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– Es preciosa -asintió comiendo la tortilla-, pero tiene un defecto… un padre enorme y ruidoso. Se divorció y se volvió a casar. No me importarían sus ruidos si a veces fueran algo más, pero no. Sólo ruido, ruido, ruido…

– Hala -rió, defíneme ese ruido.

– Verás… hola chico, qué tal, palmaditas a la espalda, bien venido, Jared, majo.

– ¿Cómo puede tener un padre así?

– Ella no es así en absoluto.

– ¿No? ¿Cómo es?

– Bastante alta, pero no mucho. Callada. Creo que es testaruda, o quizá sólo pertinaz. O puede que sólo sea callada conmigo, porque cree que así es como me gusta que sea.

– ¿Por qué no le animas para que se muestre tal cual es?

– Pues verás, como te decía, no sé cómo es. ¿Te he dicho alguna vez que me encantan tus manos?

– No. ¿Qué te ha hecho pensar en ellas en este instante?

– Las miraba… eso. Son manos que hablan.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó mirándose las manos despojadas de sortijas.

– Me dicen cómo eres.

Resistió el impulso de preguntarle cómo era. Y en su lugar se apretó la corona de espinas en la cabeza.

– Si tan bien conoces las manos, ¿cómo es que no puedes saber cómo es tu chica?

– ¡Oh, sus manos! -Soltó una breve risa y volvió a ponerse serio-. Preferiría que no le llamaras mi chica. Es… bueno, por lo menos no es eso.

– ¿Peros?

– No sé. Es un problema.

– ¿Ella?

– No, yo. Quizá no debería casarme. Estoy demasiado metido en el trabajo que he elegido. Incluso ahora, sentado frente a ti en esta gloriosa mañana, con todo un glorioso día por delante, estoy pensando en algo que estoy tratando de hacer… de crear, quiero decir. Es una mano artificial, un gran paso adelante sobre cualquier cosa ya existente. Quizá miraba tus manos sin darme cuenta de lo que hacía. Un hombre como yo… siempre anda pensando en su trabajo. Está en mí, el inventar, el hacer planes. Lo de la mano, por ejemplo… -extendió la suya, delgada y bien formada-. Lo más triste de quien pierde una mano es que con ella pierde el poder de sentir. Una mano no es sólo un utensilio, es el órgano del tacto. Es el ojo del ciego, la lengua de quien no puede hablar. Estoy trabajando en una mano artificial tan articulada que es casi capaz de sentir. Los cirujanos dicen a los amputados que las manos artificiales funcionan, pero no pueden sentir nada. Pues bien, yo estoy a punto de construir una que siente… por lo menos formas y puede que textura. Tendrá dedos sensitivos, en vez de un gancho o una garra. Piensa en acariciar la mejilla de una mujer con un garfio, una garra metálica… ¡o en no poder volver a sentir jamás la mejilla de una mujer!

Edith asintió:

– Tú eres un artista. Pero mi padre solía decir que todos los científicos son artistas. La cosa es que tú piensas como artista y comprendo que quieres que tu creación sea una obra de arte.

Jared dejó los cubiertos y llamó al camarero.

– Más café, por favor, y la cuenta. ¡Eres muy intuitiva, Edith! Lo que yo deseo es ver algo que sólo entreveo a medias, al igual que un músico va poco a poco creando una sinfonía. No tiene idea de cómo lo hará, pero avanza a trompicones, inventando paso a paso. Y así soy yo. Es sólo el artista el que convierte al ser humano en creador. Sin el espíritu de artista, no es sino un mero técnico. ¡Dios, qué entretenido resulta hablarte! ¿No te importa que te llame Edith? Es un nombre precioso y te va muy bien.

– Si te gusta, úsalo.

– Y tú llámame Jared, por supuesto.

– Sí, gracias.

– Se me debió de ocurrir antes, pero nos hemos sentido compenetrados incluso sin nombres. Muchas veces me admira sentirme tan próximo a ti… jamás he sentido antes algo así, con nadie. Pero en cuanto te vi… ¿recuerdas aquella noche de nieve? Me abriste la puerta de tu casa de Vermont y me quedé sorprendido porque hallé alguien a quien había andado buscando, aún sin tener conciencia de buscar a nadie. En aquel instante supe que de algún modo… no sabía cómo ni lo sé todavía… mi vida estaría unida a la tuya para el resto de mis días.

Ella le escuchaba con temor y exaltación pues el hombre hablaba con voz grave, convencido, mirándola directamente a los ojos y ella recibía las palabras con igual seriedad. No eran palabras ligeras de un joven frívolo a una mujer mayor. No era de esa clase de jóvenes. A ratos podía y sabía ser ligero, lleno de humor, pero también profundamente serio, Edith ya se había dado cuenta de ello, y hasta abrumado a veces por la misma magnitud de su talento. Edith jamás había conocido a nadie con tanto talento y ella era lo bastante inteligente para comprender bien el efecto abrumador de serlo demasiado. Había llegado a sospechar que su propia soledad a lo largo de los años le venía de saber que ninguno de sus hijos había heredado la brillantez del abuelo. Acostumbrada como había estado a su especial cariño a lo largo de su infancia y juventud, a veces le parecía que por comparación Arnold y los hijos que de él había tenido habían sido poco interesantes, y por ello sentía cierto remordimiento. Y había tratado de aplacar dicho sentimiento de culpabilidad prestando una atención meticulosa a lo que consideraba su deber. Pero ya no había necesidad de pensar en deberes y en la delicia de esta nueva relación, volvía a recobrar parte de la alegría de su juventud. Conceptos, ideas, palabras que sólo había empleado con su padre volvían a brotarle del almacén de su memoria, esperando a ser pronunciadas cuando fuera necesario.

A lo largo de la soleada mañana sus pensamientos iban y venían por su mente, pero no los puso en palabras. Lo cierto es que iban recorriendo millas sin hablar. Jared conducía como un experto, pero se hallaba en algún espacio distante y ella, reconociendo la ausencia, ya que su padre solía abstraerse del mismo modo con frecuencia, permanecía relajada y dichosa en el silencio. El paisaje era suave, sin nieve, las redondas colinas y valles casi llanos aún conservaban manchas verdes, las gentes resultaban amistosas, sin prisa. Ni siquiera se notaban señales de que fuera Navidad. Tan tranquilo era el día que la quietud fue envolviéndola en su interior, hasta llegar a preguntarse si habría soñado la pasión de la noche anterior.

– …No comprendo la naturaleza del amor -dijo él.

Edith jamás había gozado de un día de Navidad como aquél. A mediodía se detuvieron en una población, casi un pueblo cuyo nombre les era desconocido y almorzaron en el único restaurante abierto. El propietario era un anciano sin familia, según les dijo, de lo contrario hubiera estado celebrando el día en su casa.

– Hace diez años que enterré a mi mujer -les dijo animado.

Concluida la comida pasearon por la playa y Jared, después de haber estado de lo más animado y humorista, se había puesto serio de pronto y declarado que no comprendía la naturaleza del amor. Ella estaba recostada contra el tronco retorcido y gastado por el tiempo de un pino muerto y esperaba más palabras. Ella a su lado, miraba el mar. El día era sereno, el mar en calma, pero las primeras ondas de la marea ascendente festoneaban de blanco la orilla. Jared continuó:

– Lo que quiero decir es que no comprendo mi propio estado de ánimo.

Ella esperaba, pues ya había aprendido que aunque él era bien elocuente sobre su trabajo, sus ideas no eran muy claras respecto a sí mismo, no porque fuera tímido, sino porque no estaba habituado a hablar de su persona.

– Por ejemplo -siguió-, cuando estoy contigo me siento extrañamente satisfecho, contento. No sé llamarlo de otra forma, es… eso, contento. Me siento como en mi elemento. Tú no me exiges nada. Me pregunto si te das cuenta de lo poco corriente que es que una mujer no exija nada de un hombre. ¡No tengo que tratar de gustarte!

– ¡Me gustas tal y como eres! -rió ella.

Pero él no le coreó la risa, sino que siguió hablando como antes, casi como si meditara:

– No, nunca me había sentido así con ninguna mujer. Es una sensación como de llegar al hogar, como de no tener secretos entre nosotros.

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