– ¡Apártese! ¡Tengo dos ayudantes aquí en la galería!
Busca a los negros con la mirada, pero han salido a atar a los Crónicos a sus camas y están demasiado lejos para poder acudir en su ayuda en caso de emergencia. McMurphy sonríe y le muestra la palma de la mano para que vea que no tiene ninguna navaja. Ella sólo advierte el reflejo de la luz sobre esa palma callosa, lisa y brillante.
– Señorita, sólo quiero…
– ¡Apártese! Los pacientes no pueden entrar en… Oh, apártese, ¡soy católica! -y al decirlo tira de la cadenita de oro que lleva colgada al cuello y entre sus pechos aparece una cruz, ¡que catapulta la pastilla perdida! McMurphy da un manotazo justo frente a sus ojos. Ella grita y se mete la cruz en la boca y aprieta los ojos como si estuvieran a punto de violarla, y así se queda, blanca como el papel, a excepción de la mancha que parece aún más intensa, como si hubiera absorbido la sangre del resto del cuerpo. Cuando por fin vuelve a abrir los ojos su mirada topa con aquella mano callosa que le ofrece la cápsula roja.
– … iba a recoger el jarro que usted dejó caer. -Y se lo tiende con la otra mano.
Ella jadea con violencia. Coge el jarro que él le ofrece.
– Gracias. Buenas noches, buenas noches -y cierra la puerta en las narices del siguiente hombre, se acabaron las pastillas por hoy.
En el dormitorio, McMurphy deja caer la pastilla sobre mi cama.
– ¿Quieres tu dulcecito, Jefe?
Niego con la cabeza y él sacude la pastilla de la cama con el dedo como si fuera un bicho molesto. La pastilla cae al suelo dando tumbos con un chirrido de grillo. Él se dispone a acostarse, comienza a desvestirse. Debajo de los pantalones de trabajo lleva unos calzoncillos de satén negro como el carbón, cubiertos de grandes ballenas blancas con los ojos rojos. Sonríe cuando ve que estoy mirando sus calzoncillos.
– Regalo de una estudiante de Oregón, Jefe, graduada en Literatura. -Tira del elástico con el pulgar-. Dijo que me los daba porque yo era un símbolo.
Tiene los brazos y el cuello y la cara tostados por el sol y cubiertos de un rizado vello anaranjado. Luce un tatuaje en cada uno de sus grandes hombros; uno dice «Luchadores Empecinados» y ostenta un diablo con un ojo rojo y cuernos también rojos y un rifle M-l; el otro representa una mano de póquer extendida sobre el músculo: ases y ochos. Deja el hatillo de ropas sobre la mesita de noche que hay junto a mi cama y comienza a dar puñetazos a la almohada. Le han dado una cama justo al lado de la mía.
Se mete entre las sábanas y me dice que más vale que también me acueste porque ahí viene uno de los negros a escudriñarnos con la linterna. Miro a mi alrededor y veo que se acerca el negro llamado Geever, me quito los zapatos a toda prisa y me meto en la cama, en el momento en que se acerca para asegurarme las mantas con una sábana puesta de través. Cuando acaba conmigo echa un último vistazo a la habitación, suelta una risita y apaga las luces.
A excepción del blanco halo de luz de la Casilla de las Enfermeras que alumbra el pasillo, el dormitorio está a oscuras. Apenas logro distinguir a McMurphy junto a mí; respira profunda y regularmente y las mantas que le cubren suben y bajan de forma rítmica. La respiración se va haciendo más y más lenta, hasta que supongo que lleva un rato dormido. Entonces, procedente de su cama, oigo un suave carraspeo, como un relincho de caballo. Aún está despierto y se ríe solo.
Deja de reír y me susurra:
– Bueno, Jefe, diste un buen salto cuando te dije que venía ese tipo. Creí que me habían dicho que eras sordo.
Es la primera vez en mucho, mucho tiempo que estoy acostado sin haber tomado esa capsulita roja (si me escondo para que no me la den, la enfermera de noche con la marca de nacimiento envía al negro llamado Geever en mi busca y éste me persigue y me acorrala con su linterna mientras ella prepara la jeringa), por eso finjo estar dormido cuando pasa el negro con su linterna.
Cuando se toma una de esas pastillas rojas, uno no se duerme; el sueño lo paraliza, y no puede despertarse en toda la noche, ocurra lo que ocurra a su alrededor. Por eso me dan pastillas; en el otro local adquirí la costumbre de despertarme por la noche y los cogía cometiendo todo tipo de horribles crímenes en la persona de los pacientes que dormían a mi alrededor.
Me quedo muy quieto y contengo el aliento, a la espera de que ocurra algo. Está oscuro, cielo santo, y les oigo arrastrar los pies ahí fuera con sus zapatillas de caucho; se asoman dos veces al dormitorio y van iluminando a todo el mundo con una linterna. Mantengo los ojos cerrados y sigo despierto. Oigo un gemido en la sala de los Perturbados, uuu, uuu, uuuu -han conectado a algún tipo para captar mensajes en clave.
– Oh, no nos vendría mal una cerveza, nos espera una noche muy larga -oigo que le susurra un negro a otro.
Las zapatillas de caucho se encaminan chirriando hacia la Casilla de las Enfermeras, donde está la nevera.
– ¿Una cerveza, encanto? Nos espera una noche muy larga.
El tipo de arriba se calla. El débil quejido de los mecanismos de la pared se va haciendo más y más imperceptible, hasta quedar reducido a nada. Ni un sonido en todo el hospital, a excepción de un sordo murmullo apagado en algún profundo rincón de las entrañas del edificio, un sonido que oigo por primera vez; se parece un poco al rumor que se escucha por la noche en lo alto de una gran presa hidroeléctrica. Una profunda, implacable, fuerza bruta.
El negro gordo está parado ahí fuera en el pasillo y desde mi cama puedo ver cómo mira a su alrededor y se ríe entre dientes. Avanza a paso lento hacia la puerta del dormitorio, golpeándose los sobacos con las grises palmas húmedas. La luz de la Casilla de las Enfermeras proyecta su sombra contra la pared del dormitorio, primero es del tamaño de un elefante, y luego cuando se acerca al dormitorio y mira por la puerta, va haciéndose más pequeña. Suelta otra risita, abre la caja de los fusibles que hay junto a la puerta y mete la mano dentro.
– Eso es, preciosos, seguid durmiendo.
Gira un botón y todo el piso comienza a deslizarse hacia abajo, ¡va hundiéndose en el edificio como la plataforma de un montacargas!
Todo permanece inmóvil excepto el suelo del dormitorio y nos deslizamos y nos alejamos de las paredes y de la puerta y de las ventanas de la galería a gran velocidad; las camas, las mesitas de noche, todo. La maquinaria -probablemente algún tipo de rueda dentada, engranada a una cremallera, en cada esquina del pozo- está bien engrasada y no hace el menor ruido. Sólo oigo la respiración de los demás, y el retumbar que se oye ahí abajo va haciéndose más fuerte a medida que descendemos. Cien metros más arriba, en lo alto del agujero la luz del dormitorio se ha convertido en un puntito que parece cubrir, con un polvillo luminoso, las paredes del pozo. Se hace más y más débil cada vez hasta que un grito lejano resuena en las paredes del pozo. -¡Apártese!- y la luz se apaga por completo.
El suelo toca fondo muy abajo y se detiene con una tenue sacudida. Está oscuro como una boca de lobo y la sábana que me sujeta ahoga mi aliento. Cuando por fin consigo zafarme de la sábana, el piso comienza a inclinarse hacia adelante con un ligero vaivén. Como si debajo tuviera unos cojinetes que no puedo oír. Ni siquiera puedo oír respirar a los tipos que me rodean y de pronto comprendo que ello se debe a que el retumbo ha ido subiendo gradualmente de tono hasta convertirse en lo único que consigo oír. Debemos estar justo en medio de ese ruido. Comienzo a tirar de la sábana que me sujeta, y en el momento en que empieza a soltarse, toda una pared se levanta y deja al descubierto una gran sala con una interminable hilera de máquinas que se extienden hasta el infinito y entre las cuales se afana un enjambre de hombres sudorosos, sin camisa, con los rostros pálidos y embobados bajo los reflejos emitidos por un centenar de altos hornos.