Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Por la ventana, veo que los gorriones caen del alambre echando humo.

Le tienden en una camilla, mientras aún sigue retorciéndose, con el rostro glaseado de blanco. Corrosión. Ácido de batería. El técnico se vuelve hacia mí.

Alerta con este otro grandullón. Le conozco. ¡Sujetadlo!

Ya no es un problema de fuerza de voluntad.

¡Sujetadlo! Maldita sea. No quiero que me manden ni uno más sin su Seconal.

Los grilletes me aprisionan las muñecas y los tobillos.

La pasta de grafito contiene limaduras de hierro, me arañan las sienes.

Dijo algo cuando me hizo el guiño. Me explicó algo.

El hombre se inclina, acerca los dos hierros al anillo que me rodea la cabeza.

La máquina se abalanza sobre mí.

bombardeo.

Salí a paso ligero, lanzado ya por la ladera. Imposible retroceder, imposible seguir, un ojo en el cañón y caes muerto, muerto, muerto.

Dejamos atrás los matorrales y continuamos junto a las vías del ferrocarril. Acerco la oreja a la vía y me quema la mejilla.

– Nada por ningún lado -digo-, en un centenar de kilómetros…

– Hummm -dice Papá.

– ¿No solíamos escuchar las pisadas de los búfalos con un cuchillo clavado en el suelo que sujetábamos por el mango entre los dientes? ¿No éramos capaces de detectar un rebaño a gran distancia?

– Hummm -repite, pero está excitado. Al otro lado de la vía las hileras de rastrojos de trigo comentan el último invierno. Ahí debajo hay ratones, dice el perro.

– ¿Seguimos hacia arriba o hacia abajo, muchacho?

– La cruzaremos, es lo que nos indica ese perro viejo.

– Ese perro no sabe seguir.

– Lo hará. Nos está diciendo que hay pájaros por ahí.

– Tu viejo dice que será mejor rastrear junto a la vía.

– El perro me indica que es mejor entre los rastrojos.

Cruzamos… y en un abrir y cerrar de ojos, la vía se llena de gente que va derribando faisanes como si tal cosa. Según parece, nuestro perro se adelantó demasiado y ahuyentó hacia la vía todos los pájaros que había entre los rastrojos.

El perro atrapó tres ratones.

… viejo, Viejo, viejo, viejo… grande y abierto con un guiño que parece una estrella.

Otra vez las hormigas, Dios mío, y esta vez son de las malas, pequeños monstruos de pies pringosos. ¿Recuerdas aquella vez que encontramos unas hormigas que sabían a hinojo? ¿Eh? Dijiste que no era hinojo y yo te dije que sí, y tu mamá casi me despelleja cuando se enteró: ¡Enseñándole al niño a comer bichos!

Ugh. Un indiecito tiene que aprender a sobrevivir con lo que encuentre, con tal de que consiga comerlo antes de que le devore a él.

No somos indios. Somos personas civilizadas y más vale que no lo olvides.

Tú me dijiste Papá. Cuando muera cuélgame del cielo con un alfiler.

Mamá se llamaba Bromden. Sigue llamándose Bromden. Papá dijo que había nacido con un solo nombre, que había venido al mundo directamente sobre ese nombre igual que el ternero cae sobre una manta extendida cuando la vaca insiste en incorporarse. Tee Ah Millatoona, el Pino-Más-Alto-de-la-Mon-taña, y juro que soy el indio más alto de todo el estado de Oregón, y seguramente también de California e Idaho. Nací directamente sobre ese nombre.

Juro que serás el mayor tonto del mundo si crees que una buena cristiana adoptará un nombre como Tee Ah Millatoona. Tú naciste con un nombre, muy bien, yo también nací con uno. Bromden, Mary Louise Bromden.

Y cuando nos traslademos a la ciudad, dice Papá, ese nombre nos será útil para conseguir la cartilla de la Seguridad Social.

El tipo persigue a alguien con una pistola de esas que usan en los astilleros para clavar los remaches, y puede que lo atrape, si se lo propone. Vuelven a aparecérseme esos destellos, relámpagos de color.

Ting. Tingle, tingle, tangle toes , ella es muy buena para la pesca, atrapa gallinas, en jaulas las mete… pinzas, tenazas, tres gansos vienen en bandada… uno voló al este, el otro hacia el oeste, sobre el nido del cuco voló éste… f-u-e-r-a es fuera… ahí viene el ganso y a ti te lleva.

Mi abuelita cantaba esto, nos pasábamos horas jugando así, sentados junto a los bastidores donde ponían a secar el pescado, mientras espantábamos las moscas. El juego se llamaba Tingle, Tingle, Tangle Toes. Yo iba pasando los dedos de mis manos muy abiertas, un dedo por cada sílaba que anunciaba ella.

Tingle, ting-le, tang-le toes (siete dedos) es buena para la pesca (quince dedos, cada vez me golpeaba un dedo con su negra mano de cangrejo y todas mis uñas la miraban con sus caritas ansiosas, cada una con la esperanza de ser la escogida por el ganso).

Me gusta el juego y me gusta la Abuelita. No me gusta la señorita Tingle Tangle Toes, que atrapa gallinas. No me gusta. Me gusta ese ganso que vuela por encima del nido del cuco. Me gusta, y también me gusta la Abuelita con sus arrugas cubiertas de polvo.

La siguiente vez que la vi estaba fría y muerta, en una acera en pleno centro de Los Rápidos, rodeada de camisas de colores, unos cuantos indios, algunos ganaderos, algunos cultivadores. La llevan hasta el cementerio de la ciudad, le echan arcilla roja sobre los ojos.

Recuerdo las tardes calurosas y calladas de tormenta eléctrica cuando los conejos se meten bajo las ruedas de los camiones Diesel.

Joey Pez-en-el-Barril ha conseguido veinte mil dólares y tres Cadillacs desde que se firmó el contrato. Es incapaz de conducir ninguno.

Veo un dado.

Lo veo por dentro, yo estoy en el fondo. Yo soy el plomo, el peso que obliga al dado a echar ese número que destaca sobre mi cabeza. Trucaron el dado para que saliera un as y yo soy el plomo, esos seis bultos que me rodean como blancos almohadones son el reverso del dado, el número seis siempre quedará abajo cuando él tire. ¿Y el otro dado cómo lo han trucado? Apuesto a que también está trucado para que salga un as. Doble as. Emplean dados trucados contra él y yo soy el plomo.

Cuidado, ahí va. Ay, mi señora, la despensa está vacía y la niña necesita zapatos de charol. Ahí voy. ¡Fuui!

Se acobardó.

Agua. Estoy tendido en un charco.

Doble as. Lo atrapó otra vez. Veo ese as ahí, sobre mi cabeza: ya no puede agitar dados helados en el cobertizo del callejón… en Portland.

El callejón es un túnel y está frío porque el sol ya está muy bajo. Déjame… ir a ver a la Abuelita. Por favor, Mamá.

¿Qué es lo que dijo cuando me guiñó el ojo?

Uno voló al este, el otro hacia el oeste.

No me cortes el paso.

Maldita sea, enfermera, no me corte el paso, Paso ¡paso!

Me toca a mí. Fuui. Maldita sea. Mala suerte otra vez. Doble as.

La maestra me ha dicho que eres inteligente, muchacho, llegarás a ser algo…

¿A ser qué, Papá? ¿Un tejedor de alfombras como el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín? ¿Un cestero? O tal vez otro indio borracho.

Podrías ser dependiente, ¿eres indio, verdad?

Sí, así es.

Bueno, la verdad es que hablas bastante bien.

Psé.

Bueno… tres dólares para empezar.

No se envalentonarían tanto si supieran lo que la luna y yo nos traemos entre manos. Ningún maldito indio que se precie…

El que -¿cómo era?- no marca el paso es que oye otro tambor.

Otra vez el doble as. Anda, chico, estos dados están fríos.

Después del funeral de la Abuelita, Papá y el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y yo la desenterramos. Mamá no quiso acompañarnos; nunca había oído nada parecido. ¡Colgar un cadáver de un árbol! Vaya inmundicia.

El Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y Papá pasaron veinte días en la celda de borrachos de la cárcel de Los Rápidos, jugando al rummy, por Profanación de Muertos.

¡Pero ella es nuestra madre, maldita sea!

Eso no cambia las cosas, muchachos. No debisteis desenterrarla. No sé cuándo aprenderéis, demonios de indios. ¿Y dónde está ahora? Será mejor que lo confeséis.

вернуться

[8] De una vieja canción infantil. (N. del T.)

72
{"b":"101333","o":1}