Al cabo de poco tiempo Jared volvió alegre, tranquilo.
– Tenemos habitaciones contiguas. Si necesitas algo puedes llamarme.
…Edith despertó como de costumbre al cabo de cinco horas de sueño. Era su costumbre… cinco horas de sueño profundo, sin sueños y luego un despertar absoluto, con la mente lúcida, consciente. La luna entraba a torrentes por la ventana abierta, el aire era picante y frío. Se arrebujó la ropa por los hombros y respiró profundamente. Del mar llegaba el aroma y la rompiente distante se oía como un susurro. Así sería en su casa del acantilado cuando durmiera allí sola. Pero ahora no estaba sola. Es decir, Jared estaba al otro lado de la puerta cerrada, no con pestillo, sino meramente empujada del todo. De pronto se sintió agudamente consciente de que no estaba cerrada con pestillo, sólo empujada.
– En una posada antigua como ésta no hay teléfono entre las habitaciones -le había dicho Jared-. No echaré el pestillo por sí… por si pasa algo.
No le había contestado. Se había limitado a permanecer inmóvil en el centro de la grande y cuadrada estancia con una cama doble con baldaquino.
– No sabes cómo me disgusta tener que darte las buenas noches -había seguido Jared.
– Ha sido una cena deliciosa. No me había dado cuenta del hambre que tenía.
– Oh, yo siempre soy una bestia hambrienta -y al hablar torció la atractiva boca en una sonrisa.
– Te hará falta para cubrir ese gran esqueleto.
En lugar de contestarle, tras un instante de mirarla con intensidad, le había rodeado con sus brazos besándola en los labios con firmeza.
– Buenas noches, cariño -le dijo y abriendo la puerta de comunicación pasó a su cuarto y la cerró con firmeza.
…Ahora, echada en el gran lecho, pensaba en el beso. El la había besado con sencillez, tomándolo, sin pedirlo y sin comentarlo. De nuevo sintió el joven calor de los labios del hombre en los suyos al recordar el momento. ¿No estaría siendo ridícula? ¿Qué era un beso hoy en día? Las mujeres besaban a los hombres, los hombres besaban a las mujeres, y el sentimiento era sólo de animada amistad. ¡Ah, pero ella no! Ella nunca había sido capaz de besar con facilidad, ni de aceptar besos gustosa. Hasta con Arnold habían parecido… innecesarios. En cuanto a Edwin… sus besos habían sido los de un niño… o un hombre sumamente anciano, tiernos, pero puros. Entonces ¿qué había sido aquel beso, aquel beso que aún sentía en sus labios? Volvió a reprocharse a sí misma. La verdad es que ya nadie le besaba ni ella besaba a nadie. Y el beso permanecía en su recuerdo ahora sólo porque era inusitado.
Y en aquel preciso instante, como para refutar aquel deseo de engañarse, su cuerpo le desafió. Se sintió presa de una ola de anhelo físico como no había sentido en años. No, tenía que ser sincera consigo misma. Jamás había sentido un anhelo semejante, quizá porque siempre había tenido antes la forma de satisfacerlo. Ahora había una puerta por medio, sólo cerrada, no con pestillo. Suponiendo lo imposible, suponiendo que se levantan de la cama extraña, suponiendo que se envolviera en el salto de cama de seda rosa, allí sobre la silla, suponiendo que abriera la puerta con suavidad y entrara en el otro cuarto, aunque sólo fuera para contemplarle mientras dormía. Y si despertaba y la encontraba allí…
No, no podía hacerlo. ¿Y si pudiera estar segura de que no se despertaría? Pero ¿cómo asegurarse? ¿Y si abría los ojos, cómo saber lo que iba a ver en ellos? No le conocía lo bastante. No podía arriesgarse a un posible rechazo. Era demasiado orgullosa. Por supuesto, algunas mujeres dejarían de lado todo orgullo, mujeres que contarían con una respuesta física a cualquier precio, pero ella se conocía bien. No podría huir avergonzada. Si salía avergonzada, ¿con quién contaría luego? Sólo se tenía a sí misma.
Yacía rígida de deseo, no queriendo moverse, negándose a levantarse, rehusando cruzar el piso, rechazando hasta el mismo pensamiento de lo que sería abrir la puerta y verle allí durmiendo. Se lo prohibió a sí misma, hasta que al fin los latidos de su cuerpo disminuyeron y quedó dormida.
…Al despertar por la mañana, el recuerdo de la noche permanecía empero vivo en ella. Permaneció tendida, escuchando. El ya se había levantado. A través de la delgada puerta de madera le oía moverse; al cabo de un rato se levantó, se duchó y se vistió con un traje distinto al del día anterior y la chaqueta de marta cebellina. Quería aparecer bella, realmente hermosa, y consciente de que su físico cambiaba con facilidad hasta parecer casi fea a veces, tuvo gran cuidado con todos los detalles. ¡Y hasta entonces nunca les había prestado importancia! Amelia tenía razón, por mucho que le fastidiara. Aunque no tenía un amante, la misma posibilidad de amar producía nueva vitalidad que surgía del corazón revivido, de la sangre que circulaba más de prisa. La vida valía la pena de ser vivida. La experiencia nocturna había transformado al hombre a sus ojos.
Ahora sabía que podría amarle. Pero no admitiría, ni siquiera a sí misma, en el silencio de su corazón, que ya le amaba. Era demasiado complicada. Aún no le conocía lo bastante bien, tal vez nunca le conociera bien, para la complejidad y la totalidad del verdadero significado del amor, palabra que nunca utilizaba en la forma en que la oía pronunciada a diario, con descuido, referida a múltiples objetos y personas para expresar mero afecto o gran agrado por algo.
No, reconocía el anhelo de la noche anterior como lo que era, un anhelo de compañerismo para su soledad, expresado con más facilidad y sencillez a través de una experiencia física compartida. Estaba contenta de habérselo prohibido a sí misma. Nada le hubiera resultado menos satisfactorio que una experiencia así, expresada prematuramente, de forma que luego la relación entre ambos llegara a un súbito final.
La relación entre ambos… ¿qué era? Se hacía a sí misma la pregunta y la respuesta era otra pregunta. ¿Cuál podría ser la relación, aceptando, como debían, la diferencia de edades? ¡Tenía que crucificarse con aquel factor! Sin embargo, ¿no había sido a su vez más joven que algunos de los hijos de Edwin? Ah, pero se había tratado de un hombre venerable, un filósofo que soñaba con el amor como una nueva filosofía, la sombra de si mismo yaciendo junto a ella, un blanco fantasma en la noche. Y ella le había amado por su hermosura pero con un amor al que no impulsaba el anhelo. Lo había entregado con gozo porque aquel hombre se merecía cualquier regalo que ella pudiera darle, por la única razón de que era digno de ello. Por eso ahora no sentía el menor remordimiento.
Por supuesto que Arnold no lo hubiera entendido nunca ni, creía, tampoco que Jared si llegara a saberlo. A decir verdad, ella tampoco lo entendía. Probablemente su naturaleza humana, no menos egoísta que la de los demás, necesitó el consuelo de la adoración de Edwin. Tal vez hubiera sido sólo aquello, una necesidad poco gloriosa, igual que durante años había aceptado el fiel amor de Arnold como esposo, devolviéndole a su vez todo el amor de esposa de que era capaz pero que, bien le constaba, había sido mucho menor que el de él.
Más tarde, sentada con Jared a la mesa del desayuno, se le ocurrió que corría grave peligro de amarle como nunca había amado a nadie. El sol de la mañana caía de pleno sobre el joven, pues ella había preferido sentarse de espaldas a la ventana. Así podría ver perfectamente y con delicia por su parte los transparentes ojos oscuros, la línea firme de la frente, la nariz recta, la boca bellamente dibujada, todos los detalles de una belleza totalmente innecesaria. Jared resplandecía de gozo matinal, estaba dispuesto a reír, hambriento de comida, ansioso de placer… inocente, pensaba ella, conmovedoramente inocente, al menos por lo que a ella se refería. A propósito hurgó con sal la herida de dicha convicción.
– Dime, ¿por qué no estás con tu preciosa chica?