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– ¿Cómo va el corte de la mano?

Lena se miró el dedo índice, que le sobresalía de la fibra de vidrio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que se cortó intentando volver a colocar la parrilla del aire acondicionado. Había transcurrido una eternidad. Ya ni tan sólo era esa persona.

– ¿Fue así como manchaste de sangre el cuchillo? -preguntó Jeffrey, inclinándose de nuevo hacia la luz-. ¿Cuándo te cortaste la mano?

Lena se aclaró la garganta, pero eso hizo que le doliera más. Tenía la voz rasposa, poco más que un susurró.

– ¿Me das un poco de agua?

– ¿Quieres algo más fuerte? -preguntó Jeffrey.

Ella le estudió, esforzándose por comprender qué pretendía. Ahora Jeffrey estaba jugando al policía bueno, y Lena necesitaba tan desesperadamente alguien que fuera amable con ella que tanto le daba que sus atenciones fueran falsas. Se moría de ganas de contarle a alguien lo que había pasado, pero su mente era incapaz de pensar las palabras que su boca necesitaría pronunciar.

– Empecemos con agua, ¿vale? -le dijo mientras le acercaba el vaso.

Lena bebió, alegrándose de que el agua estuviera fría. Jeffrey debía de haberla traído de la nevera que había en el vestíbulo principal.

Ella le entregó el vaso y se apoyó contra la pared. Le dolía la espalda, pero el bloque de cemento era sólido y le daba seguridad. Bajó la vista hacia la fibra de vidrio, que comenzaba debajo de los dedos y se detenía a mitad del brazo. Al mover los dedos, el brazo le tembló.

– Probablemente se te está pasando el efecto del analgésico -le dijo Jeffrey-. ¿Quieres más? Puedo decirle a Sara que te recete algo.

Lena negó con la cabeza, aunque lo único que quería era no sentir nada.

– Chuck es B negativo -dijo Jeffrey-. Tú eres del tipo A.

Lena asintió. Las pruebas de ADN tardarían una semana, pero en el hospital podían determinar el tipo de sangre.

– La del tipo A estaba en el cuchillo, en el escritorio y en el faldón de tu camisa.

Lena aguardó a que prosiguiera.

– No encontramos B negativo por ninguna parte. -Añadió-. Excepto en su oficina.

Contenía la respiración, y guardaba el aire en el pecho, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerlo ahí.

– Lena… -comenzó Jeffrey. Para sorpresa de ella, se le quebró la voz, y antes de que humillara la vista hacia sus manos, Lena vio lo afectado que estaba-. No debí haberte esposado.

Lena se preguntó a qué se refería. No recordaba gran cosa de lo ocurrido después de la noche que había pasado con Ethan. -Habría llevado las cosas de otra manera, sólo con que… -Levantó la vista hacia ella, y sus ojos brillaban a la luz procedente del pasillo-. No sé.

Lena reprimió una tos. Deseaba beber más agua.

– Lena, dime qué pasó. Dime quién te hizo esto para que pueda castigarle.

Lena se lo quedó mirando. Se lo había hecho ella misma. ¿Qué más podía hacer Jeffrey que castigarla?

– No debería haberte esposado -repitió Jeffrey-. Lo siento.

Lena espiró lentamente, sintiendo dolor en las costillas.

– ¿Dónde está Ethan? -preguntó Lena.

Jeffrey se puso tenso.

– Sigue encerrado.

– ¿Bajo qué cargos?

– Violación de la libertad condicional -dijo Jeffrey, pero no entró en detalles.

– ¿Está muerto? -preguntó Lena, pensando en la última vez que había visto a Chuck.

– Sí -dijo Jeffrey-. Está muerto. -Volvió a mirarse las manos-. ¿Te lo hizo él, Lena? ¿Chuck te hizo daño?

Lena volvió a aclararse la garganta, y le dolió del esfuerzo.

– ¿Puedo irme a casa?

Jeffrey pareció pensárselo, pero, por lo que había dicho, Lena sabía que no podía retenerla.

– Sólo quiero irme a casa.

Pero la casa en la que pensaba no era el agujero que habitaba en la universidad. Pensaba en su verdadero hogar y en la vida que llevaba cuando vivía allí. Recordaba a la Lena que no agredía a los demás ni les obligaba a hacer cosas que no querían. La Lena buena. La que era antes de que Sibyl muriera.

– Nan Thomas está aquí. La llamé para que viniera a recogerte -le informó Jeffrey.

– No quiero verla.

– Lo siento, Lena. Te está esperando fuera, y no puedo permitir… no dejaré que te vayas sola a casa.

Nan condujo en silencio hasta la casa de Lena. No había manera de saber hasta qué punto estaba al corriente de lo sucedido. Pero en ese momento eso no le importaba a Lena lo más mínimo. Después de la tormenta de la noche anterior, había dejado de preocuparse.

Lena miraba por la ventanilla, pensando que hacía mucho tiempo que no iba en coche a esas horas. Habitualmente a esa hora estaba en la cama, a veces durmiendo, a veces mirando por la ventana a la espera de que llegara el día. No se sentía segura en ninguna parte.

Nan aparcó delante de su casa y apagó el motor. Introdujo las llaves de ignición dentro del parasol, y esbozó una sonrisa estúpida. Nan confiaba demasiado en la gente. Sibyl era igual, hasta que un maníaco la mató.

La casa que Sibyl y Nan habían comprado hacía unos cuantos años era un pequeño bungalow de los que abundaban por Heartsdale. A un lado había dos dormitorios y un baño al final del pasillo y, al otro, la cocina, el comedor y la sala de estar. El segundo dormitorio lo habían convertido en despacho para Sibyl, pero Lena no sabía para qué lo utilizaba ahora Nan.

Lena estaba en el pequeño porche, sujetándose a la pared para no caerse mientras Nan abría la puerta. Para ella el agotamiento se estaba convirtiendo en una forma de vida; otra cosa que había cambiado.

Tres breves bips del panel de alarma la saludaron cuando Nan abrió la puerta. Considerando lo poco que le preocupaba la seguridad a Nan, a Lena le sorprendió que tuviera una alarma. Nan debió de leerle el pensamiento.

– Lo sé -dijo, tecleando la fecha de nacimiento de Sibyl en el panel de seguridad-. Pensé que me sentiría más segura, después de lo de Sibyl… y de que tú…

– Sería mejor un perro -le sugirió Lena, sintiéndose enseguida culpable al ver el gesto de preocupación de Nan-. El ruido de la alarma también asusta a la gente.

– Los primeros días se disparaba continuamente. La señora Moushey, que vive al otro lado de la calle, casi sufre un ataque al corazón.

– Estoy segura de que es útil -le dijo Lena.

– No sé por qué, pero no te creo.

Lena se apoyó con las manos en el respaldo del sofá, diciéndose que no tenía fuerzas para una conversación tan intranscendente.

Pareció que Nan había adivinado sus pensamientos.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó, encendiendo las luces mientras cruzaban el comedor para dirigirse a la cocina.

Lena negó con la cabeza, pero Nan no la vio.

– ¿Lena?

– No -dijo Lena.

Pasó los dedos por el sofá mientras se dirigía al cuarto de baño. La medicación le daba calambres, y sentía un ardor que podía ser una infección urinaria.

El cuarto de baño era estrecho, con azulejos blancos y negros en el suelo. La parte superior de las paredes estaba rodeada de madera con molduras, y la inferior de azulejo blanco. En el botiquín, cuyo espejo estaba torcido, había una foto de Sibyl enganchada en el marco. Lena se miró al espejo, y a continuación a Sibyl, y comparó las dos imágenes. Lena parecía diez años mayor, aun cuando la foto de Sibyl había sido tomada un mes antes de ser asesinada. Lena tenía el ojo izquierdo hinchado, y el corte era de un rojo intenso y estaba sensible al tacto. Tenía el labio partido en el medio, y arañazos y lo que parecía un moratón gigante en torno al cuello. No era de extrañar que le costara hablar. Probablemente tenía la garganta en carne viva.

– ¿Lena? -preguntó Nan llamando a la puerta.

Lena abrió, pues no quería que Nan se preocupara.

– ¿Te apetece un té? -preguntó Nan.

Lena iba a decir que no, pero pensó que le aliviaría la garganta. Asintió.

– ¿Menta Digestiva u Oso Soñoliento?

Lena estuvo a punto de echarse a reír, porque, después de lo que había ocurrido, le parecía ridículo que Nan estuviera en la puerta preguntándole si quería Menta Digestiva u Oso Soñoliento.

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