Salió a la veranda y la sorprendió la suavidad de la noche. La luna llena alumbraba con fuerza. A través de la enramada podía ver en la lejanía el gran río, resplandeciente como el mar.
Por eso se estremecía, por esta noche tan hermosa, esta luz de luna azul plata, este silencio que ascendía de la tierra y se confundía con los latidos de su corazón. Sentía deseos de hablar, de llamar a alguien:
«¡Fintan! ¿Dónde estás?»
Pero se le hacía un nudo en la garganta. No podía romper el silencio.
Se introdujo de nuevo en la casa, cerró la puerta. En el despacho de Geoffroy, encendió la lámpara y al instante vio achicharrarse a las mariposas y a las hormigas voladoras en la lumbre crepitando. En el salón, prendió otras lámparas. Los sillones africanos de madera roja resultaban aterradores. El vacío lo llenaba todo, la mesa grande, las estanterías acristaladas que albergaban los vasos y los platos esmaltados.
«¡Fintan! ¿Dónde estás?» Maou daba vueltas por las habitaciones, encendía las lámparas una tras otra. Ahora estaba iluminada toda la casa, como dispuesta para una fiesta. Las lámparas calentaban el aire, desprendían un irrespirable olor a petróleo. Maou se sentó en el suelo, en la veranda, con una lámpara a mano. El aire fresco provocaba la oscilación de la llama. Desde el fondo de la noche se precipitaban los insectos, se estrellaban contra las paredes, su vorágine alrededor de las llamas sugería la locura. En la piel Maou sentía pegada su camisa de algodón, y el frío cosquilleo de las gotas de sudor en las costillas, en las axilas.
De repente, echó a andar. Lo más rápido que pudo, pateando con los pies desnudos el camino de laterita que bajaba hacia la ciudad. Corría en dirección al río, por la carretera que alumbraba la luz lunar. Oía el ruido de su corazón, o tal vez el redoble de los tambores ocultos al otro lado del río. El viento le pegaba la camisa a vientre y pecho, sentía bajo sus plantas la dura y fría tierra, esa tierra que resonaba como una piel llena de vida.
Llegó a la ciudad. Las luces eléctricas refulgían frente a los edificios de las aduanas, en la zona del hospital. En el Wharf lucía una hilera de farolas. La gente se apartaba ante ella. Oía gritos, silbidos. Los perros aullaban a su paso. Algunas mujeres enfundadas en largos vestidos multicolores, sentadas en el umbral de las casas, daban rienda suelta a sus risas chillonas.
Maou avanzaba sin saber muy bien adónde. Vislumbró los cobertizos de la Compañía, pero aparte de las lámparas que iluminaban las puertas, todo estaba a oscuras y cerrado. Un tanto elevada, en medio de su jardín de recreo, que rodeaba una verja, la casa del residente Rally. Siguió caminando hasta la casa del D.O., hasta el Club. Allí se detuvo, y sin siquiera recobrar el aliento, se puso a golpear la puerta con los nudillos de los dedos y a llamar a voces. Justo en la trasera del Club se abría el boquete de la futura piscina lleno de un agua fangosa. A la claridad de aquella luz eléctrica se veían cosas flotando, se diría que cagajones, o ratas.
En el acto, antes incluso de que se abrieran las ventanas y la puerta y aparecieran, vaso en ristre, los miembros del Club con aquellos semblantes alelados que le hacían reír en medio mismo de las lágrimas, Maou sintió que le flaqueaban las piernas, como si alguien, un enano oculto, le hubiera echado la zancadilla. Se desplomó como un trapo, con las manos crispadas en el pecho y el aliento detenido en su interior, temblando de pies a cabeza.
«María Luisa, María Luisa…»
Se hallaba en brazos de Geoffroy, que la llevaba como a un niño, la trasladaba al coche. «Qué te pasa, estás enferma, dime algo.» Le salía la voz rara, un poco tomada. Olía a alcohol. Maou captaba otras voces, la endeble voz de Rally, el sarcástico acento de Gerald Simpson. Rally repetía: «Si puedo hacer algo…» En el coche, que rodaba por la carretera, perforando la noche con sus faros, Maou sintió que todo se desencajaba en ella. Acertó a decir: «Fintan no está en casa, estoy asustada…»
Recordó al mismo tiempo que no tenía que haber dicho eso, porque ahora Geoffroy pegaría con su vara a Fintan como cada vez que agarraba un enfado. Intentó arreglarlo: «Seguro que tenía calor y salió a dar una vuelta. Entiéndeme, estaba yo sola en esa casa.»
Ante la casa iluminada aguardaba Elijan. Geoffroy acompañó a Maou hasta su dormitorio, la acostó bajo la protección del mosquitero. «Duerme, María Luisa. Fintan ya volvió.» «¿Verdad que no vas a pegarle?», rogó Maou.
Geoffroy salió. Llegaron algunos gritos. Luego nada más. Geoffroy vino a sentarse al borde de la cama, con la parte superior del cuerpo dentro del mosquitero.
«Estaba en el embarcadero. Elijah lo trajo de vuelta a casa.»
Maou sentía ganas de reír, y los ojos bañados en lágrimas. Geoffroy salió a apagar todas las luces, una a una. Al cabo volvió para acostarse. Maou estaba helada. Se abrazó a Geoffroy.
Quería revivir las palabras de Geoffroy, todo lo que él le decía entonces, antes de la boda, tanto tiempo atrás… Aún quedaban lejos la guerra, el gueto de San Martín, la huida a través de las montañas, hasta Santa Anna. Todo era tan fresco aquellos años, tan inocente. En San Remo, en el cuartito de las persianas verdes, por la tarde, acariciados por el murmullo de las tórtolas, el resplandor del mar. Hacían el amor, prolongado y suave, luminoso como el ardor del sol. Entonces sobraban las palabras, algunas veces Geoffroy la despertaba a media noche para decirle cosas en inglés. Por ejemplo, «I am so fond of you, Marilu.» Se convirtió en su complicidad. Él le pedía que le hablara en italiano, que le contara algo, pero ella no se sabía más que las letrillas de Aurelia.
Ninna nanna ninna-o!
Questo bimbo a chi lo do?
Lo daro alia Befana
che lo tiene una settimana.
Lo daro all'uomo Nero
che lo tiene un mese intero!
Al atardecer iban a la tibia mar, tan llana como un lago, a bañarse entre las rocas que cubrían erizos violetas incrustados. Nadaban juntos, muy despacio, para ver la puesta de sol en las colinas que incendiaba los invernaderos. El mar se volvía celeste, impalpable, irreal. Un día él le dijo, pues partía hacia África: «Allí, la gente cree que un niño nace el día en que es creado, y pertenece a la tierra en que fue concebido.» Recordaba que se estremeció toda, porque ya sabía que esperaba un bebé desde el comienzo del verano. Pero no se lo dijo. No quería que se inquietara, renunciara a su viaje. Se casaron a finales de verano, y Geoffroy se embarcó de inmediato con destino a África. Fintan nació en marzo del 36 en una vetusta clínica del viejo Niza. Maou escribió entonces a Geoffroy una larga carta en que le ponía al corriente de todo, pero no recibió la contestación hasta tres meses después debido a las huelgas. Pasó el tiempo. Fintan era demasiado pequeño, Aurelia no les habría permitido de ninguna manera partir tan lejos, para tanto tiempo. Geoffroy regresó el verano de 1939. Tomaron el tren hasta San Remo, como si fuera todavía el mismo verano, el mismo cuarto de las persianas verdes cerradas a los fulgores del mar. Fintan dormía al lado de ellos, en su cuna. Soñaban con una vida distinta, en África. A Maou le hubiera gustado Canadá, la isla de Vancouver. Luego Geoffroy se fue de nuevo de viaje, días antes de la declaración de guerra. Era demasiado tarde, se acabaron las cartas. Cuando Italia declaró la guerra en junio del 40, no hubo más remedio que escapar en compañía de Aurelia y Rosa, esconderse en la montaña, en San Martín, procurarse documentación falsa, nombres falsos. Todo quedaba ahora tan lejos. Maou conservaba bien presentes en la memoria el sabor de las lágrimas, aquellas jornadas tan largas, tan solitarias.