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Está haciendo el payaso y se esfuerza por arrancarles una carcajada a algunos muchachos. Le molesta que sólo sean capaces de sonreír débilmente y soltar una risita ahogada de vez en cuando. Comienza a provocar a Billy Bibbit que está sentado frente a él y le dice en tono misterioso:

– Eh, Billy, ¿te acuerdas del día en que conocimos a aquellos bombones en Seattle? Uno de los mejores bocados que me ha tocado en suerte en mi vida.

Billy levanta del plato unos ojos muy abiertos. Abre la boca pero no consigue articular palabra. McMurphy se vuelve hacia Harding.

– Y, por otra parte, nunca hubiéramos conseguido llevárnoslas así de improviso, de no ser porque habían oído hablar de Billy Bibbit. Billy Bibbit, el de la porra [4], así le llamaban entonces. Aquellas chicas ya estaban a punto de largarse cuando una le miró y dijo: «¿Eres el famoso Billy Bibbit el de la Porra? ¿El de las catorce pulgadas?» -Y Billy bajó la cabeza y se ruborizó como ahora- y ahí mismo nos embarcamos. Y recuerdo que cuando subimos a las habitaciones del hotel, junto a la cama de Billy se oyó una voz de mujer que decía, «Señor Bibbit, ¡qué desengaño! ¡Me habían dicho que tenía cator… cator… por todos los santos!».

Y grita y se da palmadas en el muslo y señala a Billy con el pulgar hasta que parece que Billy se va a desvanecer de tanto sonrojarse y sonreír.

McMurphy dice, como si fuera lo más natural de mundo, que un par de bomboncitos como ésos es lo único que le falta a este hospital. Nunca había dormido en una cama como la que dan aquí, y qué bien servida está la mesa. No logra comprender por qué todos parecen tan poco satisfechos de estar encerrados aquí.

– Fijaos -les dice a los chicos y levanta su vaso a contraluz-, el primer vaso de jugo de naranja que bebo en seis meses. Uuuy, qué rico. ¿Y sabéis qué me daban para desayunar en el centro de trabajo? ¿Qué me servían? Bueno, puedo describiros lo que parecía, pero desde luego no sabría decir qué era;

mañana, tarde y noche estaba siempre quemado y tenía patatas y parecía brea para impermeabilizar techos. Una cosa es segura: no era jugo de naranja. Y ahora, en cambio: tocino, tostadas, mantequilla, huevos, café -esa dulzura de la cocina incluso me pregunta si lo tomo solo o con leche, gracias- y ¡un gran vaso entero de zumo de naranja! ¡No me iría de aquí ni que me pagaran!

Repite de todo y concierta una cita con la chica que sirve el café en la cocina, para cuando le den de alta, y felicita al cocinero negro por freír el mejor par de huevos que ha comido en su vida. Nos han dado plátanos para acompañar el cereal y él coge un puñado y le dice al negro que cogerá uno para él porque se le ve muy hambriento, y el negro atisba hacia la sala donde la enfermera está sentada en su casilla de cristal y dice que el servicio no está autorizado a comer con los pacientes.

– ¿Va contra las normas de la galería?

– Así es.

– Qué lástima… -y pela tres plátanos bajo las mismas narices del negro, se los come uno tras otro y le dice al negro que «siempre que quiera algo del comedor, no tiene más que decírmelo, Sam».

Cuando termina el último plátano, se da una palmada en la barriga, se levanta y se encamina hacia la puerta, y el negro grandote le cierra el paso y le dice que la norma es que los pacientes se queden sentados en el comedor hasta que a las siete treinta salgan todos. McMurphy se lo queda mirando como si no pudiera dar crédito a sus oídos, luego da media vuelta y mira a Harding. Éste hace un gesto afirmativo, conque McMurphy se encoge de hombros y vuelve a su sitio.

– Le aseguro que no quiero infringir esas malditas normas.

El reloj que cuelga al fondo del comedor señala las siete y cuarto, miente al decir que sólo llevamos quince minutos aquí, cuando todos sabemos que ha pasado al menos una hora. Todo el mundo ha terminado de comer y se apoya en el respaldo de las sillas y va siguiendo con la mirada el avance de la manecilla larga hasta que marca las siete y media. Los negros se llevan las bandejas sucias de los Vegetales y empujan los cochecitos de los dos viejos para llevarlos a la ducha. Casi la mitad de los tipos que están en el comedor dejan caer la cabeza entre los brazos con la intención de echar un sueñecito antes de que regresen los negros. Es lo único que se puede hacer, sin cartas ni revistas ni rompecabezas. Sólo dormir o mirar el reloj.

Pero McMurphy no puede quedarse quieto haciendo eso; necesita movimiento. Después de pasar dos minutos apartando con la cuchara los restos de comida que quedan en su plato, se dispone a entrar en acción. Se mete los pulgares en los bolsillos, se echa hacia atrás y cierra un ojo para mirar el reloj de pared. Luego se frota la nariz.

– Sabéis una cosa… ese viejo reloj me ha hecho pensar en los blancos del campo de tiro de Fort Riley. Allí conseguí mi primera medalla, por mi gran puntería. Murphy, Ojo Certero. ¿Quién quiere apostarse un miserable dólar a que no consigo acertar en medio de la esfera de ese reloj con este trocito de mantequilla o a que ni tan sólo le doy a la esfera?

Tres aceptan la apuesta y McMurphy coge su trocito de mantequilla, lo coloca sobre el cuchillo y lo catapulta. Queda pegado en la pared, al menos a unas seis pulgadas a la izquierda del reloj y todo el mundo se ríe de él hasta que comienza a pagar sus deudas. Aún siguen preguntando si ha dicho ojo certero u

ojos ciegos [5] cuando el negro más bajito vuelve de limpiar a los Vegetales y todo el mundo baja la vista y se queda muy quieto mirando su plato. El negro nota que algo pasa, pero no consigue adivinar qué. Y es muy probable que nunca lo hubiera descubierto de no ser por el viejo Coronel Matterson que al mirar a su alrededor, ve el trozo de mantequilla pegado a la pared y ello le impulsa a señalarlo y a iniciar una de sus disertaciones. Comienza a explicarnos con voz pausada y sonora, como si lo que está diciendo tuviera algún sentido:

– La man-te-qui-lla… es el par-ti-do re-pu-bli-cano…

El negro mira hacia donde señala el coronel y ahí está la mantequilla que comienza a deslizarse pared abajo como un caracol amarillo. Parpadea al verla, pero no dice ni media palabra, ni siquiera se preocupa de intentar averiguar quién la ha tirado allí.

McMurphy murmura y gesticula ante los Agudos que tiene cerca y al cabo de un instante todos asienten y él deja tres dólares sobre la mesa y se apoya en el respaldo de la silla. Todo el mundo vuelve la cabeza y se queda mirando el trocito de mantequilla que, resbalando por la pared, avanza, se detiene, sigue otra vez adelante y va dejando sobre la pintura un rastro brillante. Nadie abre la boca. Miran la mantequilla, luego el reloj, luego otra vez la mantequilla. El reloj ha comenzado a moverse.

La mantequilla llega al suelo aproximadamente medio minuto antes de las siete treinta y McMurphy recupera todo el dinero que había perdido.

El negro se despabila, vuelve la espalda a la línea de grasa que surca la pared y dice que podemos salir y McMurphy sale metiéndose el dinero en el bolsillo. Rodea los hombros del negro con el brazo y medio andando, medio empujándole, avanza por el pasillo en dirección a la sala de estar.

– Van pasando las horas, Sam, amigo, y apenas me he recuperado. Tengo que apresurarme si quiero ganar algo. A ver si sacas la baraja que tienes guardada bajo llave ahí en el armario y yo ya intentaré gritar más que ese altavoz.

Se pasa la mayor parte de la mañana esforzándose en recuperar el tiempo perdido, sirviendo al «veintiuno»; ahora juegan con pagarés en vez de cigarrillos. Mueve la mesa de juego dos o tres veces, en un intento de alejarse del altavoz. Salta a la vista que le está exasperando. Por fin se va a la Casilla de las Enfermeras y golpetea el cristal hasta que la Gran Enfermera da media vuelta en su silla y le abre la puerta, y él le pregunta si no podría apagar ese ruido infernal durante un rato. Ella se muestra más serena que nunca, ahora que vuelve a encontrarse instalada en su silla detrás de su panel de cristal; aquí no puede perturbarla ningún sacrílego en calzoncillos. Su sonrisa ha cuajado con firmeza. Cierra los ojos, mueve negativamente la cabeza y le dice a McMurphy en un tono muy amable: No.

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[4] Billy «Club» Bibbit, juego de palabras intraducible; billy-club, es una porra.

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[5] Juego de palabras intraducible entre Dead-Eye, ojo certero, y Dead-eyes, ojos ciegos. (N. del T.)

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