Avanzó hacia el sillón con pasos de autómata, se sentó a mi lado, agarró el mando a distancia y lo enchufó hacia el televisor pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo, tecnología japonesa, lo mejor del mercado.
– Soma, necesito soma -murmuró Mónica para sí.
Mónica apretaba el botón «programa» del mando de manera mecánica, y fue repasando uno por uno los cuarenta y tantos canales que la antena parabólica permitía recibir. Una Barbie de culebrón que abrazaba apasionada al Ken de turno apoyada sobre la mesa de juntas de una oficina; un chaval pelirrojo con orejas de soplillo que intentaba adivinar el precio exacto de una nevera; una presentadora jurásica -tailleur de falso Chanel, acumulación de bisutería y liftings- que ofrecía un café en el estudio a una estarlete que se llevaba a los ojos la punta del pañuelo para secarse una supuesta lágrima; unos chiquillos negros, huesudos y barrigones, que acababan de llegar a un campo de refugiados; unas gigantas de curvas esculturales que desfilaban por una pasarela dirigiendo miradas de profundo desprecio al público que las aplaudía embobado; un locutor que se enfrentaba con la cámara desde su mesa de la redacción de informativos, con expresión de que el nudo de la corbata le estuviese ahogando; un coche rojo enorme que se deslizaba silencioso por una carretera desierta y llena de curvas; un megamonstruo japonés que lanzaba un proyectil de fuego contra otro megamonstruo japonés sobre las ruinas de una ciudad de dibujos animados; una manija llorosa que imploraba a su marido que volviera; una rubia despampanante que cantaba en playback; un alienígena vestido en skyjama que tripulaba los mandos de una nave espacial; un combate de boxeo; otro informativo; otro culebrón; otro reality show; otra telecomedia; otro anuncio de coches; la misma actriz que aparecía varias veces hablando inglés, francés o alemán; el mismo concurso que conocía versiones diferentes en diferentes países.
Al final, Mónica se decidió por la MTV. En la pantalla, niños británicos deprimidos que reclamaban a gritos un buen peluquero berreaban canciones de desamor y nostalgia mientras masturbaban con desgana sus guitarras. Mónica dejó descansar el mando sobre la mesa de Ricardo Chiara y me sonrió.
– El mundo es enorme -dijo-; mira todas las cosas que caben en él. Y sin embargo la Tierra, dentro del Universo, no significa nada. Un puntito microscópico absorbido por una inmensidad de miles de años luz. Comparada con la edad del Universo, la Tierra no tiene siquiera un nanosegundo de existencia, y no parece que vaya a durar otro nanosegundo más…
Coco entraba en ese momento en el salón, con expresión plácida. Se sentó en el sillón al lado de nosotras dos.
– Hostia tú, Primal Scream -dijo, señalando a la macropantalla, e interrumpiendo el discurso de Mónica.
– ¿Pero todavía existen?
– Joder, cómo mola esta tele -exclamó él, ignorando la pregunta de Mónica-. Parece que estemos en el cine. Tía, si esta casa fuera mía, en la puta vida salía a la calle.
– Pues no es tuya, ni mía tampoco, por cierto, que es de la Charo. Y cuando vuelva la Charo te vas a tener que largar por donde has venido, así que no te acostumbres -dijo Mónica.
Durante un rato nadie dijo nada más. La música se extendía por el salón e iba borrando nuestros pensamientos. Poco a poco yo había ido adquiriendo una postura tensa, sentada en el borde mismo del sillón, la espalda en un ángulo perfectamente recto con respecto a mis piernas y las manos reposando sobre las rodillas. Coco dirigió una mirada a Mónica como buscando su aprobación. Acto seguido sacó una caja de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros, encendió uno y se dispuso a romper el silencio.
– Bea, Mónica y yo necesitamos que nos hagas un favor.
– ¿Qué tipo de favor? -pregunté, suspicaz.
– Nada del otro mundo. Queremos que lleves un paquete a un sitio; eso es todo -dijo Mónica.
– ¿Y por qué no lo lleváis vosotros?
– Porque hay que llevarlo a La Moraleja. ¿Tú te imaginas a Coco en la Moraleja? -me respondió Mónica.
– No, pero a ti te imagino perfectamente -dije. Aquí intervino Coco con aire enfadado.
– ¿Se puede saber por qué no me ves en La Moraleja?
– Mira, si no quieres ir, dices que no y punto -prosiguió Mónica, totalmente ajena a la interrupción de Coco, con lo cual daba a entender que era tan evidente que Coco desentonaba en La Moraleja que ni siquiera merecía la pena discutirlo-, pero quede claro que nos hace falta que vayas. Estamos sin un puto duro. Situación de emergencia.
– No sé… Paso de meterme en trapicheos raros -argüí, vacilante.
En el fondo no me parecía nada arriesgado llevar un paquete a ninguna parte. Barruntaba que iba a llevarle drogas a cualquier pijo de La Moraleja lo suficientemente forrado como para poderse permitir entregas a domicilio. Estaba segura de que no se trataba de un asunto muy serio. Que Coco trapicheaba, era evidente, como también era evidente que no era más que un camello de medio pelo. Además, iba a La Moraleja. En La Moraleja no hay policías; sólo guardias de seguridad entrenados para proteger propiedades, no para inmiscuirse en la vida privada de sus habitantes.
– Bea, corazón, me conoces desde hace diez años. ¿Tú crees que yo te diría que hicieses algo si fuese mínimamente peligroso? Te prometo que no corres el menor riesgo. Venga, Betty, por favor. -Mónica puso voz melosa-. Hazlo por mí.
– Está bien. -Qué coño, tampoco me estaba pidiendo que me tirase por un precipicio-. Pero que quede claro que lo hago esta vez y sólo esta vez. Y otra cosa: no sé qué voy a entregar y no quiero saberlo. ¿Me oyes? Prefiero no saberlo.
Llegar hasta La Moraleja resultaba toda una excursión. Había que ir primero a Plaza de Castilla en metro y desde allí coger un autobús que se tiraba su buena media hora para salir de la ciudad. Conté cinco paradas desde la plaza de Castilla antes de bajar. Al abandonar aquel vehículo con aire acondicionado, el calor me golpeó en la cara como un insulto. Las calles calientes reverberaban al sol y el polvo seco sofocaba la garganta. Afortunadamente, Coco me había dado unas instrucciones detalladísimas sobre cómo llegar a Los Tilos -el nombre del chalet que debía visitar-, y conseguí encontrarlo justo cuando me parecía que estaba a punto de desmayarme. El nombre Los Tilos estaba escrito con azulejos de cerámica sobre una valla de más de dos metros de altura que impedía ver el interior de la propiedad. Llamé al timbre y el piloto de una cámara se encendió. Quienquiera que me observara decidió que podía entrar, porque a los pocos segundos se oyó un clic que indicaba que la cerradura de la puerta metálica había sido desactivada.
Los muros de ladrillo blanco que protegían la casa estaban revestidos en su cara interna con celosías de madera. A la sombra de un gran cedro resaltaba el color de un banco de petunias y alhelíes; mientras que al fondo, y formando líneas rectas, setos de boj crecían entre los grandes árboles. Reparé en que allí había cedros y encinas, pero ni un solo tilo, y me pregunté a santo de qué vendría el nombre; quizá, se me ocurrió, los habitantes de la casa no supieran qué era un tilo. Atravesé un sendero de azulejos que cruzaba el jardín, y al llegar a la puerta pulsé el timbre, provocando un estrépito de campanillas que destrozó en pedazos el silencio de la tarde. Al minuto salió a abrirme una criada de las que ya no quedan, con uniforme negro, cofia y delantal.
– Vengo a ver a Jaime -anuncié con un hilillo de voz.
La anacrónica criada me hizo pasar y me rogó que esperara en un salón enorme, presidido por una chimenea de piedra caliza que hubiese sido la envidia de Charo, y a cuyo lado una pequeña hornacina albergaba la cesta de la leña. El suelo era magnífico, nada de parquet cutrelux: auténtica madera de roble americano. Me senté en un sillón de cuero antiguo, desde el que se apreciaba perfectamente la escalera del fondo, realizada mitad en piedra caliza, mitad en madera, y por la que descendió un chico que llevaba el pelo corto y engominado y vestía una camisa almidonadísima de rayas rosas y blancas, unos vaqueros y unos mocasines de piel. Le calculé unos veinte años, aunque su aspecto repulido le hiciera parecer algo más mayor. Me tendió la mano. El sillón de cuero estaba tan mullido que me resultó difícil levantarme.