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– Señora, al teléfono, por favor. Personal -dijo Weston en la puerta.

Se levantó al punto. Por supuesto, era Edwin.

– Amor mío -le dijo al oído su dulce y anciana voz-. Me resulta imposible vivir más sin verte. ¿Estás llena de obligaciones para con los demás o puedo atreverme a pedirte una pequeña visita? ¡Con qué alegría acudiría yo a ti si me fuera posible! Mis piernas podrían, pero mi corazón, una válvula ya vieja, proclama el peligro. Y no quiero convertirme de pronto en inválido en tu casa, aunque para mí resultaría agradable.

No estaba preparada para un paso tan súbito. Ahora en su casa había otra presencia. Por otro lado, ¿no resultaría una protección contra dicha presencia invasora el recordar edad y dignidad, el visitar a Edwin durante unos días?

– Déjame que lo piense. Si puedo arreglarlo…

– Pero no tienes que pensar en nadie más que en ti, ¿verdad? -intervino con urgencia-. ¿Y quizá un poco en mí? Este viejo corazón late más o menos, pero me recuerda que no durará siempre.

– ¡Deberías avergonzarte! -rió-. ¡Eso se llama extorsión!

– ¡Pues claro! En el amor todo es válido.

– Te llamaré esta noche.

– No dormiré hasta que lo hagas.

Colgaron y volvió a quedarse sola, pero sin soledad, pues en ese instante comprendió que jamás podría estar sola a menos que consiguiera recuperarse de la nueva presencia que ocupaba sus pensamientos. Por mucho que se esforzaba en pensar en otros lugares, otras gentes, las actividades de su vida cotidiana, las cosas que le encantaban y que eran numerosas, sus deberes y asuntos que la habían absorbido y que había acumulado durante años de vivir en la misma ciudad, en la misma casa, la nueva presencia de Jared prevalecía. Con una insinuación de pánico sintió necesidad de escapar. ¿Qué mejor huida que acudir a Edwin, dedicarse por entero a él, echar fuera al otro?

Sin esperar a la tarde para su decisión, corrió al teléfono.

– Edwin, ya está todo arreglado. Llegaré mañana. Conduciré yo misma y estaré ahí a tiempo de cenar contigo.

– Bendito sea mañana, cariño… ¡y bendita tú por contestar a mi necesidad!

La voz resonaba de alegría y ella se sintió esperanzada. ¡Mejor sentirse satisfecha consolando a quien la necesitaba en lugar de darle vueltas a su propia necesidad! Y además, ¿cuál era su necesidad? En realidad, y poniéndolo brutalmente, ¿qué era sino un encaprichamiento incipiente y peligroso, consecuencia, casi con seguridad, de su vida solitaria? Porque aún no estaba preparada para reanudar su antigua vida de almuerzos, cenas y compromisos sociales, y ni siquiera estaba segura de volver a reanudarla. En su incertidumbre se inclinaba a buscar y definir nuevos intereses, pero decididamente no en la persona de un joven invasor, un conocido casual, quien perseguido o perseguidor se lo permitía, seria capaz de amenazar toda la estructura de su vida razonable y digna. Por tanto tenía que escapar, y en el espíritu de quien busca la huida, salió de casa al día siguiente tras una noche agitada y para media mañana ya había recorrido bastante camino.

Había sido una buena idea la de conducir por sí misma en el pequeño descapotable, pues la concentración mantenía a raya los pensamientos de los que quería huir, velocidad y movimiento, el viento que le apartaba el cabello de la cara, pues llevaba la capota bajada, todo ello le hacía imaginarse una verdadera escapatoria. Unos días con Edwin la volverían a su ser, la traerían de nuevo a la realidad. Se refugiaría en la seguridad del amor que el hombre le tenía y le amaría a su vez, pero con calma, con el respeto debido a su edad y su fama. Era mejor ser honrada por el amor, no excitada por él… aunque tal vez hubiera cometido un error al permitirle acudir a su dormitorio. Sí, un error. Esta noche se lo diría así.

– Edwin, querido -empezaría-. Tú y yo ya hemos pasado de la edad en que el amor necesita una expresión física. Si los demás lo supieran, lo interpretarían mal. Hasta se escandalizarían. Por eso, contentémonos con charlar y sentarnos uno al lado del otro. Querido Edwin… -aquí haría una pausa y tal vez le tomaría la mano para estrechársela.

En realidad, después de llegar justo a tiempo de cenar en el oscuro comedor iluminado sólo por velas puestas en antiguos candeleros de plata, y después del entusiasta recibimiento del anciano, se dio cuenta de que parecía más delgado y hasta un tanto patético en su soledad. Dejó para más tarde todo lo que pudiera amortiguar su alegría por la llegada de ella, lo dejó para después de cenar y luego otra vez porque él deseaba hablarle del libro que estaba escribiendo sobre la posibilidad e imposibilidad de la inmortalidad. Al levantarse de la mesa él le tomó la mano para ponerla bajo su brazo y la condujo a la sala donde ardía un fuego de leños que templaba el frío procedente de las montañas. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá frente a la chimenea y él comenzó de inmediato, sujetando la mano izquierda de Edith, que tenía sobre su brazo, y cubriéndola con su derecha.

– Uno no puede poner a prueba los pensamientos propios, querida, y por eso no estoy nada seguro de la validez de la filosofía que voy devanando de mi viejo cerebro. ¿Es demasiado pronto después de la cena para entregarnos a pensamientos serios?

– No, si los estás pensando -le sonrió.

El hombre guardó largo silencio, quizá para poner en orden tales pensamientos, quizá para pasar del humor alegre en que había transcurrido la cena a su habitual indagación filosófica. Luego volvió a empezar.

– Tú has tenido sobre mí una profunda influencia, Edith, y por ello sobre mi forma de pensar. He vuelto a escribir varios capítulos de mi obra filosófica que creía permanente. Tú me has aportado una nueva urgencia de considerar la muerte, su finalidad, su sentido. Quiero demostrar que la muerte no es final. Quiero asegúrame a mí mismo que yo continúo porque tú continúas. En cuanto a los demás, que continúen, si lo desean. Es mi inmortalidad la que debo demostrar y a mí mismo ante todo. Por eso es por lo que he vuelto a pensar en la muerte. ¿Es el final o es una entrada? Pero ¿qué es este propio ser mío que es capaz de pensar en la muerte como si fuera un estado separado del propio ser? ¡Ah, es la separación la que resulta tan significativa! Contemplo la muerte como si yo continuara después de su llegada, exactamente como la contemplo antes de su llegada. Por eso sobrevivo, porque soy capaz de contemplarme a mí mismo después igual que antes. ¿Resulta esto especioso, querida mía? Sé franca, ¡te insto a decir la verdad! ¡No dejes que mi nueva ansiedad por vivir más allá de la tumba me conduzca por falsas sendas!

La magia de su hermosa y resonante voz, todavía fuerte, le convenció su interés. Ella no estaba habituada a la filosofía en su sentido de la palabra, y aunque la había estudiado en la Universidad, había leído lo bastante a partir de entonces para saber que la moderna filosofía había cambiado mucho de lo antiguo… por ejemplo Josiah Royce, cuyos libros habían sido como su Biblia el último año de estudios.

– Por lo menos, la muerte es una interrupción -sugirió.

– Concedido -dijo de buena gana-, pero nada más que una interrupción. El propio ser meditativo, librado de su fase temporal, continúa hacia su siguiente actividad. De ello no tengo necesidad de hablar, pues es seguro que tú y yo nos encontraríamos en cualquier actividad. Es el momento de la muerte lo que debo analizar, si es que tal análisis es posible. ¿Es dicho momento una fracción del tiempo o es… eternidad? -Su voz se convirtió en un repentino susurro ante tal turbadora palabra.

Ella se quedó pensando, profundamente. Por fin, vacilando mucho, pues aunque había meditado largo tiempo sobre la muerte de Arnold se sentía siempre humilde ante el anciano y viril filósofo, dijo:

– Supongo que un enfoque podría estar en limitar la definición de la muerte mediante la eliminación de lo que sabemos que no es. Por ejemplo, sabemos que el cuerpo vuelve al polvo y que deja de existir en sus componentes actuales.

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