– Tú no eres de aquí, ¿verdad? -me preguntó.
– No.
– Me estaba preguntando, mientras te miraba, de dónde podrías venir…
– Adivina.
– No sé… ¿El cielo?
Una semana después, ella partía a Londres a pasar las Navidades con unos amigos. Yo iba a pasarlas en Francia. Prometimos que nos enviaríamos postales. Mi padre debía viajar a París por cuestiones de negocios y había decidido aprovechar la ocasión para llevar a mi madre y organizar allí una reunión a tres. Navidades en familia, supongo. Nadie sugirió en ningún momento que nos viéramos en Madrid. Razones obvias y sobreentendidas: no íbamos a discutir en territorio neutral. Llevaba meses sin ver a los autores de mis días y los encontré viejos y cansados, aplastados por el peso de los años y los recuerdos. En apenas un año, mi padre había dejado de ser un maduro seductor de sienes plateadas para convertirse en un venerable viejecito de cabeza nevada, mientras que mi madre había rebasado la categoría de señora elegante y estaba a un paso de asumir la de (dama digna. El antiguo repicar nervioso de sus tacones había dejado paso a una grave sucesión de pisadas arrastradas.
Cenamos platos de nombres impronunciables en un restaurante muy elegante de la rue Maréchal Font, sitiados por un ejército de cubiertos y copas de distintos tamaños. No teníamos nada que decirnos, y al cabo de media hora los tópicos se habían agotado. De aquella cena sólo recuerdo el tintineo de los cubiertos sobre la loza y las lágrimas asomando en los ojos de mi madre. Las velas arrancaban destellos de luz blanca a su melena francesa y aquella aureola rubia me hizo pensar en Cat. Flotó en aquel momento sobre mí el agobiante peso de los afectos exigentes. En la vida de cualquier persona se suceden casi siempre dos tragedias muy serias que ya he vivido: la falta de amor o el exceso de amor.
Durante aquellos tres días acompañé a mi madre de compras por tiendas exquisitas en las que no creo que jamás hubiese puesto un pie caso de haber viajado allí sola, y dejé que me obsequiara con un jersey azul, cuyo precio equivalía a un mes de alquiler de mi habitación, y que yo sabía que nunca iba a ponerme. Cada tarde mi padre, invulnerable a los promisorios cantos de las boutiques y los almacenes, nos esperaba en el hotel, leyendo periódicos en varios idiomas.
No me apetecía enviarle a Cat una postal con una vista de la torre Eiffel, el Sena o Notre Dame. Antes o después siempre aparece en el buzón de cada uno una postal enviada desde París por un amigo, un amante o un simple conocido, y no quería que la mía se pareciera a ninguna de las que Cat habría recibido o recibiría desde París en toda su vida. El último día de mi estancia allí me detuve, de camino al hotel, en una tienda de cómics mugrienta y diminuta que se parecía demasiado a Metrópolis, la tienda favorita de Mónica. Cat recibiría una tarjeta de la nave Enterprise que me costó ocho francos. Cuando volví a Edimburgo encontré en mi buzón la tarjeta que Cat me había prometido: un retrato del doctor Spock. Supe entonces que estábamos condenadas a que nuestra historia prosperara.
Unos quince días después de conocerla hice un descubrimiento casi aterrador. Estaba sola en casa de Cat, me había quedado dormida en la cama después de una tarde que habíamos apurado haciendo el amor, y cuando abrí los ojos, con el cuerpo tembloroso de frío, descubrí que Cat se había marchado al restaurante. Una nota sobre la mesilla explicaba por qué, al verme dormir tan plácidamente, no había tenido el valor de despertarme. Ya había caído la noche y la oscuridad había engullido los perfiles de las casas. Abrí los armarios de Cat buscando un jersey con el que cubrir mis huesos ateridos y descubrí tres cajones allí dentro. El primero contenía ropa interior y calcetines; el segundo, jerseys; papeles el tercero. Entre los jerseys encontré un sobre cuya blancura indicaba su reciente llegada al cajón. No pude resistir la curiosidad: lo abrí y me encontré conmigo.
Eran fotos tomadas, al parecer, desde un coche. El tipo de fotos que un detective enseña a su cliente, esas fotos que alguien toma sin que el retratado se aperciba. Alguien que roba tu imagen en silencio, como podría robarte la cartera. Se me veía saliendo de la residencia, esperando en la parada del autobús, subiendo a éste cuando llegaba, bajando frente a la universidad, atravesando a zancadas el parque del campus, apenas un esbozo borroso de mi propia persona manchando de negro el verde de la hierba.
No dije nada. Nunca dije nada, ni entonces ni más tarde. No pregunté, no exigí explicaciones. No quise saber si ella estaba obsesionada conmigo, si quería mis fotos para intentar conjurar a alguna deidad del amor con mi imagen, o si esperaba conocer la presencia de un rival. Callé porque temía un enfrentamiento directo, una confrontación, o quizá lo hice porque no quería saber de la magnitud exacta de su devoción por mí. No dije nada, y dos semanas después me fui a vivir con Cat, sabedora desde entonces de que me querría más que yo a ella.
Les expliqué a mis padres que compartir un apartamento resultaba una solución más barata y céntrica que la residencia, lo que era verdad. No pusieron pegas.
Si yo hubiera llegado a Cat de otra manera, como una hoja en blanco, como un lienzo por pintar, si no arrastrase tras de mí casi veinte años repletos de borrones y tachaduras, quizá lo nuestro hubiese funcionado. Si hubiera caminado hasta ella con los ojos vendados desde el punto de partida ella habría podido abrirme los labios y cerrar mis heridas. Pero Mónica ya había dejado de ser una herida, se había convertido en una cicatriz, y por tanto, imborrable, no podía deshacerme de ella. He pasado muchas tardes de estos tres años resguardada del frío en el seno de angora de mi novia que, enroscada junto a mí frente a la chimenea, suspiraba y se desperezaba cerca del fuego, holgazana como la gata que era; y no conseguí nunca disfrutarlas del todo, porque me resultaba inevitable establecer una comparación entre la tranquilidad de Cat y la efervescencia de Mónica, la dulzura de la primera y el arrojo de la segunda, la receptividad de la una y el empuje de la otra.
Y es que del amor, como de la vida, siempre se espera más y nunca se está satisfecho. Y mi contento se limita a momentos puntuales, probablemente amplificados en la memoria, y casi siempre, en el recuerdo, transcurridos a oscuras. Avanzarán los días y yo seguiré hundiéndome poco a poco en esta ansia de infinito, en esta inapagable sed de absoluto en la que nada es suficiente. Si por mí fuera, me pasaría el día haciendo el amor, y no sólo porque me guste sino porque es entonces cuando parece que las cosas llegan al límite; cuando, aunque sólo sea por tres segundos, huyo, salgo de mí, me hincho de luz y me aclaro, feliz y sin memoria, prendida en labios inventores de espléndidos engaños. Y entonces me digo que sí, que tiene sentido seguir adelante, a pesar de esta certeza de estar siempre sola.
Durante los últimos tres años le he escrito varias cartas a Mónica. Nunca hubo respuesta. No sé siquiera si las habrá recibido. Mi madre me explicó por teléfono que nuestras familias habían roto relaciones, por lo que no podía ayudarme a contactarla. Y aunque hubiese podido, no lo habría hecho, recalcó. Intenté llamar a casa de Mónica, pero no contestaban nunca. En información telefónica me comunicaron que el titular de la línea había solicitado un cambio de número, y que por indicación expresa del propio abonado, no estaban autorizados a facilitarme el nuevo.
Hace una semana supe que había acabado la carrera con notas excelentes. Ante mi familia, no me quedaba excusa para justificar mi estancia en Edimburgo. Siendo española, ¿por qué me iba a quedar en Escocia? Aunque podía hacerlo. No sería difícil. Podía buscar trabajo o podía continuar en la Universidad, agotando el ciclo de doctorado. Pero era evidente que, si decidía quedarme, era por Cat. Sólo por Cat.