«¡Cómo puede! ¡No tiene usted el menor sentido de… del honor!»
«¡El honor!» Repitió, pronunciando fuerte la erre como Maou. «¡El honorrr!»
Se le había pasado el aburrimiento. Podía soltar su habitual discurso. Se levantó, bajándose las mangas de la túnica con un movimiento de los brazos: «¡El honor, signorina! ¡Pero, mire a su alrededor! ¡Todos, todos tenemos los días contados! ¡Los buenos y los malos, la gente de honor y la gente como yo! ¡Se acabó el imperio, signorina, se derrumba por doquier, se deshace en polvo, el gran barco del imperio naufraga con todos los honores! ¡Usted habla de caridad, y su marido vive inmerso en sus quimeras, y al mismo tiempo todo se derrumba! Pero yo no me iré. Me quedaré aquí para verlo todo, es mi misión, mi vocación, ¡ver cómo se va a pique el navío!»
Maou cogió la mano de Fintan. «Está usted loco.» Tales fueron sus últimas palabras en la casa de Sabine Rodes. Buscó deprisa la puerta. En el jardín, Oya había vuelto a sentarse frente a la gata metida en su caja.
Cuando Geoffroy se enteró de lo ocurrido, de la tentativa de Maou, se puso furibundo. Su voz retumbaba en la casa vacía, se confundía con los truenos de la tormenta. Fintan se escondió en el cuarto de cemento, al fondo de la casa. Podía oír la voz de Geoffroy, dura, malintencionada:
«Es culpa tuya, es lo que también tú querías, has puesto todo de tu parte para lograrlo, para que tuviéramos que irnos.»
El corazón, a Maou, se le salía del pecho, se le atascaba la voz de ira e indignación, decía que no era cierto, que era infame, lloraba.
Fintan cerró los ojos. Se sentía el fragor de la lluvia sobre la chapa. El olor a cemento fresco era más fuerte que todo lo demás. Pensó: mañana iré a Omerun, a casa de la abuela de Bony. Jamás regresaré. Jamás iré a Inglaterra. Con una piedra grabó en la pared de cemento POKO INGEZI.
El fuego es más abrasador, más preciso ahora que ya nada lo protege, que nada se interpone entre él y su sueño. Geoffroy remonta con lentitud el río Cross en una canoa cargada hasta los topes que pugna contra la fuerza de la corriente, crecida por las lluvias, que arrastra el cieno y las ramas rotas. Esta mañana ha llovido en las colinas, y se han desbordado los afluentes del Cross, impregnando de sangre el agua del río. Okawho está sentado en la proa de la canoa. Apenas se mueve, de vez en cuando coge un poco de agua en el hueco de la mano y bebe, o se rocía la cara. Ha aceptado venir con Geoffroy, guiarlo hasta Aro Chuku. Sin dudarlo ni un instante. Sin decirle nada a Sabine Rodes. Se llegó de mañana al embarcadero, subió al Ford V 8, que se dirige a Owerri. No cogió objetos personales para el viaje. no lleva más que el pantalón corto caqui y la camisa rasgada de todos los días.
Ahora la canoa remonta el río Cross, transportando pasajeros hacia Nbidi, Afikpo, hacia las minas de plomo de Aboinia Achara, Mujeres, niños cargados con sus equipajes, hombres escoltando las mercancías, el aceite, el petróleo, el arroz, las latas de corned-beef y
leche condensada. Geoffroy sabe que se dirige a la verdad, al corazón, La canoa remonta el río, hacia la senda de Aro Chuku, remonta el curso del tiempo.
En el mes de diciembre de 1901, el coronel Montanaro, jefe de las fuerzas británicas de Aro, remontó este mismo río en un barco de vapor con una dotación de 87 oficiales ingleses, 1.550 soldados negros y 2.100 porteadores. Luego, a través de la sabana, dividido en cuatro columnas, el ejército se puso en marcha hacia Aro Chuku, continuando hacia Oguta, Akwete, Unwuna, Itu. Un verdadero cuerpo expedicionario, como en la época de Stanley, con sus cirujanos, geógrafos, oficiales civiles e incluso un pastor anglicano. Son los valedores del poder del imperio, tienen orden de avanzar cueste lo que cueste, con el fin de reducir la bolsa de resistencia de Aro Chuku y destruir para siempre el oráculo de Long Juju. El teniente coronel Montanaro es un hombre enjuto y pálido pese a los años pasados al sol de África. Las órdenes son inapelables: destruir Aro Chuku, reducir a cenizas la ciudad rebelde con todos sus templos, fetiches, altares para los sacrificios. Nada debe salvarse en este lugar maldito. Hay que matar a todos los hombres, viejos y niños varones de más de diez años. ¡No debe quedar ni rastro de esa ralea! ¿Da vueltas en su mente a las consignas de guerra contra el pueblo aro, contra el oráculo que preconiza la destrucción de los ingleses? Las cuatro columnas avanzan a través de la sabana, guiadas por los exploradores venidos desde Calabar, Degema, Onitsha, Lagos.
¿Acaso es esto lo que Geoffroy ha venido a buscar, como una confirmación del inminente fin del imperio, o como el final de su propia aventura africana? Geoffroy recuerda la primera vez que remontó el tiempo, al llegar a esta tierra. El viaje a caballo atravesando las espesuras de Obudu, por las tenebrosas colinas que habitan los gorilas, en Sankwala, Umaji, Enggo, Olum, Wula, el descubrimiento de los templos abandonados en la selva, las piedras erguidas como gigantescos sexos dirigidos al cielo, las estelas grabadas con jeroglíficos. Escribió a Maou una larga carta para decirle que había encontrado el final de la ruta de Meroe, los signos dejados por el pueblo de Arsinoe. Luego estalló la guerra, y la pista volvió a cerrarse. ¿Podrá encontrar de nuevo todo eso? Mientras la canoa remonta el río, Geoffroy escruta las riberas, en busca de un indicio que le permita orientarse. Aro Chuku es la verdad y el corazón que no ha cesado de latir. La luz rodea a Geoffroy, se arremolina en torno a la canoa. El sudor da brillo al rostro de Okawho, sus cicatrices parecen abiertas.
Han desembarcado en la playa, donde el río forma un recodo, con el declinar de la tarde. Okawho dice que allí comienza la senda de Aro Chuku. En algún lugar de la orilla opuesta la selva oculta las piedras erectas. Geoffroy dispone sus bártulos para pasar la noche, mientras la canoa prosigue su recorrido, lleva su carga de hombres y mercancías hacia la parte alta del río. Okawho está sentado en una piedra, mira el agua sin decir nada. Su rostro está esculpido en brillante y negra piedra. Unos espesos párpados le velan la mirada, sus arqueados labios dibujan una media sonrisa. En su frente y sus mejillas relucen las marcas itsi como si el polvo de cobre se hubiera reavivado. En la frente, el sol y la luna, los ojos del pájaro celeste. En las mejillas, las plumas de las alas y la cola del halcón. Cuando cae la noche, Geoffroy se envuelve en una sábana para evitar las picaduras de los mosquitos. La playa recoge el eco de los sonidos del río. Sabe que se halla al lado mismo del corazón, al lado mismo de la razón de todos los viajes. No puede conciliar el sueño.
A las lluvias torrenciales y los tornados de julio sucedía un breve período de calma en el mes de agosto que era conocido como la «pequeña estación seca».
Geoffroy decidió aprovechar ese momento para dirigirse al este. Por la mañana, al levantarse, Fintan veía las nubes suspendidas en el cielo por encima del río. Ya se iba agrietando la tierra roja, formaba coágulos, pero el río continuaba acarreando un agua cenagosa, oscura, violeta, atascada de troncos arrancados a las riberas del Benue.
A Fintan no se le había ocurrido nunca que esta corta estación pudiera causarle semejante dicha. Tal vez se debía a Omerun, a la aldea, al río. Por la tarde Maou reposaba en la habitación de las persianas echadas, Fintan corría descalzo por la sabana hasta el gran árbol donde lo esperaba Bony. Antes de llegar al lugar de la cita Fintan oía la suave música de la sanza [8] que se confundía con los chirridos de los insectos. Parecía una música de invocación a la lluvia.
Por donde la gran falla, por el lado de Agulu, de Nanka y del río Mamu se agolpaban las nubes, formaban una cadena montañosa. Se elevaban humaredas en la planicie, por encima de las aldeas y las granjas. Fintan oía cada tanto los aullidos de los perros, se interpelaban de punta a punta de los campos. Mientras se aproximaba al árbol, Fintan prestaba oído a todo, miraba con una especie de avidez, como si fuera la última ocasión.