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Los muchachos lo previeron y también comprendieron que, mientras lo tuviera en la galería expuesto a sus miradas, la enfermera le aplicaría un electrochoc en cuanto consiguiera recuperarse del anterior. En vista de lo cual, Harding, Scanlon, Fredrickson y yo discutimos la manera de convencerle de que lo mejor para todos sería que huyese del hospital. Y el sábado, cuando lo devolvieron a la galería -entró en la sala de estar como un boxeador en el ring, con las manos unidas sobre la cabeza y anunciando que había vuelto el campeón- ya teníamos trazado nuestro plan. Esperaríamos a que anocheciera, le prenderíamos fuego a un colchón y, cuando vinieran los bomberos, le haríamos salir rápidamente por la puerta. Parecía un plan tan estupendo que no veíamos cómo podría negarse.

Pero no habíamos pensado en que ése era el día en que había quedado en que haría entrar a la chica, Candy, para una entrevista secreta con Billy.

Lo trajeron a la galería sobre las diez de la mañana.

– En plena forma, amigos; me revisaron las bujías y me limpiaron los platinos y estoy reluciente como la mecha de un Modelo T. ¿Nunca usasteis uno de esos cohetes la víspera de Todos los Santos? ¡Zam! Un inocente y divertido pasatiempo.

Y comenzó a pavonearse por la galería, más fuerte que nunca; volcó un cubo de agua sucia por debajo de la puerta de la Casilla de las Enfermeras, depositó un trocito de mantequilla en la punta de los zapatos de cuero blanco del negro bajito, sin que éste lo advirtiera, y estuvo tragándose la risa durante toda la comida, mientras la mantequilla se iba derritiendo hasta dejar una mancha de un color que Harding describió como «un atractivo amarillo»; más fuerte que nunca, y cada vez que pasaba cerca de una estudiante de enfermera, ésta daba un gritito, ponía los ojos en blanco y se alejaba a paso rápido por el pasillo, con una mano en la nalga.

Le expusimos nuestro plan de fuga, pero nos dijo que no había prisa y nos recordó la cita de Billy.

– No podemos defraudar al pobre Billy ¿no os parece, amigos? No ahora que está a punto de conseguir el gran premio. Y esta noche nos pegaremos una linda juerga si todo sale bien; digamos que será mi fiesta de despedida.

La Gran Enfermera estaba de turno ese fin de semana -no quería perderse el regreso de McMurphy- y decidió que debíamos celebrar una reunión para aclarar algunas cosas. En la reunión intentó plantear una vez más su sugerencia de una medida drástica e insistió en que el doctor debía considerar esa posibilidad «antes de que fuera demasiado tarde para ayudar al paciente». Pero McMurphy se había convertido en tal torbellino de guiños y bostezos y eructos mientras ella hablaba, que por fin optó por callar y, cuando así lo hizo, él provocó ataques de risa al doctor y a todos los pacientes al manifestar su conformidad con todo lo que acababa de exponer la enfermera.

– Sabe que tal vez tenga razón, doctor; mire qué bien me han sentado esos pocos roñosos voltios. A lo mejor si doblan la potencia podré sintonizar el canal ocho, como Martini; estoy harto de permanecer tendido en la cama alucinando sólo el canal cuatro con las noticias y el pronóstico del tiempo.

La enfermera carraspeó e intentó recuperar el control de la reunión.

– Yo no estaba sugiriendo que considerásemos nuevos tratamientos de choc, señor McMurphy.

– ¿Señora?

– Lo que sugería era que… considerásemos una posible operación. Algo muy simple, en realidad. Y contamos con algunos éxitos en este campo, en otras ocasiones conseguimos eliminar las tendencias agresivas en algunos casos hostiles…

– ¿Hostiles? Pero, señora, si soy manso como un corderito. Hace casi dos semanas que no le sacudo el alquitrán a ningún enfermero. No hay motivo para empezar a extirpar nada ¿no les parece?

Ella mantuvo la sonrisa, como si le rogara que comprendiese su simpatía por él.

– Randle, no es cuestión de extir…

– Además -prosiguió él-, no le serviría de nada cortármelos; tengo otro par en la mesita de noche.

– ¿Otro… par?

– Uno es del tamaño de una pelota de baloncesto, doctor.

– ¡Señor McMurphy!

Su sonrisa se rompió en mil pedazos cuando comprendió que se estaba burlando de ella.

– Pero el otro tiene unas dimensiones que podrían considerarse normales.

Siguió charlando de este modo hasta que llegó la hora de acostarnos. A estas alturas en la galería ya empezaba a respirarse un ambiente jovial, de fiesta mayor, mientras los hombres comentaban en voz baja la posibilidad de celebrar una fiesta si la chica traía alcohol. Todos intentaban atraer la atención de Billy y le guiñaban el ojo y le sonreían cada vez que se volvía. Y cuando formamos la fila para recibir los medicamentos, McMurphy se acercó y le preguntó a la enfermera del crucifijo y la mancha de nacimiento si podía darle un par de vitaminas. Ella le miró sorprendida, le respondió por qué no y le dio unas pastillas del tamaño de huevos de pajarito. Él se las guardó en el bolsillo.

– ¿No va a tomárselas? -preguntó ella.

– ¿Yo? No, válgame Dios, yo no necesito vitaminas. Se las he pedido para mi amigo Billy. Últimamente le veo un poco decaído… debe ser anemia.

– Entonces… ¿por qué no se las da a Billy?

– Lo haré, preciosa, lo haré, pero creo que esperaré hasta medianoche que es cuando le harán verdadera falta… -y se alejó en dirección al dormitorio con un brazo en torno al cuello ruborizado de Billy, haciéndole un guiño a Harding y hundiéndome un dedo en las costillas al pasar, y la enfermera se quedó con los ojos desorbitados, vertiéndose el agua de la jarra sobre un pie.

Es preciso conocer a Billy Bibbit: pese a tener el rostro surcado de arrugas y algunas canas, sigue pareciendo un chiquillo -igual que uno de esos pílleles de prominentes orejas, cara pecosa y dientes de conejo que se pasean silbando descalzos por los calendarios-, y sin embargo no era así, en absoluto. Al verlo de pie junto a alguno de los otros, siempre sorprendía comprobar que era tan alto como el que más y que, mirándolo bien, no tenía grandes orejas ni pecas ni dientes de conejo y que, en realidad, debía tener unos treinta y pico de años.

Sólo una vez le oí decir su edad, lo escuché de lejos, cuando hablaba con su madre en el vestíbulo. Ella era recepcionista en el hospital, una mujer fornida, entrada en carnes, cuyos cabellos pasaban del rubio, al azul, al negro y otra vez al rubio, cada pocos meses, una vecina de la Gran Enfermera, según había oído, y una buena amiga. Siempre que nos dirigíamos a alguna actividad, Billy tenía que detenerse un momento y ofrecerle una mejilla encarnada para que ella pudiera estamparle un beso por encima del mostrador. Los demás nos sentíamos tan incómodos como Billy, y éste es el motivo de que nadie hiciera bromas al respecto, ni siquiera McMurphy.

Una tarde, ya no recuerdo cuánto tiempo hace de eso, nos detuvimos en el vestíbulo, camino de las actividades, y nos distribuimos por los sofás de plástico o afuera, bajo el sol de las dos, mientras uno de los negros telefoneaba a su corredor de apuestas, y la madre de Billy aprovechó la ocasión para dejar su trabajo y llevárselo fuera sobre la hierba, muy cerca de donde estaba sentado yo. Se sentó muy tiesa sobre el césped, con el traje muy apretado, estiró las piernas gordezuelas, enfundadas en medias que me recordaron el color de la tripa de los embutidos, y Billy se tendió a su lado, apoyó la cabeza en su regazo y dejó que ella le acariciara la oreja con un vilano de diente de león. Billy hablaba de buscarse una esposa y de ir algún día a la universidad. Su madre le hacía cosquillas con el vilano y se reía de esas tonterías.

– Pero, cariño, aún te queda mucho tiempo para pensar en eso. Tienes toda una vida por delante.

– Madre, ¡tengo t-t-t-treinta años!

Ella se rió y le hurgó la oreja con la semilla.

– Cariño, ¿parezco acaso la madre de un hombre de mediana edad?

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