Era un tío listo, poseedor de un sentido del humor muy escocés, sarcástico e incisivo. Indiscutiblemente atractivo, aunque quizá no se le notase mucho a primera vista, debido a su desaliño habitual. Era muy alto, tan alto que resultaba imposible no reparar en él. Su figura se erguía vertical e imponente sobre la marea humana de la pista de Negotians, y por las enormes espaldas le caía una descomunal masa encrespada de greñas rastas como alambres rojizos, a los que las luces del bar conferían reflejos tornasolados. Su boca fina y crispada dejaba entrever, cuando sonreía, dos pequeñas filas de dientecillos amarillos y puntiagudos, y en ella llevaba dibujada casi siempre una media sonrisa perezosa y fanfarrona, alumbrada por un desdén impersonal en la curva plácida de los labios. Sobre aquella sonrisita se erguía una naricilla chata y pecosa que separaba unos ojillos de ratón, pequeños y vivaces, brillantes en exceso, iluminados por fulgurantes chispas color esmeralda que hacían pensar en unos ojos simpáticos, o en unos ojos drogados. Sus facciones resultaban excesivamente angulosas debido a su extrema delgadez, que no conseguía ocultar ni siquiera con la superposición de camisetas y jerseys que acostumbraba a llevar. Esta delgadez excesiva, asociada a su altura exagerada, le concedía un aire deslavazado y levemente cojitranco, de forma que cuando andaba sus miembros parecían deslizarse de forma pendular, como si bailasen una extraña danza asincopada, adaptada a un ritmo propio que sólo Barry conocía.
Barry poseía el título de dentista, y eso le permitía hacerse legalmente con la novocaína que utilizaba para cortar la mierda de coca que pasaba. Yo desconfiaba de él como del fuego. Pero sus éxtasis, eso sí, eran excelentes. Lo mejor de Edimburgo. Barry no era tonto, ya lo he dicho. Tenía muchísimo cuidado con lo que hacía. Pasaba a poquísima gente, muy seleccionada; jamás a desconocidos. No tenía teléfono, y sólo se le podía contactar dejándole una nota en Negotians, el club en el que pinchaba y que le servía de tapadera para organizar sus trapicheos. Jamás se podía mencionar la palabra droga (o similares) delante de él, y mucho menos en las notas que se le dejasen en su lugar de trabajo. Si lo hacías, no te volvía a hablar más; en eso era tajante. Cat le solía dejar notas del tipo: Barry, ¿sabes dónde puedo encontrar discos antiguos de Harold Lewis? Una pregunta nada sorprendente, puesto que él era DJ. Entonces él nos llamaba y fijaba una cita. Una vez informado de lo que queríamos nos lo llevaba a casa al día siguiente. Te conseguía cualquier cosa, cualquier cosa que le pidieras, en veinticuatro horas, ya fuese equis, coca, costo o benzedrina. Lo que fuera. Era muy profesional. Eso sí, exigía pago al contado y nunca suministraba cantidades excesivas. No quería llevar encima nada con lo que le pudiesen empapelar de verdad. Pero algo fallaba en su imagen de tipo duro. Intentaba parecer encantado de haberse conocido, pero su constante nerviosismo delataba una escasa autoestima: fumaba un cigarrillo tras otro, se atropellaba al hablar y nunca mantenía la vista fija más de cinco segundos en un punto determinado. Su mirada huidiza negaba la aplastante seguridad que le hubiese gustado transmitir.
Cat le adoraba, de una forma muy distinta de la que quería a otros. Le admiraba profundamente; respetaba su criterio, sus ideas y sus actividades, y siempre se refería a él con una aprobación rayana en la reverencia. Barry cuidó de ella cuando llegó a la ciudad, le buscó su primer trabajo de camarera en Negotians, le presentó a la mayoría de los que acabaron siendo sus amigos. Yo sentía por Barry algo muy extraño. Le admiraba, le respetaba, le temía, le evitaba… Si hubiera existido un rival para mí, ése habría sido Barry. Pero yo contaba con una ventaja a mi favor: Que Cat no se acostaba con hombres. Ella era lesbiana, lo dejaba siempre claro. No era bisexual ni quería, en lo posible, contacto con mujeres bisexuales.
Eso es absurdo, le decía yo. No puedes ser tan drástica.
Me conozco ese tipo de gente, solía responder ella. Se aburren con sus novios, y les apetece probar cosas nuevas, pero en el fondo lo que quieren es un hombre, a ser posible un hombre que las mantenga. No se quitan de la cabeza lo que sus mamas les enseñaron, y, por absurdo que parezca, acaban mirando a las mujeres de la misma forma que nos miran los hombres: como juguetes sexuales. Pueden acostarse con ellas, pero no llegarán a amarlas.
Ella, decía, había sabido siempre, desde muy pequeña, que deseaba estar con una mujer. Nunca, nunca en la vida, habría dejado que un hombre la besara. A mí me resultaba un poco extraña esa compacta armadura de certeza sin fisuras, que no filtraba hacia el interior de Cat ni la sombra de una duda; una convicción más sorprendente, si cabe, en una mujer tan hermosa, que inevitablemente habría atraído a muchos hombres a su alrededor. No, me confirmaba ella cuando exponía mis reservas, nunca. Nunca he deseado a un hombre. Y no creas, no lo afirmo con orgullo. Al contrario, soy consciente de que se trata de una limitación; es más, cuando era más joven llegué a considerarlo como una especie de maleficio que alguien había conjurado sobre mí, porque tuve algún que otro pretendiente bastante forrado que me podía haber solucionado la vida y cuyos requerimientos no podía escuchar sin experimentar un íntimo estremecimiento de repulsión. Y cuando alguna de mis amantes me contaba que se había acostado con hombres me sentía sacudida en mi interior por una rabia furiosísima cuyo origen no podía determinar claramente, porque a veces no tenía muy claro si se trataba de celos o de envidia. Definitivamente, repetía, no me gusta acostarme con mujeres bisexuales.
Cat había tenido muchas amigas, muchas, y acababa salpicando cualquier conversación que mantuviera, respecto al tema que fuera -gastronomía, moda, jardinería, música tecno- con una referencia a alguna de ellas: by the way, I once had a girlfriend that… Una vez tuve una novia que era somelier, o modelo, o especialista en el cultivo de rosas, o camarera en un club acid de Londres. Ninguna de ellas tenía nombre, y, evocadas por la palabra de Cat, constituían meras referencias a un pasado borroso y errante del que yo nunca supe demasiado ni quise saber, a aquellos seis años transcurridos desde su llegada a Edimburgo hasta que se cruzó conmigo, una epopeya de drogas y amantes cuyo itinerario exacto sólo Cat conocía, o quizá ni siquiera Cat conocía.
Pero existía una presencia remanente de aquellos días que tenía nombre y apellido, e incluso entidad física: Katriona Mac Cabe, una rubia grandota de inmensos ojos azules y boquita de piñón, como una versión humana y femenina del pájaro Piolín, que presentaba un programa en la televisión escocesa, y que antaño fue amante de Cat, como ella misma se empeñaba en recordarme cada vez que la chica aparecía en la pantalla. Katriona Mac Cabe era espectacular y su imponente presencia catódica -aquellas piernas largas y lunares, aquella irreal sensación de poder que transmitía- me hacía sentirme, en comparación, tosca y sin pulir. Algunas veces, cuando no conseguía dormirme, las imaginaba a ambas, enlazadas, confundidas sus pieles blanquísimas, y creo que sentía lo mismo que le dolía a Cat por dentro cuando aquellas chicas le hablaban de sus novios: esa emoción universal, barata y sórdida, de los celos; y saberla un mal de muchos no me consolaba, porque quizá yo no soy tonta.
También Katriona era como Cat: no se acostaba con hombres. En fin, si Cat tenía tan claro el tipo de mujeres monocromas que buscaba, allá ella. No era yo quién para discutir sus ideas o para intentar averiguar las posibles causas de su resentimiento, pero, a pesar de que yo tampoco me había acostado con hombres -más por falta de experiencia que por una profunda convicción sobre mis preferencias-, demasiado a menudo experimentaba la sensación de haber caído en un sitio equivocado. Me hubiera apetecido, por ejemplo, descolgarme de vez en cuando por bares o clubes vulgares, en los que hinchas del Manchester abrazaran a camareritas teñidas de rubio champán, en los que el sida y los triángulos rosas no sobrevolaran todas las conversaciones, y a veces tenía la impresión de que vivíamos automarginadas en nuestro propio gueto, que habíamos renunciado, sin conocerlo, a un intercambio que quizá nos hubiera enriquecido. Nos movíamos en un universo limitado, en nuestra propia constelación de clubes de ambiente, y la gente a la que conocíamos, en general, tampoco había viajado a otras galaxias. Casi no nos relacionábamos con heterosexuales, a excepción, quizá, de Barry, cuyos gustos nunca estuvieron muy claros. Nuestros amigos y amigas hacían todo lo posible para hacerse fácilmente reconocibles: llevaban anillos en los pulgares, tatuajes en los antebrazos, pequeñas chapitas con triángulos rosas y collares con los colores del arco iris. La mayoría llevaba el pelo muy corto, sobre todo ellos, que además se lo teñían o lo remataban con un copete de Tintín. Todos los chicos tenían al menos un disco de Barbra Streisand; y las chicas, uno de K.D. Lang. Cualquier entendido hubiera identificado a cualquiera de ellos, a primera vista, como a un miembro de su minoría. Vivían de acuerdo a sus propias reglas; por ejemplo, cuando una pareja deseaba oficializar su relación lo normal era que se hicieran juntos unos análisis (para descartar la presencia del VIH) y después dejaran en el contestador un mensaje que incluyera sus dos nombres y una referencia clara a su convivencia. Entonces todo el mundo les consideraba un matrimonio.