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El sol que asomaba entre las nubes teñía de un color rosáceo la fachada de ladrillo del hospital. Una tenue brisa iba derribando las escasas hojas que aún quedaban en las encinas y las iba amontonando pulcramente contra la verja de alambre en espiral. Unos pajaritos pardos se posaban de vez en cuando sobre la verja; cuando un montón de hojas chocaba contra ella, los pájaros se elevaban arrastrados por el viento. A primera vista, parecía que, al chocar contra la verja, las hojas se convertían en pájaros que salían volando.

Era un espléndido día de otoño impregnado del olor de las hojas secas al quemarse y lleno del griterío de los niños que daban puntapiés a las pelotas y del ronroneo de pequeños aviones, y todos deberíamos alegrarnos por el mero hecho de estar fuera. Pero nos quedamos muy quietos, formando un silencioso grupo, con las manos en los bolsillos, mientras el doctor iba a buscar su coche. Un grupo silencioso, que observaba cómo los automovilistas aminoraban la marcha al pasar camino del trabajo para mirar a todos aquellos lunáticos con sus uniformes verdes. McMurphy advirtió nuestro malestar e intentó subirnos los ánimos con bromas y chistes de doble sentido dirigidos a la chica, pero, por el contrario, eso nos hizo sentir aún peor. Todos pensábamos qué sencillo sería volver a la galería y decir que habíamos decidido que la enfermera tenía razón; con un viento como ése, seguro que el mar estaría demasiado agitado.

Llegó el doctor y todos subimos y nos pusimos en marcha, yo, George, Harding y Billy Bibbit subimos en el coche de McMurphy y la chica, Candy; y Fredrickson, Sefelt, Scanlon, Martini, Tadem y Gregory siguieron detrás, en el coche del doctor. Todos estábamos terriblemente callados. Nos detuvimos en una gasolinera, como a un kilómetro del hospital; el doctor llegó a continuación. Fue el primero en bajar, y el hombre de la gasolinera se acercó a paso ligero, con una gran sonrisa, mientras se secaba las manos con un trapo. Luego dejó de sonreír y pasó de largo junto al doctor para mirar qué había en los coches. Retrocedió, secándose aún las manos con el trapo manchado de aceite, y frunció el entrecejo. El doctor agarró nervioso la manga del tipo, sacó un billete de diez dólares y se lo introdujo en la mano como si estuviera plantando una mata de tomates.

– Ah, ¿podría llenar los dos depósitos de normal? -preguntó el doctor. Encontrarse fuera del hospital le ponía tan nervioso como a los demás-. Ah, ¿por favor?

– Esos uniformes -dijo el hombre de la gasolinera-, ¿son del hospital que hay aquí cerca, verdad? -Miró a su alrededor para ver si encontraba una llave inglesa u otro objeto contundente a mano y se situó junto a un montón de cajas de botellas de gaseosa vacías-. Ustedes son de ese manicomio.

El doctor buscó sus gafas y también nos miró, como si hasta entonces no se hubiera fijado en los uniformes.

– Sí. Quiero decir, no. Somos, son del manicomio, pero trabajan allí, no son pacientes, claro que no. Trabajan allí.

El hombre miró de reojo al doctor, y a los demás, y salió a decirle algo al oído a su compañero que estaba más atrás, entre las máquinas. Estuvieron hablando un minuto, y el otro tipo le preguntó a gritos al doctor que quiénes éramos, él repitió que trabajábamos en el manicomio, y los dos tipos soltaron una carcajada. Adiviné por su risa que habían decidido vendernos la gasolina -probablemente sería floja, sucia y diluida y nos cobrarían el doble del precio normal-, pero eso no me hizo sentirme mejor. Vi que todos estaban bastante incómodos. La mentira del doctor nos hizo sentir aún peor; no tanto a causa de la mentira, sino más bien por la verdad.

El segundo tipo se acercó al doctor, con una sonrisa.

– ¿Dijo que la quería Extra, señor? Seguro. ¿Y qué le parece si le revisamos los filtros del aceite y los limpiaparabrisas?

Era más alto que su amigo. Se inclinó sobre el doctor como si le estuviera confiando un secreto.

– Quién lo diría: se ha comprobado que un ochenta y ocho por ciento de los coches que recorren actualmente las carreteras deberían cambiar el filtro del aceite y el limpiaparabrisas.

Su sonrisa estaba cubierta de tizne a causa de los años que llevaba extrayendo bujías con los dientes. Seguía inclinado sobre el doctor, que se retorcía bajo la sonrisa, esperando que reconociera que estaba en un apuro.

– Por cierto, ¿sus trabajadores no necesitarán gafas de sol por casualidad? Tenemos unas Polaroid muy buenas.

El doctor sabía que estaba atrapado. Pero, cuando ya abría la boca, dispuesto a ceder y decir sí, como usted diga, se oyó un chirrido y la capota del coche comenzó a plegarse. McMurphy se debatía y maldecía la capota acordeonada, mientras intentaba levantarla más deprisa de lo que podía accionarla el mecanismo. Saltaba a la vista que estaba furioso, por la manera como zarandeaba y golpeaba la capota que se iba elevando lentamente; cuando por fin la tuvo bien imprecada y consiguió ponerla en su lugar, saltó fuera del coche por encima de la cabeza de la chica, se interpuso entre el doctor y el tipo de la gasolinera y miró su boca ennegrecida con un solo ojo.

– Basta de bromas, amigo, queremos normal, como ya ha dicho el doctor. Llene los dos depósitos de normal. Y eso es todo. Nada de todas esas otras porquerías. Y tendrá que descontarnos tres centavos sobre la tarifa normal porque somos una expedición patrocinada por el gobierno.

El tipo no se movió.

– ¿Síi? Creí haberle oído decir, aquí, al doctor, que no eran pacientes.

– Vamos, vamos, ¿no has notado que sólo era una amable precaución para no asustaros con la verdad? El doctor no hubiera mentido si fuésemos pacientes corrientes, pero no somos unos locos cualquiera, todos estamos recién salidos de la galería de locos criminales y nos trasladan a San Quintín, donde cuentan con instalaciones más adecuadas. ¿Ves a ese pecoso de ahí? Bueno, aunque parezca salido de una cubierta del Saturday Evening Post es un maníaco artista de la navaja que mató a tres hombres. El que está a su lado es el Gran Lunático, más impulsivo que un jabalí. ¿Ves a ese grandullón? Es un indio y liquidó a tres tipos a golpes de pico porque intentaron estafarle cuando les vendía unas pieles de rata almizclera. Levántate para que puedan verte, Jefe.

Harding me hundió un dedo en las costillas y yo me puse de pie en el coche. El tipo se protegió los ojos del sol y se me quedó mirando, sin decir palabra.

– Oh, no es una pandilla demasiado simpática, lo reconozco -dijo McMurphy-, pero es una excursión bien planificada, legal, autorizada y patrocinada por el gobierno y tenemos derecho a un descuento preceptivo, igual que si fuésemos del FBI.

El tipo volvió a mirar a McMurphy y éste se metió los pulgares en los bolsillos, se echó hacia atrás y se le quedó mirando por encima de la cicatriz de su nariz. El tipo se volvió para comprobar si su compañero se-

guía apostado junto a la caja de botellas vacías, luego le devolvió la sonrisa.

– Unos clientes difíciles, ¿no es así, Rojo? ¿Así que será mejor que aflojemos y hagamos lo que nos mandas, eso quieres decir? Muy bien, pero dime una cosa, Rojo, ¿por qué te han encerrado a ti?, ¿intentaste asesinar al Presidente?

– No pudieron probarlo, viejo. Me cogieron con malas artes. Maté a un tipo en un combate de boxeo, sabes, y empecé a tomarle gusto a la cosa.

– ¿Uno de esos asesinos con guantes de boxeo, es eso lo que insinúas, Rojo?

– Yo no he dicho tal cosa, ¿a que no? Nunca me he acostumbrado a esos almohadones que usan los demás. No, no fue en un encuentro televisado desde el Madison Square Garden; soy más bien un boxeador aficionado.

El tipo se metió los pulgares en los bolsillos como si hiciera mofa de McMurphy.

– Yo más bien diría que eres un bravucón aficionado.

– Bueno, yo no he dicho que las bravuconadas no fueran otra especialidad mía, ¿eh? Pero quiero que te fijes en esto -acercó las manos a los ojos del tipo, rozándole casi la nariz, y las hizo girar lentamente, exhibiendo las palmas y los nudillos-. ¿Crees que tendría los garfios tan estropeados si sólo me hubiera dedicado a fanfarronear! ¿Qué me dices, viejo?

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