Continuó pasándoselo en grande, más o menos hasta el miércoles de la semana siguiente. Entonces descubrió por qué la enfermera demostraba tanto aplomo. El miércoles es el día que cogen a todos los que no están enfermos y nos llevan a la piscina, tanto si quieren como si no. Cuando la galería estaba llena de niebla, solía esconderme en ella para no tener que ir. Siempre me ha asustado la piscina; siempre he tenido miedo de caer de cabeza y ahogarme, de que el tubo del desagüe me succione y me arrastre al mar. De niño solía ser muy valiente cuando nos bañábamos en el río Columbia; recorría con los otros hombres el andamiaje que cubría las cataratas, chapoteando en las agitadas aguas verdes y blancas que casi nos cubrían y formaban una niebla en la que se reflejaban los arco iris, y ni siquiera llevaba suelas claveteadas como las que usaban los mayores. Pero cuando vi que Papá empezó a tener miedo, yo también me asusté, y al final ni siquiera era capaz de meterme en una charca poco profunda.
Salimos de los vestuarios y la piscina estaba llena de chapoteos de hombres desnudos; los gritos rebotaban en el alto techo como sucede en las piscinas cubiertas. Los negros nos hicieron entrar en tropel. El agua estaba agradablemente templada pero yo no quería apartarme de la orilla (los negros se pasean por la orilla con largas varas de bambú para apartarnos si intentamos agarrarnos a las paredes de la piscina) y me quedé junto a McMurphy, pues sabía que a él no intentarían empujarle hacia la parte profunda contra su voluntad.
Se puso a hablar con el socorrista, mientras yo permanecía a un metro de distancia escaso. McMurphy debía estar en una fosa porque tenía que chapotear para mantenerse a flote y yo en cambio hacía pie tranquilamente. El socorrista estaba de pie junto a la piscina: llevaba un silbato y una camiseta con el número de su galería. Él y McMurphy empezaron a hablar de las diferencias entre el hospital y la cárcel, y McMurphy comentó que el hospital era muchísimo mejor. El socorrista no parecía muy convencido. Oí como le decía a McMurphy que, para empezar, estar internado no es lo mismo que cumplir condena.
– Cuando tienes que cumplir condena en una cárcel, hay fijada una fecha en la que sabes que te soltarán -dijo.
McMurphy dejó de chapotear como había estado haciendo hasta ese momento. Nadó lentamente hasta el borde de la piscina y se quedó allí agarrado, y mirando al socorrista.
– ¿Y si estás internado? -preguntó al cabo de un rato.
El socorrista se encogió de hombros en musculoso gesto y dio un tirón al silbato que le colgaba del cuello. Había sido jugador de rugby profesional, en la frente lucía señales de los clavos de las botas y, de vez en cuando, en un momento de distracción, en sus ojos se encendía una chispa y sus labios empezaban a barbotear números, se ponía de cuatro patas como si estuviera en sus marcas y se arrojaba sobre alguna enfermera que pasase casualmente por allí, le hundía un hombro en los riñones y la lanzaba al suelo para que otro jugador se infiltrase por el boquete. Por eso estaba en la galería de Perturbados; cuando no estaba prestando servicio de socorrismo era capaz de hacer algo por el estilo al menor descuido.
Volvió a encogerse de hombros ante la pregunta de McMurphy, luego miró a uno y otro lado para comprobar que ningún negro anduviera cerca y se arrodilló junto a la piscina. Extendió un brazo para que McMurphy lo viera.
– ¿Ves este yeso?
McMurphy miró el enorme brazo.
– Ese brazo no está enyesado, amigo.
El socorrista se limitó a sonreír.
– Bueno, me enyesaron porque sufrí una grave fractura en el último partido contra los Browns. No puedo volver a jugar hasta que esté soldada la fractura y puedan quitarme el yeso. La enfermera de mi galería dice que me está curando el brazo en secreto. Sí, amigo, dice que si me cuido este brazo, si no hago fuerza con él, ni nada de eso, me quitará el yeso y podré volver a formar parte del equipo.
Apoyó los nudillos en las baldosas mojadas y se colocó en posición apoyándose sobre una mano, para comprobar cómo respondía su brazo. McMurphy se lo quedó mirando un minuto; luego le preguntó cuánto tiempo llevaba esperando que le confirmaran que su brazo estaba curado para poder abandonar el hospital. El socorrista se puso en pie muy despacio y se frotó el brazo. La pregunta de McMurphy parecía haberle ofendido, como si creyera que le estaba acusando de flaquear y compadecerse de sí mismo.
– Estoy internado -dijo-. Por mí, ya me habría marchado hace tiempo. Tal vez no hubiera podido jugar en primera línea, con este brazo malo, pero podría haber doblado toallas, ¿no? Podría haber hecho algo. La enfermera de mi galería siempre le dice al doctor que aún no estoy curado. Ni siquiera estoy curado para doblar toallas en esos viejos vestuarios.
Dio media vuelta y se dirigió a su silla de socorrista, trepó por la escalera como un gorila drogado y se puso a vigilarnos desde lo alto, sacando el labio inferior como si hiciera pucheros.
– Me internaron por borracho y alborotador y ya llevo ocho años y ocho meses aquí -dijo.
McMurphy dio un impulso contra la pared de la piscina y empezó a nadar de espaldas, mientras meditaba lo que acababa de oír: le habían condenado a seis meses de trabajos forzados en la granja, de los cuales ya había cumplido dos y sólo le faltaban cuatro, y cuatro meses más era todo lo que estaba dispuesto a permanecer encerrado donde fuese. Ya llevaba casi un mes en este manicomio y desde luego era mucho mejor que un correccional, con sus buenas camas y su zumo de naranja para desayunar, pero las ventajas no eran tan grandes como para desear pasarse un par de años aquí.
Nadó hasta la escalera en la parte menos honda de la piscina y se quedó allí sentado hasta que nos marchamos, con el ceño muy fruncido, mientras se daba tironcitos al mechón de vello que le cubría la garganta. Al contemplarlo allí sentado, tan meditabundo, recordé lo que había dicho la Gran Enfermera en la reunión, y comencé a tener miedo.
Cuando tocaron el silbato para que saliésemos de la piscina y todos corríamos hacia los vestuarios, nos cruzamos con los de otra galería que empezaban entonces su turno en la piscina; en la ducha, por la que todos teníamos que pasar, encontramos a un chico de esa otra galería. Tenía una gran cabezota esponjosa y sonrosada y las caderas y las piernas abultadas -como si alguien hubiera cogido un globo lleno de agua y lo hubiera apretado por la parte central-, estaba tendido de costado bajo la ducha y hacia unos ruidos que recordaban a una foca dormida. Cheswick y Harding le ayudaron a levantarse pero se volvió a caer. Su cabeza daba tumbos en medio del desinfectante para los pies. McMurphy se quedó mirando cómo le levantaban otra vez.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó. -Tiene hidrocefalia -le explicó Harding-. Una especie de desarreglo linfático, creo. La cabeza se llena de líquido. Échanos una mano, a ver si podemos levantarlo.
Lo dejaron solo y volvió a caerse bajo la ducha; su rostro tenía una mirada resignada, desamparada y testaruda; su boca gorgoteaba y soltaba burbujas bajo el agua lechosa. Harding volvió a pedirle a McMurphy que le echara una mano, y él y Cheswick se agacharon otra vez para ayudar al chico. McMurphy los apartó de un empujón y pasó por encima del chico para meterse en la ducha.
– Dejadle en paz -dijo, mientras se lavaba-. A lo mejor no le gusta bañarse en agua profunda.
Vi lo que iba a pasar. Al día siguiente nos sorprendió a todos en la galería levantándose temprano y limpiando el retrete hasta dejarlo reluciente, y fregando luego el suelo del pasillo cuando así se lo ordenaron los negros. Todos nos quedamos extrañados excepto la Gran Enfermera; ella reaccionó como si no hubiera ocurrido nada sorprendente.
Y por la tarde, en la reunión, cuando Cheswick dijo que todos habían decidido que debía resolverse de algún modo la cuestión de los cigarrillos y comentó: