Comprendo a dónde quiere ir a parar. Ha estado diciendo cosas parecidas desde que llegó hace seis años, pero nunca le había prestado la menor atención, suponía que no era más que una estatua parlante, un muñeco de hueso y artritis, que no paraba de farfullar esas extravagantes definiciones sin una pizca de sentido. Ahora, por fin, comprendo lo que dice. Hago un esfuerzo por captar una última imagen de él que me sirva para recordarle y eso me obliga a mirarle con la suficiente insistencia como para comprender. Se interrumpe y vuelve a levantar los ojos hacia mí para asegurarse de que le comprendo, y yo quiero gritarle, sí, ya veo: México es como la nuez; es marrón y duro ¡y al recorrerlo con la mirada hace pensar en una nuez! Lo que dices tiene sentido, viejo, tu propio sentido. No estás loco como ellos creen. Sí… comprendo…
Pero la niebla me ha obturado la garganta y no consigo emitir el menor sonido. Cuando comienza a deslizarse lejos de mí veo que vuelve esa mano.
– Ahora… La oveja verde es… Can-a-dá. Canadá es… el abeto. El campo de trigo. El ca-len-da-rio…
Cuando se aleja hago un esfuerzo para seguirle con la mirada. Fuerzo tanto la vista que me duelen los ojos y tengo que cerrarlos, y cuando los vuelvo a abrir el coronel ha desaparecido. Nuevamente floto solo más perdido que nunca.
Ha llegado el momento, me digo. Me voy para siempre.
Ahí está el Viejo Pete, con la cara como una linterna. Está a unos cincuenta metros a mi izquierda, pero puedo verle tan claramente como si no hubiera niebla. O también es posible que esté muy cerca y se haya empequeñecido, sería incapaz de asegurarlo. Me repite una vez más cuan cansado está y me basta oír sus palabras para que aparezca ante mis ojos toda su vida en el ferrocarril: le veo cómo se esfuerza por aprender a leer la hora, sudando cuando intenta pasar cada botón del mono de ferroviario por su correspondiente ojal, poniendo todo su empeño en estar a la altura de una tarea que a los demás les resulta tan sencilla que pueden recostarse en una silla forrada de cartón y leer novelas de misterio y libros eróticos. No es que en ningún momento haya creído que podría estar a su altura -desde un principio supo que sería imposible conseguirlo-, pero tenía que intentarlo, para no perderse por completo. Y así logró vivir cuarenta años, si no sumergido en el mundo de los hombres, al menos en los límites del mismo.
Comprendo todo esto, y me duele, como me dolieron las cosas que presencié en el Ejército, en la guerra. Como me dolió contemplar lo que le ocurrió a Papá y a la tribu. Creí haber superado ya la fase en que veía estas cosas y me torturaba su presencia. No tiene sentido. No hay remedio.
– Estoy cansado -dice.
– Sé que estás cansado, Pete, pero de nada te servirá que me torture pensando en ello. Tú lo sabes.
Pete sale flotando en la misma dirección que el viejo coronel.
Ahora, por donde vino Pete, aparece Billy Bibbit. Todos van desfilando para dejarse ver por última vez. Sé que Billy no puede estar a mucho más de un metro de distancia, pero se ve tan diminuto que parece encontrarse a un kilómetro de aquí. Vuelve el rostro hacia mí como si fuera un mendigo, necesitado de muchísimo más de lo que nadie es capaz de darle. Su boca se mueve como la de una muñequita.
– Y hasta cuando me de-de-declaré, lo estropeé todo. Dije «Ca-ca-ca-riño, quieres ca-ca-ca-ca-ca-…» hasta que la chica se echó a-a-a-a reír.
No logro distinguir de dónde viene la voz de la enfermera:
– Tu madre me ha hablado de esa chica, Billy. Según parece no te convenía. ¿Qué es lo que te asustó tanto de esa chica, Billy?
– La que-que-quería.
Yo tampoco puedo ayudarte, Billy. Tú lo sabes. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Tienes que comprender que en cuanto uno comienza a ayudar a otro, se pone al descubierto. Es preciso ser astuto, Billy, deberías saberlo tan bien como yo. ¿Qué podría hacer por ti? No puedo corregir tu tartamudeo. No puedo suprimir las cicatrices que dejó la hoja de afeitar en tus muñecas ni las quemaduras de cigarrillo que tienes en el dorso de la mano. No puedo darte otra madre. Y en cuanto a las imposiciones de la enfermera, a su costumbre de restregarte tus flaquezas por la cara hasta hacerte perder la poca dignidad que te queda, pues te obliga a encogerte hasta que estás aniquilado por tanta humillación, tampoco puedo remediarlo. En Anzio ataron a un compañero mío a un árbol, a menos de tres metros y medio de donde yo estaba; gritaba pidiendo agua, tenía el rostro lacerado por el sol. Quería que fuese en su ayuda. Me habrían partido por la mitad desde la granja que se veía al otro lado.
Aparta la cara, Billy.
Siguen pasando junto a mí.
Es como si cada rostro fuese un rótulo, como esos carteles con la frase «Soy ciego» que se cuelgan al cuello los acordeonistas italianos en Portland, pero éstos dicen: «Estoy cansado» o «Estoy asustado» o «Me está matando el rencor» o «Estoy lleno de engranajes y la gente me empuja de un lado para otro». Puedo leer todos esos rótulos, por pequeñas que sean las letras. Algunas caras miran a su alrededor y ven las de los demás y podrían leer en ellas si quisieran, pero ¿para qué? Las caras pasan flotando en la niebla como confetti.
Nunca me había alejado tanto. Ésta es la sensación que se tiene cuando se está muerto. Supongo que así se sienten los Vegetales, perdidos en la niebla. Sin moverse. Alimentan su cuerpo hasta que por fin deja de comer; entonces lo queman. No es tan terrible. No duele. Prácticamente no siento nada, excepto un poco de frío que supongo se me pasará con el tiempo.
Veo al oficial que coloca una nota en el tablón de anuncios, diciendo cómo debemos vestir hoy. Veo al Departamento del Interior de los EE.UU. que se abalanza sobre nuestra pequeña tribu con una máquina apisonadora.
Veo a Papá que sale corriendo lentamente de la hondonada y se detiene para apuntar a un gran ciervo con astas de seis puntas que corre dando saltos entre los cedros. Del cañón sale un tiro tras otro; levantan polvo muy cerca del ciervo. Salgo de la hondonada, detrás de Papá y derribo al animal al segundo disparo, en el momento en que estaba a punto de desaparecer en lo alto de la ladera. Le hago un guiño a Papá.
Nunca te había visto fallar una pieza a esta distancia, Papá.
Voy perdiendo la vista, hijo. No consigo fijarla. Ahora mismo, el punto de mira temblaba ante mis ojos como un perro con diarrea.
Te lo digo en serio, Papá, ese aguardiente de cacto de Sid va a hacerte envejecer antes de tiempo.
El hombre que empieza a beber el aguardiente de cacto de Sid, hijo, ya ha envejecido antes de tiempo. Vamos a descuartizar ese animal antes de que se lo coman las moscas.
Ni siquiera es algo que esté ocurriendo ahora. ¿Lo veis? Es imposible hacer nada para cambiar un hecho del pasado como éste.
Fíjate allí, viejo…
Oigo susurros, son los negros.
Fíjate en ese pobre tonto, se ha quedado dormido.
Tranquilo, Jefe Escoba, tranquilo. Sigue durmiendo y no armes escándalo. De acuerdo.
Ya no tengo frío. Creo que casi lo he conseguido. He llegado a un lugar inaccesible al frío. Puedo quedarme aquí para siempre. Ya no tengo miedo. No pueden alcanzarme. Sólo me llegan sus palabras, y también empiezan a difuminarse.
Bien… puesto que Billy ha decidido abandonar la discusión, ¿alguien más desea exponer un problema ante el grupo?
A decir verdad, señora, hay una cosa…
Es McMurphy. Está muy lejos. Intenta sacar a la gente de la niebla. ¿Por qué no me deja tranquilo?
– … ¿recuerda la votación de hace un par de días, sobre el horario de la tele? Pues bien, hoy es viernes y pensé que tal vez podría plantearlo otra vez, para ver si alguien más ha conseguido librarse de su cobardía.
– Señor McMurphy, esta reunión se realiza como una terapia, terapia de grupo, y no creo que esas pequeñas ofensas…