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Comparado con la dulzura envolvente y felina de Cat, Ralph resultaba una catástrofe natural, como un tornado imparable que a su paso arrasaba casas y devastaba maizales, como un torrente desbordado, como una tormenta de granizo. ¿De qué hubiera servido oponer resistencia? Me sujetó las manos tras la espalda con una de las suyas y me arrastró contra las estanterías. Comenzó a recorrer a lametazos el camino que descendía desde mi oreja izquierda al pecho, demorándose tranquilo por mi cuello mientras me desabrochaba el pantalón con la mano que le quedaba libre. Cuando éste cayó al suelo me bajó las bragas de un tirón y me separó las piernas. Se ensalivó el dedo índice y comenzó a masajearme el clítoris arriba y abajo. Sentí cómo se hinchaba.

La percepción de su deseo activó el mío, como la proximidad de un fósforo encendido prende a otro. Mi cuerpo respondía, era evidente, así que debía de ser que yo también le deseaba. Una parte de mí le había deseado durante mucho tiempo, una corriente subterránea de deseo que yo misma había negado albergar. Sexo es sexo, pensé. No va a haber mucha diferencia, no tengas miedo. Millones de personas hacen esto a diario. No va a hacerte daño. Déjate llevar. Go with the flow.

– ¿No deberíamos ir a la cama? -articulé en un susurro heroico.

Caímos en la cama entrelazados y nos despojamos mutuamente de la ropa a tirones impacientes. Desnudo, su cuerpo compacto resultaba imponente hasta la intimidación. Todo en él era grandioso, casi monumental en su anatomía: el torso, los muslos, los antebrazos, el cuello, y su miembro, por supuesto. Cincelados en piedra, trabajados. Se colocó sobre mí apoyándose sobre los brazos, como si hiciera flexiones en una clase de gimnasia. Entró sin hacer daño, entró sin hacer ruido. Me sorprendió lo fácil que estaba resultando. No hay que temer aquello de lo que nada se sabe. Ni al sexo, ni al amor ni a la muerte. Me adapté a su ritmo. Era simple. Realmente, no se diferenciaba mucho de una clase de gimnasia. Él hacía flexiones y yo puentes. Arriba, abajo, arriba, abajo. Cierra los ojos, no pienses con quién lo estás haciendo, flotando en un mar de sensaciones cuyas olas se hacen más inmensas por segundos, y de repente los diques se rompen, todo el agua se desborda. Después yacer el uno al lado del otro, exhaustos pero no ahítos, perlados de sudor, el silencio punteado por nuestros jadeos agitados. Intentar recuperar el aire, boqueando como una lubina recién pescada.

Lo hicimos tres veces seguidas. Y lo hubiéramos hecho más si yo no hubiese mirado el reloj y caído en la cuenta de que Cat debía de estar a punto de llegar a casa.

Me despedí dejándole en los labios un beso apresurado, de mariposa arrepentida, que le di de puntillas en la puerta de su casa. No quise decirle que había sido mi primera vez. Él no reparó en ello. No hubo dolor ni sangre para que él los advirtiera. De jovencita me habían prevenido tanto contra este momento que yo imaginé durante mucho tiempo que tras el primer encuentro amoroso una debía guardar cama durante semanas para curar su herida, y me veía a mí misma en el hospital, con un ramo de rosas rojas, muy rojas, reposando en la mesilla de noche. Pero las monjas y mi madre me habían mentido: hay virginidades cuya pérdida no se hace notar. Y si él advirtió algo, nada dijo. De todas formas, yo no era virgen. Sólo técnicamente se me podía considerar así.

A la mañana siguiente me levanté con su perfume en mi piel. Me pasé el día obsesionada, olisqueándome la piel con curiosidad canina, intentado mantenerlo vivo, captarlo para siempre en el olfato, enterrarlo en la pituitaria, porque sabía que al cabo de un rato su olor abandonaría mi piel y después sería imposible recordarlo de manera exacta. Sabría que olía a cedro y a naranjo, y eso sería todo, ya no sentiría aquel cosquilleo familiar en la nariz. De ese modo, a pesar de sentirme agotada aquella mañana, me conservaba de un excelente humor, inusitado en mí, el humor que Ralph me transmitió, el humor que se me pegó de su piel junto con su perfume, y cruzaba los pasillos de mi casa, o debería decir, de la casa de Cat, casi de puntillas, como si en realidad anduviera por encima del suelo, de lo feliz que me sentía. No sabía cuánto duraría, cuánto tardaría en evaporarse, cómo lo recordaría al cabo de una semana, pero en aquel momento la sensación era tan viva que sólo con cerrar los ojos volvía a ver a Ralph, como una fotografía.

Cat me había dicho que ella sabía si una mujer había estado con un hombre porque una mujer a la que un hombre había penetrado se ensanchaba. Aproveché que la rutina de nuestra convivencia había distanciado bastante nuestros encuentros para esperar unos días hasta estar con ella. Me sentí mentirosa, pese a que no mentía; sólo ocultaba la verdad, que no es lo mismo. No quería perderla. Puede que me acostara con otro, que echase en falta muchas cosas, pero no quería perderla.

La conexión con Ralph fue algo inesperado. Había cerrado la puerta de mi casa, pero supongo que, deseando algo sin saberlo, me olvidé de cerrar las ventanas, y ellas esperaban, sin fe, que Ralph entrara.

En el hotel me despertó la insidiosa luz de la mañana que, filtrándose por la rendija que separaba las cortinas, se difundía por la habitación. Emergí lentamente de un sueño que no recordaba, pero que había dejado una vaga huella en mi memoria. Algo así como si acabara de atravesar un corredor de dolor, largo, estrecho y ciego, sin puertas ni ventanas, un recorrido que me había dejado la cabeza pesada, embotada de sueños destruidos, de trozos de recuerdos estrellados. A mi lado, Mónica dormía plácidamente. La abracé intentando concentrarme en su respiración rítmica y regular y aspiré su olor, una mezcla de sudor, feromonas y perfume caro, de una dulzura densa y penetrante, que había aprendido a reconocer como familiar. Mónica suspiró en sueños y se desasió ligeramente de mi abrazo. De pronto sentí el peso de un brazo tibio que se desplomaba sobre mí como un tronco caído. Era Coco. Su mano fue bajando y se detuvo en mi pecho. Comenzó a acariciarme uno de los pezones. Me desasí e intenté incorporarme. Visto y no visto, él colocó sus manazas sobre cada uno de mis hombros y me empujó hacia atrás, contra la almohada. Su cara descendió oscuramente sobre la mía, sentí su aliento agrio como una bofetada y unas gotas de saliva me golpearon los labios. Comencé a debatirme y a morder. Se abalanzó sobre mí y me inmovilizó con las piernas. No creí que fuese en serio y, en voz baja, para no despertar a Mónica, le dije que parara, que no me apetecía, que no le veía la gracia al jueguecito. Noté su verga hinchada frotándoseme contra la ingle. Entonces fue cuando me puse a gritar.

– ¿SE PUEDE SABER QUÉ COÑO HACES?

Instantáneas que se suceden a toda velocidad, como en un vídeo que se rebobina: Mónica se despierta, se despereza, se frota los ojos con los nudillos. El aliento rancio de Coco, y la visión se oscurece. Pataleo, le golpeo con los puños. Quiero que Mónica reaccione, que me ayude, y los segundos se eternizan. Su cuerpo sobre el mío. Fundido en negro. Luego Coco retrocede, se aparta y se tumba a mi lado.

– Joder, Bea; eres una histérica.

– Y tú un macarra.

– Y tú una pija, no te jode.

No dijimos más. Un silencio tenso sucedió a toda aquella algarabía. Coco se incorporó y se dirigió a la nevera. Sacó una botellita de güisqui, desenroscó el tapón y se la bebió prácticamente de un trago.

– Di que sí, Coco; tú bebe más todavía, que es lo que te hace falta -dijo Mónica-. A ver si se te ocurren unas cuantas tonterías más.

– Métete en tus asuntos, si no te importa -respondió Coco.

– No, si lo que es por mí… como si te la machacas -replicó tranquilamente Mónica-. Pero, como comprenderás, no es que me entusiasme precisamente que me despierten a gritos en mitad de la noche.

– La histérica de tu amiga… -dijo él.

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