McMurphy no había visto nunca nada parecido.
– ¿Qué le pasa? -pregunta.
Ella mantiene los ojos fijos en el charquito, sin mirar a McMurphy.
– El señor Sefelt es epiléptico, señor McMurphy. Por eso corre el riesgo de sufrir ataques como éste en cualquier momento si no obedece las instrucciones del médico. Debería saberlo. Le habíamos advertido que ocurriría algo así si no tomaba sus medicamentos. Pero insistió en hacer el tonto.
Fredrickson sale de la fila con las cejas erizadas. Es un tipo pálido y delgado con el cabello rubio, unas fibrosas cejas castaño claro y una mandíbula prominente, y de vez en cuando se hace el duro como solía hacer Cheswick: gruñe, amenaza y maldice a alguna enfermera, dice que se marchará de este asqueroso lugar. Siempre le dejan gritar y blandir el puño hasta que se calma, luego le sugieren, si ha terminado, señor Fredrickson, iremos a redactar el parte; después se quedan en la Casilla de las Enfermeras apostándose cuánto tardará en golpear el cristal con expresión culpable, suplicando que le disculpen y ¿por qué no olvidan todas esas insensateces que dijo, por qué no esperan un par de días antes de enviar ese parte, eh?
Avanza hacia la enfermera y la amenaza con el puño.
– Oh, ¿así que es eso? ¿Es eso, eh? ¿Va a crucificar al viejo Sef corno si lo hubiera hecho para molestarla a usted o algo así, eh?
Ella apoya una mano apaciguadora en su hombro y el puño se abre.
– No se preocupe, Bruce. A su amigo no le pasará nada. Al parecer no ha estado tomando su Dilantin. Realmente no comprendo qué puede haber hecho con las pastillas.
Lo sabe tan bien como todos; Sefelt se guarda las cápsulas en la boca y luego se las entrega a Fredrickson. A Sefelt no le gusta tomarlas a causa de lo que denomina «desastrosos efectos secundarios» y Fredrickson prefiere tomar doble dosis porque le aterra la idea de sufrir un ataque. La enfermera lo sabe, se le nota en la voz, pero viéndola ahí, tan amable y compasiva, diríase que ignora cualquier detalle del trato entre Fredrickson y Sefelt.
– Claro -dice Fredrickson, pero no consigue reorganizar su ataque-. Claro, pero, bueno, no debería actuar como si todo se limitase a tomar o no tomar las cápsulas. Usted sabe cuánto le preocupa a Sefelt su aspecto físico y que las mujeres lo encuentren feo y todo eso, usted sabe que él cree que el Dilantin…
– Lo sé -dice ella y vuelve a tocarle el brazo-. También atribuye su principio de calvicie a la medicina. Pobre viejo.
– ¡No están viejo!
– Lo sé, Bruce. ¿Por qué se altera tanto? ¡Nunca he comprendido qué podía haber entre usted y su amigo para que se pusiera tan a la defensiva.
– ¡Bueno, qué demonios! -dice él y se mete los puños en los bolsillos.
La enfermera se agacha, despeja una pequeña zona del suelo en la que pone la rodilla y comienza a modelar a Sefelt hasta hacerle recuperar una cierta forma humana. Le indica al negro que permanezca junto al viejo y que ella ya le enviará una camilla; lo trasladarán al dormitorio y dejarán que duerma el resto del día. Al levantarse palmea el brazo de Fredrickson y éste musita:
– Sí, sí, yo también tengo que tomar Dilantin, ¿sabe? Por eso sé el dilema con que se enfrenta Sefelt. Quiero decir, por eso… bueno, qué demonios…
– Lo comprendo, Bruce, los dos tienen el mismo problema, ¿pero no cree que cualquier cosa es preferible a eso?
Fredrickson mira en la dirección que ella indica. Sefelt ha recuperado a medias su forma normal, se hincha y se deshincha al compás de su fuerte respiración, húmeda y rasposa. En el lugar donde su cabeza golpeó el suelo comienza a aparecer un chichón, la madera del negro está rodeada de una espuma rojiza en el punto donde se hunde en su boca y sus ojos comienzan a recuperar su posición normal en las órbitas. Tiene los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo, con las manos abiertas y los dedos se cierran y se abren desacompasadamente, igual que he visto sacudirse a los hombres atados a la mesa en forma de cruz de la Sala de Chocs, mientras de sus palmas se desprendía una voluta de humo, producto de la corriente. Sefelt y Fredrickson no han estado nunca en la Sala de Chocs. Están preparados para generar su propio voltaje y lo acumulan en la espina dorsal donde puede ser accionado por control remoto desde la Casilla de las Enfermeras, en cuanto se pasan de raya: cuando están en lo mejor de un chiste verde, de pronto se tensan como si les hubieran dado en el espinazo. Así se ahorran la molestia de llevarlos a esa sala.
La enfermera sacude ligeramente el brazo de Fredrickson, como si se hubiera dormido, y repite:
– Aun teniendo en cuenta los efectos perjudiciales de la medicina, ¿no cree que es preferible a eso!
Fredrickson mira al suelo y arquea las rubias cejas como si viera por primera vez la facha que él presenta al menos una vez al mes. La enfermera sonríe y le palmea el brazo y comienza a caminar hacia la puerta, lanza una penetrante mirada a los Agudos para indicarles que deberían avergonzarse de quedarse contemplando semejante espectáculo; cuando ya ha salido, Fredrickson se estremece y procura sonreír.
– No sé por qué me puse furioso con la vieja… quiero decir que no hizo nada que justificase tamaño estallido de rabia, ¿verdad?
No es que desee una respuesta; más bien es una comprobación de que no es capaz de identificar un motivo claro. Vuelve a estremecerse y se aparta lentamente del grupo. McMurphy se le acerca y le pregunta en voz baja qué es eso que les dan.
– Dilantin, McMurphy, un anticonvulsivo, por si te interesa saberlo.
– ¿No es eficaz o qué?
– Bueno, supongo que es bastante eficaz… si uno se lo toma.
– Entonces, ¿cuál es el problema de tomarlo o no?
– ¡Mira, si tanto te interesa! Éste es el cochino problema de tomarlo.
Fredrickson levanta la mano, se aprieta el labio inferior entre el índice y el pulgar y lo aparta dejando al descubierto unas encías carcomidas, rosadas y desvaídas de las que brotan unos largos dientes brillantes.
– Las encías -dice, apretándose aún el labio-. El Dilantin pudre las encías. Y los ataques hacen polvo los dientes. Y uno…
Se oye un ruido en el suelo. Los dos miran hacia Sefelt que gimotea y solloza, mientras el negro le arranca dos dientes que se han quedado adheridos a su trocito de madera recubierto de esparadrapo.
Scanlon coge su bandeja y se aparta del grupo, mientras comenta:
– Cochina vida. Te fastidias si lo haces y te fastidias si no lo haces. Es como para desconcertar a cualquiera, diría yo.
McMurphy añade: -Sí, ya veo- y baja los ojos para contemplar la cara de Sefelt que se va recomponiendo. El rostro de McMurphy ha comenzado a adquirir la misma mirada desolada y sorprendida, como ole persona acorralada, que se ve en la cara que yace en el suelo.
Cualquiera que fuera el fallo del mecanismo, ya lo tienen casi arreglado. Empieza a restablecerse el impecable, calculado ritmo: a las seis treinta, levantarse, a las siete, al comedor, a las ocho, sacan los rompecabezas para los Crónicos y las cartas para los Agudos… puedo ver las blancas manos de la Gran Enfermera que revolotean sobre los mandos en la Casilla.
A veces me llevan con los Agudos y otras no. Un día me llevan con ellos a la biblioteca y me dirijo a la sección de libros técnicos y me quedo mirando los títulos de los manuales de electrónica, textos que conozco de cuando fui al Instituto; recuerdo que las páginas de los libros están llenas de diagramas, ecuaciones y teorías: cosas rígidas, infalibles, seguras.
Quiero mirar uno de esos libros, pero me da miedo hacerlo. Me asusta hacer cualquier cosa. Siento como si flotase a media altura en el polvoriento aire amarillo de la biblioteca. Las filas de libros se balancean sobre mi cabeza, enloquecidas, zigzagueantes, forman infinidad de ángulos distintos entre sí. Un estante se ladea un poco hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Uno se inclina sobre mi cabeza y no comprendo cómo no se caen los libros. Y en esta posición se extiende muy, muy arriba, hasta perderse de vista; por todas partes me rodean desvencijadas filas de libros apuntaladas con listones y tarugos para que no se caigan, sostenidas por largas varas, apoyadas contra escaleras. Si cogiese un libro, sabe Dios qué terrible desastre podría desencadenar.