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– Tengo que irme -dijo Lena.

– Espera un momento -le rogó él, con una media sonrisa en los labios.

Era un joven atractivo, y probablemente estaba acostumbrado a que las chicas se colaran por él.

– ¿Qué?

Lena le miró. Una gota de sudor resbaló por la mejilla del muchacho, y surcó una cicatriz que se bifurcaba debajo de la oreja. La herida se le debía de haber ensuciado antes de cerrarse, porque la cicatriz tenía un tono oscuro que destacaba sobre la mandíbula.

El muchacho sonrió nervioso y preguntó:

– ¿Quieres un café?

– No -dijo Lena, quien esperaba que eso pusiera fin al diálogo. La puerta se abrió y entró un grupo de muchachas que abrieron las taquillas con estrépito.

– ¿No te gusta el café? -preguntó él.

– No me gustan los chicos -contestó ella, agarrando su bolsa y marchándose antes de que Ethan pudiera decir nada más. Lena salió irritada del gimnasio, y cabreada por haber permitido que ese mocoso la pillara desprevenida. Incluso después de librar una ardua batalla con la relajación, Lena siempre salía más calmada de la clase de yoga. Pero no ahora. Se sentía tensa, nerviosa. Puede que dejara la bolsa en su habitación, se cambiara, y se fuera a correr un buen rato hasta que estuviera tan cansada que pudiera pasarse el resto del día durmiendo.

– ¿Lena?

Se volvió, pensando que era Ethan quien la llamaba. Era Jeffrey.

– ¿Qué? -preguntó a la defensiva.

Algo en la pose de Jeffrey al acercarse a ella, las piernas abiertas, los hombros erguidos, le advirtió de que no se trataba de una visita social.

– Necesito que vengas conmigo a comisaría.

Lena se rió, aunque sabía que Jeffrey no bromeaba.

– Será un momento.

Jeffrey se metió las manos en los bolsillos-. Tengo que hacerte algunas preguntas referentes a lo de ayer.

– ¿Lo de Tessa Linton? -preguntó Lena-. ¿Ha muerto?

– No.

Él miró a su espalda y Lena vio que Ethan estaba detrás, a unos cincuenta metros.

Jeffrey se acercó, bajando la voz, y le dijo:

– Hemos encontrado tus huellas en el apartamento de Andy Rosen.

Lena no pudo ocultar su sorpresa.

– ¿En su apartamento?

– ¿Por qué no me dijiste que le conocías?

– Porque no es verdad -le espetó Lena.

Se disponía a alejarse cuando Jeffrey la cogió de un brazo. No con fuerza, pero ella supo que apretaría si hacía falta.

– Sabes que podemos hacerle un análisis de ADN a esa prenda -le espetó Jeffrey.

Lena no recordaba la última vez que se había sentido tan indignada.

– ¿De qué prenda me hablas? -preguntó, demasiado sorprendida por lo que decía Jeffrey para reaccionar al contacto físico.

– De la prenda íntima que te dejaste en la habitación de Andy.

– ¿De qué me estás hablando?

Jeffrey aflojó la presión en el brazo de Lena, pero eso provocó el efecto opuesto en ella.

– Vámonos -le dijo Jeffrey.

Lo que Lena dijo a continuación nadie que tuviera un poco de cerebro se lo habría dicho a un poli que la mirara como Jeffrey hacía en esos momentos.

– Creo que no voy a ir.

– Serán un par de minutos.

La voz de él era cordial, pero Lena había trabajado lo bastante con Jeffrey para conocer sus verdaderas intenciones.

– ¿Estoy arrestada?

Jeffrey se hizo el ofendido.

– Claro que no.

Lena intentó mantener la calma.

– Entonces suéltame.

– Sólo quiero hablar contigo.

– Pues pídele cita a mi secretaria. -Lena intentó liberar el brazo, pero Jeffrey volvió a apretárselo. Sintió brotar el pánico en su interior-. Suéltame -susurró, intentando soltarse.

– Lena -dijo Jeffrey, como si la reacción de ella fuera exagerada.

– ¡Suéltame! -gritó Lena, tirando del brazo con tanta fuerza que se cayó de culo en la acera.

La rabadilla impactó sobre el cemento como un mazo, y el dolor le subió por la espina dorsal.

Jeffrey se tambaleó hacia ella. Lena pensó que se le derrumbaría encima, pero Jeffrey pudo esquivarla en el último momento, y dio dos pasos para rodearla.

– Pero ¿qué…?

Lena abrió la boca, sorprendida. Ethan había empujado a Jeffrey por detrás.

Jeffrey se recuperó enseguida, y se encaró con Ethan antes de que Lena supiera qué estaba pasando.

– ¿Qué coño crees que estás haciendo?

La voz de Ethan fue un murmullo ahogado. El bobalicón con el que Lena había hablado en el vestuario se había convertido en un desagradable pit bull.

– Lárgate.

Jeffrey levantó la placa a pocos centímetros de la nariz de Ethan.

– ¿Qué has dicho, chaval?

Ethan se quedó mirando a Jeffrey, no a la placa. Los músculos de su cuello se marcaban con claridad, y una vena próxima a su ojo palpitaba con fuerza suficiente para producirle un tic.

– He dicho que te largues, cerdo asqueroso.

Jeffrey sacó las esposas.

– ¿Cómo te llamas?

– Testigo -dijo Ethan, con un tono duro, sin alterar la voz. Era obvio que sabía lo bastante de leyes para saber que tenía la sartén por el mango-. Testigo ocular.

Jeffrey se rió.

– ¿De qué?

– De que ha tirado al suelo a esta mujer.

Ethan ayudó a Lena a levantarse, dándole la espalda a Jeffrey. Le sacudió los pantalones y, haciendo caso omiso de Jeffrey, dijo a Lena:

– Vámonos.

Ella estaba tan atónita ante la autoridad de su voz que lo siguió.

– Lena -dijo Jeffrey, como si él fuera la única persona razonable-. No me lo pongas más difícil.

Ethan se volvió con los puños apretados, dispuesto a pelear. Lena se dijo que no sólo era estúpido, sino una locura. Jeffrey pesaba al menos veinticinco kilos más que el muchacho, y sabía utilizarlos. Por no mencionar que tenía una pistola.

– Vámonos -dijo Lena, tirándole del brazo como si le llevara de una correa.

Cuando se atrevió a volver la vista atrás, Jeffrey estaba donde le habían dejado, y la expresión de su rostro reflejaba que aquello no había acabado, ni mucho menos.

Ethan puso dos tazas de cerámica sobre la mesa, café para Lena, té para él.

– ¿Azúcar? -le preguntó, sacándose un par de sobrecillos del bolsillo del pantalón.

Volvía a ser un muchacho amable y bobalicón. La transformación era tan completa que Lena no estaba segura de a quién había visto antes. Estaba tan jodida que no sabía si podía confiar en su memoria.

– No -dijo ella, diciéndose que ojalá le ofreciera whisky. Tanto daba lo que dijera Jill Rosen, Lena tenía sus reglas, y una de ellas era que nunca bebía antes de las ocho de la tarde. Ethan se sentó delante de Lena antes de que a ella se le pasara por la cabeza decirle que se fuera. Se iría a casa enseguida, en cuanto superara la sorpresa de lo que había ocurrido con Jeffrey. Aún tenía el corazón acelerado, y le temblaban las manos en torno a la taza. No conocía de nada a Andy Rosen. ¿Cómo iban a estar sus huellas en el apartamento? Y lo de menos eran las huellas. ¿Por qué creía Jeffrey que tenía ropa interior de Lena?

– Polis -dijo Ethan, en el mismo tono en que uno podía decir «pedófilos».

Dio un sorbo a su té y negó con la cabeza.

– No deberías haberte entrometido -repuso Lena-. Ni haber cabreado a Jeffrey. La próxima vez que te vea se acordará de ti.

Ethan se encogió de hombros.

– No me preocupa.

– Pues debería -contestó.

El muchacho hablaba igual que cualquier otro gamberro descontento de clase media cuyos padres no le enseñaban a respetar la autoridad porque estaban demasiado ocupados concertando citas para jugar al golf. De haber estado en una sala de interrogatorios de la comisaría, Lena le habría lanzado la taza a la cara.

– Deberías haberle hecho caso a Jeffrey -dijo.

En los ojos del muchacho asomó una chispa de cólera, pero la controló.

– ¿Igual que se lo hiciste tú?

– Ya sabes a qué me refiero -le dijo Lena, bebiendo otro sorbo de café.

Estaba tan caliente que le quemaba la lengua, pero se lo bebió de todos modos.

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