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El taxi se detiene frente al portal de mi casa. Hasta el día de hoy nunca me había fijado en lo feo que es este edificio sucio, solemne, mal iluminado. El ascensor desvencijado, vestigio de tiempos mejores en los que esta cabina accionada por poleas debía de ser el último grito de la técnica, se ha convertido en una especie de ruleta rusa, y los chirridos que emite al moverse sugieren todo tipo de catástrofes inminentes.

Mi casa sigue igual que la dejé, pero con más polvo acumulado. El salón parece haberse instalado en otro siglo. Paredes enteladas, sillones de nogal tapizados en terciopelo, lámparas de bronce con tulipas de vidrio, un enorme armario de luna modernista. Cuando vivía aquí nunca caí en la cuenta de que estos muebles son auténticas piezas de anticuario. La luz que se filtra a través de los pesados cortinajes de terciopelo hace juegos de sombras en las aristas del mobiliario, y le confiere a la estancia un aspecto más espectral si cabe. Avanzo por el dormitorio arrastrando mi maleta como si se tratara de un cadáver y voy recogiendo, sin darme cuenta, migajas de infancia, desperdigadas por los rincones de mi antigua casa.

Mi dormitorio, lo advierto ahora por primera vez, se pasa también de recargado. Todos los muebles son de nogal macizo, combinado con plafones de raíz. El remate de la cabecera de las camas hace juego con los del tocador y el cuerpo central del armario. Antes, cuando vivía aquí, era incapaz de apreciar la solidez de estos muebles, la pátina de tiempo sobre la madera, su solera, su sonora belleza, su valor. Los admiro ahora, después de haber dormido estos años en un colchón barato de borra, sin muelles, colocado sobre un precario armazón de madera hecho por la propia Cat; pero el hecho de que valore la belleza de los muebles no quiere decir que la habitación me resulte acogedora, en absoluto. La cama está perfectamente hecha, y mi madre ha colocado encima una colcha blanca, limpísima. El aire monacal de la habitación revela que nadie ha dormido aquí desde hace tiempo. Mis libros siguen apilados en las estanterías, pero, por lo demás, se han borrado todos los rastros de mi presencia. Cuando yo vivía aquí había papeles desperdigados sobre la mesa, fotos pinchadas en la pared con chinchetas, pósters decorando los muros; ahora, alguien ha vuelto a pintar de blanco las paredes desnudas, desprovistas de mi impronta, vacías de personalidad y de contenido.

Mi padre está durmiendo, según me informa mi madre, ya tendré ocasión de saludarle a la hora de comer. Lo mejor, opina ella, es que me vaya a dar una ducha y me cambie. Debes de estar agotada después del viaje, cariño. Efectivamente, estoy agotada.

Los lujos de mi casa no dejan de sorprenderme, todas esas maravillas en las que hasta ahora no había reparado. Esta ducha, por ejemplo. El agua se mantiene a temperatura constante, no se enfría de pronto convirtiéndote en un carámbano, ni te escalda sin avisar. El chorro es potente y enérgico, torrentes de agua caen sobre mí. Nada que ver con el hilillo raquítico de la casa de Cat, aquella ducha chapuza que habíamos hecho empalmando un tubo de goma con dos salidas, una especie de estetoscopio, a los grifos de agua caliente y fría, porque en las casas antiguas de Escocia hay bañeras, pero no duchas.

Salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla de rizo americano enorme, mullida, que huele a limpio y a Mimosín. Me enfrento con la sombra borrosa de mi imagen en el espejo empañado. Con el dorso de la muñeca retiro las gotitas de vapor condensadas sobre el cristal y aparezco más nítida, yo misma. Estoy delgada. Flaca, como diría mi madre. Los huesos de las caderas se marcan tanto que no me cuesta lo más mínimo imaginar mi esqueleto. Me tapo los pechos con las manos y cruzo una pierna por delante de la otra. Me alegro al comprobar que mi cuerpo bien podría ser el de un adolescente, uno de los modelos de Calvin Klein.

Recuerdo una noche en Edimburgo, en la pista de Cream. Bailando entre las sombras oscilantes de los cuerpos que bailaban conmigo y me rodeaban, me di de bruces con una aparición, descubierta de improviso por la luz de un foco que cayó sobre ella. Una chica delgada, muy delgada, que balanceaba la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música. La melena corta le caía como una cortina dorada sobre los ojos. Llevaba una camiseta muy ceñida que dejaba al descubierto su ombligo perforado, el epicentro marcado de un vientre liso como una tabla de lavar, y que llevaba impresa una leyenda sobre su pecho nivelado: Monogamy is unnatural. Aquella chica había conseguido, de alguna manera milagrosa, congelar en su cuerpo ese momento inaprensible en el que la infancia confluye con la adolescencia; y se mantenía en un presente inmóvil, en un territorio propio, ajeno al lento fluir de los minutos y al inevitable deterioro que éstos traerían consigo. Me pareció la visión más erótica que había visto en la vida. Ahora me miro en el espejo y me doy cuenta de lo mucho que aquella desconocida y yo nos parecemos, eternas adolescentes, cuerpos andróginos, permiso de residencia en el país de Nunca Jamás, visado sin fecha de caducidad.

No sé si me quedaré así para siempre, pero sí recuerdo que hubo un tiempo, en mi primera adolescencia, en que me sometí a una prueba de hambre voluntaria, en aquella época en la que apenas comía. Frente a la comida sentía una náusea maligna, plena del placer del rechazo. Mis costillas eran ganchos, mi columna una cuchilla y mi hambre una coraza, la única con la que contaba frente a las frivolidades que se me adherirían al cuerpo como garrapatas en el instante en que diera un mal paso hacia el mundo de las mujeres. El ayuno constituía una prolongada resistencia al cambio, el único medio que yo imaginaba para mantener la dignidad que tenía de niña y que perdería como mujer. No quería ser mujer. Elegía no limitar mis decisiones futuras a las cosas pequeñas, y no dejar que otros decidieran por mí en las importantes. Elegía no pertenecer a un batallón de resignadas ciudadanas de segunda clase. Elegía no ser como mi madre. Este cuerpo enflaquecido que tengo frente a mí es el resultado de una decisión consciente, de una absurda prueba de fuerza.

Apenas me da tiempo a vestirme cuando mi madre me avisa de que la comida está preparada. Y en el comedor me encuentro, por fin, con mi padre, que se acerca a saludarme arrastrando los pies sobre la alfombra. Su aspecto me impresiona. Parece haber envejecido veinte años desde la última vez que le vi. Ha adelgazado exageradamente, el cabello blanco le ralea en las sienes y una infinidad de pequeñas arrugas le surcan la frente. Parece un cuadro de Munch. Casi no reconozco al que fuera en su día un galán maduro, un sesentón de buen ver. De su antiguo atractivo sólo conserva los ojos de un azul inmaculado que todavía brillan con luz propia. Intercambiamos un abrazo escueto y contenido antes de sentarnos a la mesa. Me pregunta cómo estoy y percibo un cambio en su voz, en la que ya no quedan notas graves, y en la que los registros parecen limitados a una delicada ronquera, un sonido monótono y laringítico.

Y la comida transcurre entre preguntas tópicas que se suceden -¿he tenido buen viaje?, ¿estoy cansada?, ¿he pensado qué voy a hacer ahora que ya me he licenciado?- mientras la luz del mediodía, que se filtra a través de las persianas bajadas para evitar el calor, proyecta extrañas sombras en las paredes. El peso de los recuerdos que flotan por la casa amenaza con aplastarme contra la mesa. Y no sé si me siento muy feliz de haber vuelto.

Mi novia, la chica que me espera en Edimburgo (pronúnciese Edimborah), es una joya, un corazón de oro, un diamante en bruto. Eso opinan al menos todos los que la conocen.

Nació y creció en una granja cercana a Stirling, una pequeña localidad escocesa donde el agua se helaba en los jarrones, y que luego se haría tristemente famosa cuando un loco furioso se presentó en la escuela, la misma escuela en la que Caitlin había aprendido a leer, y se llevó por delante a tiros a casi veinte niños. Si conocieras Stirling, no te extrañaría nada, me decía Cat. Aquello es un infierno. Cualquiera se vuelve loco viviendo allí.

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