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– Lo sé. Ya lo leí.

Llamaron a la puerta y Weston apareció con una gran taza de humeante líquido.

– Ponche, señor -dijo con su aguda y cascada voz.

– Gracias -Jared probó el contenido-. Ah, estupendo. Me cala hasta los huesos.

– Sí, señor. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora. Todo está en orden.

– Gracias, Weston. Buenas noches.

La puerta se cerró y los dos quedaron silenciosos. Jared bebía a sorbos, distraído, según podía observar ella, así que no trató de sacarle de su ensimismamiento. Se limitó a mirarle cómo contemplaba el fuego hasta vaciar la taza. Entonces la dejó y se volvió a la mujer disculpándose.

– Perdóname. Esta noche no resulto buena compañía. Cuando tengo problemas propios…

– Pero si lo comprendo -le interrumpió-. No me gustaría que pensaras que tienes que distraerme. También yo pensaba.

– ¿En qué?

Imposible decirle la verdad: “En ti.” Era demasiado tímida para tan declarada verdad. Habló con ligereza al tiempo que se levantaba:

– Pensaba que deberías acostarte y dormir para librarte del catarro. Tu habitación está en el primer piso, a la derecha, al final de la escalera. Si necesitas algo durante la noche pulsa el botón del teléfono que dice W. Está conectado con la habitación de Weston.

– Vaya palacio. -Jared se había levantado al tiempo que ella y ahora le miraba sonriendo, dominándola con su gran estatura. Ella alzó los ojos para mirarle, insegura de lo que vendría a continuación, pero fue él quien lo decidió, con su habitual brusquedad y franqueza:

– ¿Te importa que te bese?

Denegó con la cabeza, sin poder hablar, desvalida a causa de una absurda timidez. Un beso carecía de sentido, hoy en día no era nada, un beso era un simple y casual regalo que se hacía a la anfitriona. ¡Ah, pero hacían falta dos personas, una para dar, la otra para recibir! Sintió los labios del joven en su mejilla derecha y luego, levemente, con gran suavidad, él le volvió la cara con ambas palmas y Edith sintió sus labios en los suyos, una rápida caricia de calor humano.

– Buenas noches -dijo Jared-. ¿A qué hora es el desayuno?

– Cuando quieras -repuso tan despegada como si no hubiera existido el beso que sentía en los labios como un carbón encendido.

– ¡A qué hora lo tomas tú? -repitió él en la puerta.

– A las nueve.

– ¡Cielos, qué dormilona! -Fingió escandalizarse y rió.

– Buenas noches -le dijo en el momento que subía por la escalera-. ¡Que duermas bien en ese cuarto! Era el mío de jovencita.

Durante muchas horas no consiguió conciliar el sueño y cuando despertó eran casi las diez de la mañana. Su primer pensamiento fue para él, así que llamó a la cocina. Contestó Weston.

– ¿Ha desayunado el señor Barnow?

– Sí, señora, a las ocho en punto y se ha ido inmediatamente, pidiéndome que le disculpe. Le ha dejado una nota, señora… La he puesto en su mesa de desayuno.

Colgó, echándose la culpa. ¿Cómo podía haberse dormido las últimas horas de su presencia? Se duchó y vistió de prisa y al ocupar el asiento en la soleada mesa de desayuno, halló la nota bajo el plato.

«Siento dejarte de forma tan descortés, pero anoche tuve una llamada del hombre a quien he venido a ver. Tengo que reunirme a las nueve en su laboratorio. Apenas me queda tiempo. El avión estará listo a mediodía. Un día de éstos volveré en él a visitarte. Este es mi número de teléfono… y mi agradecimiento. ¡Ha sido maravilloso volver a verte! Jared.»

Estudió la letra. Era grande, firme y muy negra.

El verano iba transcurriendo. ¿O sería sólo ella quien se movía perezosa? En su primer verano desde la muerte de Arnold (que había fallecido el otoño anterior) sintió que cedía a una lasitud que nada tenía que ver con el vacío. Al contrario, le parecía que nunca había gozado tanto del aire sensual, de la cegadora claridad del sol, de la lujuriante gloria de flores y follaje. Como aún no había pasado el tradicional año de luto por su esposo, tenía excusa para declinar toda clase de invitaciones que no quería aceptar y aceptaba tan sólo las que no deseaba declinar. Un par de veces por semana almorzaba con alguna antigua amistad suya o de Arnold, y los demás días iba vaciando la casa de las últimas posesiones de su marido, sus ropas, sus pipas, sus papeles. Acabado aquello, volvió a dedicarse a la música, en serio, de modo que pasaba varias horas ante el piano y otras varias leyendo libros.

Tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de que Arnold había absorbido su vida, no a propósito, sino con toda naturalidad, siempre con gentileza, o quizá fuera que ella había sido demasiado plegable y se había dejado absorber. Sea como fuere, sentía pequeños anhelos que deseaba ver cumplidos, ciertas ropas, ciertos colores que siempre había querido vestir y que a Arnold le habían desagradado; ciertas disposiciones de muebles que él no había aprobado, pues por naturaleza era opuesto a los cambios; hasta ciertos platos que a ella le habían tentado y que él había declarado ser incapaz de digerir. Cada libertad que ahora tomaba para sí, iba liberándole cada vez más, hasta que al final ya no meditaba sobre cada cosa que deseaba, como lo había hecho instintivamente y debido a una larga costumbre en los primeros meses a raíz de la muerte de Arnold.

– Has cambiado -le dijo su hijo en una de sus raras e inesperadas visitas. Vivía en Washington, con su joven esposa y su hijo único. Era un joven con un alto cargo en algún departamento gubernamental que le conduciría a servir en el extranjero. Ella jamás conseguía acostumbrarse a aquél al parecer repentino desarrollo de un chiquillo de pelo castaño y aire bastante prosaico a un joven de pelo igualmente castaño e igualmente prosaico. Había sido un niño bueno, y era un joven bueno, hasta un grado casi conmovedor, le parecía en ese instante, cuando sus sinceros ojos azules la miraban con afecto. Se había “dejado caer”, según sus palabras, un día de principios de julio, de paso para Nueva York, donde tenía que reunirse con algún dignatario de menor importancia de algún país extranjero.

– ¿Cómo he cambiado? -preguntó animada.

– Pareces descansada… e interesada de nuevo.

– ¿Interesada en qué, Tony?

– ¿Cómo voy a saberlo? En la vida, supongo.

– Voy aprendiendo a vivir sola, eso es todo.

Su hijo se inclinó para besarle en la mejilla y despedirse, tras de mirar su reloj.

– Bueno, no te sientas sola. Fay, el niño y yo siempre podemos venir a pasar unos días contigo. ¡Lástima que Millicent viva tan lejos!

Contuvo la sugerencia de Tony.

– Oh, no… gracias, querido mío. Debo aprender a vivir mi propia vida.

– Bueno, ya nos dirás…

Se fue y ella volvió a caer en la indolencia. Saliendo a la terraza a la que daba a la sala, se tendió en una tumbona. Indolente, sí, pero con una indolencia productiva, se decía a sí misma, explorando la vida y los sentimientos… como no lo había hecho desde la adolescencia. El sol, cálido sobre su piel, reavivaba la sangre y sin embargo infundía una deliciosa languidez. Se preguntaba para sí por qué seguiría pensando en otra casa, una casa propia, cuando había heredado tanta hermosura antigua. Desde donde yacía podía divisar y apreciar el césped bien cortado, los arbustos podados con esmero, los vastos y viejos árboles que culminaban en la distancia en un tranquilo estanque, una fuente, la figura de mármol de una griega, creado todo por su abuelo, que había heredado la casa, los acres de terreno.

El recuerdo de Jared, que nunca la abandonaba, se acentuó hasta convertirse en ansia aguda de la que casi se avergonzaba. De no haber venido tan súbitamente, marchado tan abruptamente, de no haber estado obsesionado con su propio sueño, un sueño en el que ella nada tenía que ver, si, en resumen, la hubiera visitado sólo por ella, con cualquier intención que no podía imaginar, ¿no se habría quedado, no estaría tumbado a su lado en otra butaca tan cómoda como la suya, calentándose al sol y sintiéndose lánguido ante la hermosura que les rodeaba? Edith era una mujer con demasiada experiencia para no comprender el peligro hacia el cual se encaminaba, más que peligro, pues era además algo absurdo. No iba a dejarse enamorar de un hombre de muchos años menos que ella. ¿Años? Décadas…

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