportar las mercancías hasta el Wharf [1]
y
vuelven a partir cargados de aceite y llantenes.
Fintan miraba a Maou. Le decía:
«Háblame en italiano, Maou.»
«¿Qué quieres que te diga?»
«Dime unos versos.»
Y ella recitaba unos versos de Manzoni, de Alfieri, Antígona, María Estuardo, fragmentos que había aprendido de memoria, en el colegio San Pier d'Arena, en Genova:
«-Incender lascia,
tu che perir non dei, da me quel rogo,
che coll'amato mio fratel mi accolga.
Fummo in duo corpi un alma sola in vita,
sola una fiamma anco le morte nostre
spoglie consumi, e in una polve unisca.»
Fintan escuchaba la música de las palabras, lo que le daba siempre ciertas ganas de llorar. Afuera, el sol brillaba sobre el mar, el viento cálido del Sahara soplaba sobre las olas, llovía arena roja sobre cubierta, sobre los ojos de buey. A Fintan le hubiera gustado que el viaje durara para siempre.
Una mañana, un poco antes de mediodía, apareció la costa de África. El señor Heylings se ocupó de ir a buscar a Maou y a Fintan, los llevó al puente de mando, junto al timonel. Los pasajeros se preparaban para el almuerzo. Maou y Fintan no tenían apetito, se acercaron con los pies desnudos para poder ver antes. En el horizonte, a babor, África era una larga franja gris, muy llana, apenas por encima del nivel del mar y, sin embargo, extraordinariamente nítida y visible. Llevaban tanto tiempo sin ver tierra. Fintan le encontró parecido con el estuario del Gironda.
Sin embargo, no se cansaba de mirar esta aparición de África. Ni mientras Maou se fue al comedor a reunirse con los Botrou. Era algo extraño y lejano, semejaba un lugar que no alcanzarían jamás.
Ahora, a cada instante, Fintan vigilaría esta línea de tierra, se dedicaría a ello desde la mañana hasta el atardecer, hasta la noche incluso. Se escurría hacia atrás, muy despacito, y, sin embargo, seguía siendo la misma, gris y precisa sobre el resplandor del mar y el cielo. De ella venía el soplo de aire caliente que arrojaba arena contra los cristales del barco. Era ella la que había transformado el mar. Al presente las olas corrían hacia ella, para ir a morir a las playas. El agua era más turbia, de un verde teñido de lluvia, también más lenta. Se veían grandes aves. Se aproximaban al estrave del Sumbaya, con la cabeza, ladeada para examinar a los hombres. El señor Heylings conocía sus nombres, eran plangas, rabihorcados. Un atardecer vieron hasta un torpe pelícano que se enganchó en los cabos del palo de carga.
Al alba, cuando nadie se había levantado todavía, Fintan estaba ya en cubierta viendo África. Había bandadas de aves muy pequeñas, brillantes como la hojalata, que volteaban en el cielo lanzando punzantes chillidos, y esos gritos de la tierra aceleraban las palpitaciones del corazón de Fintan, como una impaciencia, como si la jornada que comenzaba fuese a estar repleta de maravillas, a la manera de un cuento que se prepara.
Por la mañana también se veían manadas de delfines, y peces voladores que surgían de las ondas frente al estrave. Ahora, con la arena, llegaban insectos, moscas planas, libélulas, y hasta una mantis religiosa que se había agarrado al borde de la ventana del comedor, y que Christof se entretenía en hacer rezar.
El sol ardía sobre la franja de tierra. El soplo del atardecer levantaba grandes nubes grises. El cielo se velaba, los crepúsculos eran amarillos. Hacía tanto calor en el camarote que Maou dormía desnuda, cubierta con la sábana blanca, que dejaba ver al trasluz su cuerpo en sombra. Era el ámbito ya de los mosquitos, del sabor amargo de la quinina. Todas las noches, meticulosa, Maou le untaba a Fintan la espalda y las piernas con calamina. Era el ámbito de aquellos nombres que circulaban de mesa en mesa en el comedor: San Luis, Dakar. A Fintan también le gustaba aquello de «Lengua de Berbería», y el nombre de Gotea, tan terrible y dulce a la vez. El señor Botrou contaba que allí encerraban a los esclavos antes de enviarlos hacía América, hacia el océano Indico. África rebosaba de resonancias de estos nombres que Fintan repetía en voz baja, una letanía, como si al decirlos pudiera aprehender su secreto, la razón misma del movimiento del buque que avanzaba sobre el mar dejando atrás su estela.
Un buen día, al cabo de esta interminable franja gris se vislumbró una tierra, una verdadera tierra roja y ocre, con espuma en los arrecifes, islas, y la inmensa mancha mate de un río ensuciando el mar. Fue aquella mañana cuando Christof se escaldó arreglando las tuberías del depósito de agua caliente de las duchas. En el vacío del alba, su grito resonó en el pasillo. Fintan saltó fuera de su litera. Había un rumor confuso, ruidos de carreras al fondo del pasillo. Maou llamó a Fintan, cerró de nuevo la puerta. Pero los gemidos de dolor de Christof se imponían a los chirridos y la trepidación de las máquinas.
Hacia el mediodía atracaba el Surabaya en Dakar; Christof fue desembarcado con prioridad para ser trasladado al hospital. La mitad de su cuerpo había resultado afectada por las quemaduras.
Caminando por los muelles con Maou, Fintan se estremecía con cada chillido de gaviota. Había un olor fuerte, acre, que daba tos. Eso es lo que se escondía tras el nombre de Dakar. El olor de los cacahuetes, el aceite, el humo soso y áspero que lo penetraba todo, el viento, los cabellos, las ropas. El sol incluso.
Fintan respiraba el olor, que entraba en él, le impregnaba el cuerpo. Olor a esta tierra polvorienta, olor al cielo azulísimo, a las relucientes palmeras, a las blancas casas. Olor a mujeres y niños harapientos. La ciudad estaba poseída por este olor. Fintan siempre había estado allí, África era ya un recuerdo.