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McMurphy salió a echar un vistazo a la lista y al volver intentó conseguir que se apuntase otro Agudo; recorrió la hilera de camas con tipos aún acostados, con la cabeza bajo las sábanas, y empezó a golpearles y a explicarles la fantástica experiencia que sería encontrarse entre las olas y las embestidas de un mar viril con un yo-hi-ho y una botella de ron [7].

– Arriba, holgazanes, me falta un tripulante, necesito otro maldito voluntario…

Pero no consiguió convencer a nadie. La Gran Enfermera los había asustado con sus descripciones de los recientes temporales y de los muchos barcos que habían naufragado; ya parecía que no conseguiríamos ese último tripulante cuando, media hora más tarde, George Sorensen se acercó a McMurphy en la cola del desayuno, mientras esperábamos a que abrieran el comedor.

Era un gran sueco nudoso y desdentado que los negros llamaban George Rub-a-Dub, debido a su manía por la higiene; avanzó por el pasillo arrastrando los pies, mientras escuchaba lo que ocurría detrás de él, de modo que los pies avanzaban más deprisa que la cabeza (siempre se inclinaba hacia atrás de este modo, a fin de mantener la cara lo más apartada posible de su interlocutor), se detuvo frente a McMurphy y murmuró algo tapándose la boca con la mano. George era muy tímido. Resultaba imposible verle los ojos, de tan hundidos que estaban bajo su frente, y se cubría casi todo el resto de la cara con su manaza. Su cabeza se balanceaba como un nido de cuervos en lo alto de su espina dorsal, que más bien parecía un mástil. Siguió mascullando, tras su mano, hasta que McMurphy se la apartó para dar paso a las palabras.

– Y bien, George, ¿qué decías?

– Los gusanos rojos -estaba diciendo-. La verdad es que no creo que sirvan… no para el salmón.

– ¿Síi? -dijo McMurphy-. ¿Gusanos rojos? Es posible que esté de acuerdo contigo, George, si me explicas de qué gusanos rojos me estás hablando.

– Creo que hace poco le oí decir que el señor Bromden había ido a buscar gusanos rojos para el anzuelo.

– Tienes razón, viejo, ya lo recuerdo.

– Y yo le digo que esos gusanos no le traerán buena suerte. Este es el mes de los grandes salmones… no lo dude. Necesitan arenque. No lo dude. Cojan unos cuantos arenques y pónganlos en el anzuelo y eso les dará buena suerte.

Levantaba la voz al final de cada frase -suerte- como si estuviera haciendo una pregunta. La gran barbilla, que esa mañana se había fregoteado hasta arrancarse la piel, hizo un par de gestos afirmativos frente a McMurphy y luego le obligó a dar media vuelta y le hizo avanzar hasta el último extremo de la cola, al final del pasillo. McMurphy le dijo que volviera.

– Un momento, George, hablas como si entendieras bastante de pesca.

George dio media vuelta y se acercó otra vez a McMurphy, arrastrando los pies y con la cabeza tan inclinada hacia atrás que parecía como si los pies se le hubiesen deslizado por debajo.

– Ya lo creo, no lo dudes. Trabajé veinticinco años en la pesca del salmón, desde Half Moon Bay hasta Puget Sound. Veinticinco años… hasta que empecé a ensuciarme de ese modo.

Extendió las manos para que viésemos cuan sucias estaban. Todos se acercaron a mirar. Yo no vi mugre pero sí vi las profundas cicatrices grabadas en las blancas palmas de tanto tirar miles de kilómetros de sedal al mar. Nos dejó mirar un momento, luego cerró las manos y las escondió rápidamente bajo la chaqueta del pijama como si nuestras miradas pudiesen ensuciarlas, y se quedó allí, sonriéndole a McMurphy con unas encías blancas como tocino salado.

– Tenía un buen pesquero; de apenas doce metros, pero de tres metros y medio de calado y de buena madera de teca y de roble. -Empezó a balancearse con tal convicción que casi le hacía dudar a uno de que el piso estuviera recto-. ¡Un buen pesquero, ya lo creo!

Iba a marcharse, pero McMurphy volvió a retenerle.

– Diablos, George, ¿por qué no nos dijiste que eras pescador? He estado hablando de este viaje como si fuera el Viejo del Mar, pero, y que quede entre tú y yo y esa pared de ahí, debo decirte que el único barco que he pisado fue el acorazado Missouri y todo lo que sé de pesca es que prefiero comer el pescado a limpiarlo.

– Limpiar es fácil, si alguien te explica cómo.

– Válgame Dios, George, serás nuestro capitán; seremos tu tripulación.

George retrocedió, al tiempo que movía la cabeza.

– Esos barcos están terriblemente sucios ahora… todo está terriblemente sucio.

– No te preocupes por eso. Tenemos un barco especialmente esterilizado, tan limpio como los dientes de un mastín. No te ensuciarás, George, porque tú serás el capitán. No tendrás que poner la carnada en el anzuelo; te limitarás a ser el capitán y a darnos órdenes a los estúpidos destripaterrones… ¿te va?

Por la manera como se retorcía las manos debajo de la camisa, advertí que a George le atraía la idea, pero seguía diciendo que no podía correr el riesgo de ensuciarse. McMurphy hizo todo lo posible por convencerle, pero George aún seguía moviendo la cabeza cuando la llave de la Gran Enfermera se introdujo en la cerradura del comedor y su figura apareció por la puerta con su gran cesto de mimbre lleno de sorpresas, recorriendo la fila con una sonrisa automática y un buenos días para cada uno. McMurphy advirtió que George se echaba hacia atrás y fruncía el ceño a su paso. Cuando estuvo lejos, McMurphy volvió la cabeza y lanzó una intensa mirada hacia George.

– George, todo eso que la enfermera ha estado diciendo de la mala mar y de los enormes peligros de la excursión… ¿qué me dices de eso?

– El mar puede ponerse muy malo, sin duda, puede embravecerse mucho.

McMurphy miró a la enfermera que desaparecía en la casilla, luego posó otra vez los ojos en George. Éste se retorcía las manos bajo la camisa más frenéticamente que nunca, observando los rostros que le contemplaban en silencio.

– ¡Qué diablos! -gritó de pronto-. ¿Creéis que ella podrá asustarme con sus cuentos del mar? ¿Eso creéis?

– Ah, yo no diría eso, George. Pero, he pensado que si no nos acompañas y por casualidad hay una terrible tormenta, lo más probable es que no sepamos qué hacer en alta mar, ¿te das cuenta? Ya he dicho que no sé nada de navegación y te diré otra cosa: ¿sabes esas dos mujeres que van a venir a buscarnos? ¿Sabes que le dije al doctor que eran dos tías mías, viudas de pescadores? Bueno, ninguna ha navegado más que sobre el asfalto. Resultarán de tan poca utilidad como yo si hay problemas. Te necesitamos, George. -Sacó un cigarrillo y preguntó-: ¿Tienes diez dólares, por casualidad?

George movió negativamente la cabeza.

– No, ya me parecía a mí. Bueno, qué demonios, ya hace días que perdí la esperanza de ganar algo con esto. Ahí va. -Se sacó un lápiz del bolsillo de su chaqueta verde, lo frotó contra la manga para limpiarlo y se lo tendió a George-. Si aceptas ser nuestro capitán, te dejaremos venir por cinco.

George nos miró de nuevo, mientras fruncía pensativo el entrecejo. Por fin, mostró las encías en una desteñida sonrisa y cogió el lápiz.

– ¡Maldita sea! -dijo y salió, lápiz en ristre, para apuntarse en el último lugar de la lista.

Después del desayuno, McMurphy se detuvo en el pasillo y escribió C-A-P-T junto al nombre de George.

Las prostitutas se retrasaron. Todos pensábamos que no se presentarían ya, cuando McMurphy dio un grito desde la ventana y todos nos abalanzamos a mirar. Dijo que allí estaban, pero sólo se veía un coche, en vez de los dos que esperábamos, y sólo una mujer. Cuando llegó al aparcamiento, McMurphy la llamó a través de la tela metálica y ella se acercó cruzando el césped.

Era más joven y más bonita de lo que nadie esperaba. Todos se habían enterado de que las chicas eran prostitutas en vez de tías, y se habían imaginado toda suerte de cosas. Algunos de los más religiosos no estaban nada contentos con la perspectiva. Pero, al verla cruzar el césped a paso ligero con sus ojos verdes fijos en la galería y su pelo atado en una larga cola de caballo que se balanceaba a cada paso como un muelle de cobre reluciente bajo el sol, lo único que pensamos fue que era una chica, una hembra que no iba vestida de blanco de pies a cabeza como si la hubiesen bañado en hielo, y lo de menos era cómo se ganaba la vida.

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[7] De una vieja canción marinera. (N. del T.)

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