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Se ayudó de la linterna para encontrar lo que necesitaba, y dejó el resto en el suelo. Si tanto le importaba, ya lo limpiaría Chuck. Diablos, seguramente le entraba tanto dinero en efectivo a la semana que bien podía pagar a alguien para limpiar la oficina.

Lena musitó «Mierda» entre dientes al echarse alcohol en la herida abierta. La sangre, mezclada con el alcohol, se derramó sobre el escritorio. Intentó limpiar el charco con la manga, pero lo único que consiguió fue empeorar la mancha.

– Joder -farfulló.

Tenía un poncho en su taquilla, pero Lena nunca lo había usado. El cuello sólo se cerraba por un lado, un defecto de fabricación que a Chuck no le pareció un problema cuando Lena se lo señaló. Naturalmente, el poncho de Chuck no tenía taras, y Lena decidió cogérselo prestado para volver a casa.

Abrió la taquilla de Chuck tras tirar un par de veces del pestillo. El impermeable seguía dentro de su envoltura de plástico, en el estante superior, pero Lena decidió aprovecharse de la situación y registrar la taquilla.

Además de una revista de submarinismo, en la que aparecían modelos medio desnudas exhibiendo la última novedad en trajes, y una caja sin abrir de barras energéticas, no había nada de interés. Cogió el poncho y, en el momento en que se disponía a cerrar la taquilla, alguien abrió la puerta de la oficina.

– ¿Qué coño estás haciendo? -le preguntó Chuck, cruzando el despacho a una velocidad que Lena nunca le había creído capaz de alcanzar.

Cerró la taquilla con tanta fuerza que volvió a abrirse.

– Quería cogerte el poncho.

– Ya tienes uno -dijo él, arrancándoselo de la mano y arrojándolo sobre su escritorio.

– Te dije que el mío tiene una tara.

– Tú sí que estás tarada, Adams.

Lena estaba demasiado cerca de él. Retrocedió en el momento en que volvía la luz. El fluorescente parpadeó, proyectando sobre ellos una espectral luz grisácea. Aun con tan poca luz, se dio cuenta de que Chuck tenía ganas de camorra.

Lena se dirigió a su taquilla.

– Cogeré el mío.

Chuck apoyó el culo en el escritorio.

– Fletcher ha telefoneado para decir que estaba enfermo. Necesito que hagas el turno de noche.

– Ni hablar -objetó Lena-. Ya hace dos horas que tendría que haber acabado.

– Así es la vida, Adams -dijo Chuck-. Jodida.

Lena abrió su taquilla y miró su contenido, pero no reconoció nada.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Chuck, cerrándola de un golpe.

Lena consiguió apartar la mano instantes antes de que pudiera aplastársela con la puerta. Por error había abierto la taquilla de Fletcher. En el estante superior había dos bolsitas de plástico, y Lena intuyó su contenido. Estaban tan seguros de que nadie les pillaría que dejaban la mierda en cualquier sitio.

– ¿Adams? -repitió Chuck-. Te he hecho una pregunta.

– Nada -dijo ella.

De pronto comprendió por qué Fletcher nunca consignaba ningún incidente en el registro. Estaba demasiado ocupado vendiendo droga a los estudiantes.

– Muy bien -dijo Chuck, pensando que Lena estaba conforme-. Te veré por la mañana. Llámame si me necesitas.

– No -dijo Lena, cogiendo el poncho de Chuck-. Te he dicho que no voy a hacerlo. Para variar, tendrás que trabajar tú.

– ¿Qué demonios quieres decir con eso?

Lena desplegó el poncho y se lo echó por encima. Era de talla extragrande y le quedaba enorme, pero no le importó. Fuera aún bramaba la tormenta, pero, conociendo su suerte, se dijo que remitiría en cuanto llegara a casa. Tendría que encontrar una manera segura de cerrar la puerta de su apartamento. Aquella mañana Jeffrey había roto la cerradura al entrar sin invitación. Cualquiera sabía si la ferretería seguiría abierta.

– ¿Adónde vas, Adams? -preguntó Chuck.

– Esta noche no trabajo -dijo Lena-. Necesito irme a casa.

– Te reclama la botella, ¿eh? -bromeó Chuck, con una repugnante sonrisa deformándole los labios.

Lena se dio cuenta de que le bloqueaba la puerta.

– Apártate de mi camino.

– Puedo quedarme un rato si quieres -dijo Chuck.

El destello de sus ojos puso en guardia a Lena.

– Tengo una botella en el cajón de mi escritorio -invitó Chuck-. Tal vez podríamos sentarnos y conocernos un poco mejor.

– Debes de estar bromeando.

– ¿Sabes? -comenzó Chuck-, no estarías mal si te maquillaras un poco y te hicieras algo en el pelo.

Extendió el brazo para tocarla, pero ella apartó la cara.

– Apártate de mí, joder -le ordenó.

– Supongo que no necesitas este empleo tan desesperadamente como dices -dijo Chuck con la misma repugnante expresión en la cara.

Lena se mordió el labio inferior, sintiendo el veneno de su amenaza.

– Leí en el periódico lo que te hizo ese tipo.

A Lena se le aceleró el corazón.

– Tú y todos.

– Sí, pero yo lo leí más de una vez.

– Se te debieron cansar los labios.

– Veamos si los tuyos se cansan -dijo, y antes de que Lena se diera cuenta de lo que ocurría, le puso la manaza en la nuca y la empujó hacia su entrepierna.

Lena cerró el puño lo lanzó contra los genitales de Chuck con todas sus fuerzas. Este soltó un gruñido y cayó al suelo.

La puerta del apartamento de Lena se abrió antes de que ella llegara.

– ¿Dónde has estado? -le preguntó Ethan.

A Lena le castañeteaban los dientes. Estaba tan empapada que llevaba la ropa pegada al cuerpo. Le dio igual cómo Ethan había conseguido entrar en su apartamento ni qué estaba haciendo allí. Se dirigió a la cocina para servirse una copa.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ethan-. Lena, ¿qué ha pasado?

Sus manos temblaban tanto que no pudo servirse, y lo hizo él, llenando el vaso hasta el borde. Se lo acercó a los labios igual que había hecho ella la noche anterior. Lena lo apuró de un trago.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Ethan con amabilidad.

Lena negó con la cabeza, intentando servirse otra copa al tiempo que se le encogía el estómago. Chuck la había tocado. Le había puesto la mano encima.

– ¿Lena? -preguntó Ethan, quitándole el vaso.

Le sirvió otra copa, menos generosa, y se la entregó.

Lena la engulló con la garganta encogida. Se apoyó con las manos en el fregadero, intentando controlar las emociones que pugnaban por aflorar.

– Nena -dijo Ethan-. Háblame.

Ethan le apartó el pelo de la cara, y Lena sintió la misma repugnancia que le había inspirado Chuck.

– No -negó ella, dándole un manotazo.

El esfuerzo de hablar la hizo toser, las vías respiratorias agarrotadas como si la estrangularan.

– Vamos -dijo Ethan, frotándole la espalda.

– ¿Cuántas veces -comenzó Lena, la voz ahogada en el pecho- tengo que decirte que no me toques? -le preguntó, y se apartó de él antes de terminar la frase.

– ¿Qué te pasa? -quiso saber Ethan.

– ¿Por qué estás aquí? -le espetó ella, sintiéndose violada una vez más-. ¿Qué coño te hace pensar que tienes derecho a estar aquí?

– Quería hablar contigo.

– ¿De qué? ¿De la chica que mataste a palos?

Ethan se quedó inmóvil, aunque se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Lena quería que se sintiera igual que Chuck la había hecho sentir a ella, como si estuviera atrapado. Como si no tuviera adónde ir.

– Ya te expliqué que… -empezó a decir Ethan.

– ¿Que te quedaste en el camión? -preguntó, rodeándolo. Ethan era como una estatua en medio de la habitación-. ¿Pudiste verlo bien? ¿Pudiste ver cómo se la follaban, cómo le daban de hostias?

– No lo hagas -la advirtió Ethan con una voz fría como el acero.

– ¿O qué? -le preguntó, forzando una carcajada-. ¿O me harás lo mismo?

– Yo no hice nada.

Tenía los músculos tensos, la mandíbula apretada como si necesitara de todo su autocontrol para permanecer sereno.

– ¿No violaste a la chica? -preguntó Lena-. ¿Te quedaste en el camión mientras tus amiguetes echaban un polvo?

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