– Amigo… usted… tal vez sea un lobo.
– Maldita sea, no soy ningún lobo y usted no es un conejo. Anda, nunca había oído tamaña…
– Gruñe usted como un lobo.
McMurphy suspira con un sonoro silbido y se aparta de Harding para dirigirse al resto de los Agudos que les rodean.
– A ver, muchachos. ¿Qué demonios os pasa? No estáis tan locos, no creéis que os parecéis a un animal, ¿verdad?
– No -dice Cheswick y se sitúa junto a McMurphy-. No, cielo santo, yo no. No soy un conejo, faltaría más.
– Así me gusta, Cheswick. ¿Y los demás? Aclaremos las cosas. Os habéis visto, intentando convenceros unos a otros de que esa cincuentona es un ser temible. Al fin y al cabo, ¿qué puede haceros?
– Sí, ¿qué? -dice Cheswick y fulmina al resto con la mirada.
– No os puede azotar. No os puede quemar con hierros ardientes. No puede ataros al potro. Ahora hay leyes que prohíben estas cosas; no estamos en la Edad Media. No puede haceros absolutamente na…
– ¡Usted ha vi-vis-to lo que pu-pu-puede hacernos! En la reu-u-unión.
Observo que Billy Bibbit ya no tiene aspecto de conejo. Se inclina sobre McMurphy, procura seguir hablando con la boca llena de baba y el rostro encendido. Luego da media vuelta y se aleja de él.
– Ah, es i-i-i-i-imposible. Debería ma-ma-ma-tarme.
McMurphy le grita mientras se aleja.
– ¿En la reunión? ¿Qué he visto yo en la reunión? Repámpanos, lo único que le he visto hacer ha sido un par de preguntas y preguntas sencillas, amables, por lo demás. Las preguntas no hacen daño, no son palos ni piedras.
Billy le mira otra vez.
– Pero la ma-ma-manera de hacerlas…
– No tienes por qué contestarle, ¿verdad?
– Si u-u-uno no contesta, ella sólo sonríe y to-to-toma nota en su libreta y después, después, ¡oh, no!
Scanlon se acerca a Billy.
– Si uno no le contesta, Mac, se está delatando con su mismo silencio. Es el truco de esos bribones del gobierno para atraparnos a todos. No hay salida. La única solución es volar todo el tinglado de esta cochina tierra… volarlo todo.
– Bueno, cuando hace una de esas preguntas, ¿por qué no la mandáis a freír espárragos?
– ¿Y de qué serviría, Mac? Se limitaría a replicar con un «¿Por qué parece alterarle tanto esa pregunta concreta, Paciente McMurphy?».
– Y bien, se la manda al carajo otra vez. Se los manda a todos al carajo. De momento, no te han hecho nada.
Los Agudos comienzan a apiñarse a su alrededor. Esta vez el que responde es Fredrickson.
– Muy bien, le dices eso y te clasifican como Potencialmente Agresivo y te mandan arriba a la galería de los Perturbados. A mí me pasó eso. Tres veces. Esos pobres tipos de ahí arriba ni siquiera pueden salir de la galería para ir a ver la película del sábado por la tarde. No tienen ni televisión.
– Y, óyelo bien, si continúas manifestando actitudes hostiles, como esa tendencia a mandar a la gente al carajo, te ponen en lista para la Sala de Chocs, o tal vez incluso para algo más grave, una operación, un…
– Maldita sea, Harding, ya le he dicho que no entiendo esta jerga.
– La Sala de Chocs, señor McMurphy, quiere decir la máquina de TES, Terapia de Electrochoc. Un artilugio que es como un compendio de la pastilla para dormir, la silla eléctrica y el potro de torturas, todo en uno. Es un buen truco, simple, rápido, apenas doloroso, tan rápido es; pero nadie quiere pasar por eso, nunca.
– ¿Cuáles son sus efectos?
– Atan al paciente a una mesa con los brazos en cruz -es curioso- y con una corona de electrodos en vez de espinas. Le conectan unos alambres a ambos lados de la cabeza y – ¡zap! -. Una corriente eléctrica que cuesta cuatro chavos le atraviesa el cerebro y, así, de una sola vez, uno recibe un tratamiento y un castigo por su hostil actitud de mandar a la gente al carajo, aparte de que le dejan fuera de combate por un período que oscila entre seis horas y tres días, según los casos. Incluso después de recuperar el conocimiento, uno continúa desorientado varios días. Imposible recordar nada. Si los tratamientos son frecuentes, el tipo puede acabar como el señor Ellis, colgado ahí de la pared. Un idiota babeante que, a los treinta y cinco años, se mea en los calzones. O puede convertirse en un organismo que come y elimina y grita «joder a la mujer», como Ruckly. O si no fíjese en el Jefe Escoba agarrado a su apodo ahí detrás de usted.
Harding me señala con el cigarrillo, no tengo tiempo de apartarme. Finjo no advertirlo. Sigo moviendo mi escoba.
– He oído decir que, hace años, cuando eso estaba realmente de moda, al Jefe le aplicaron más de doscientos tratamientos de electrochoc. Figúrese el efecto que eso puede producir sobre una mente ya un poco ida. Mírelo: un criado gigante. Ahí tiene al Americano en Vías de Extinción, una máquina de barrer de dos metros de altura, asustado hasta de su propia sombra. Ésa es la amenaza que pesa sobre nosotros, amigo mío.
McMurphy se me queda mirando un momento, luego se vuelve otra vez hacia Harding.
– ¡Caramba! Pero, ¿cómo toleráis algo semejante? ¿Y todo ese rollo de la galería democrática que me endilgó el doctor? ¿Por qué no lo ponéis a votación?
Harding le lanza una sonrisa y da otra lenta chupada al cigarrillo.
– ¿Votar qué, amigo? ¿Votar que la enfermera no pueda hacer más preguntas en las Reuniones de Grupo? ¿Votar que no nos mire de esa manera? ¿Podría decirme, señor McMurphy, qué íbamos a votar?
– A mí qué me importa. Voten algo. ¿No comprende que para demostrar que todavía son hombres tienen que hacer algo? ¿No comprende que no pueden permitir que acabe por dominarlos a todos? Mire a su alrededor: dice que el Jefe está asustado de su propia sombra, pero en mi vida había visto semejante hatajo de cobardes.
– ¡Yo no estoy asustado! -dice Cheswick.
– Tú no lo estarás, viejo, pero los demás hasta tienen miedo de reír libremente. Sabéis una cosa, lo primero que me sorprendió de este lugar es que nadie se reía. ¿Me creeréis si digo que no he oído ni una sola verdadera carcajada desde que crucé esa puerta? Cuando uno no es capaz de reírse pierde terreno. Un tipo que deja que su mujer le insulte hasta que pierde la capacidad de reírse, se queda sin una de sus mejores cartas. De entrada, empieza a creer que ella es más fuerte que él y…
– Ah. Parece que nuestro amigo comienza a comprender, compañeros conejos. ¿Dígame, señor McMurphy, cómo enseñarle a una mujer quién es el que manda aparte de reírse de ella? ¿Cómo hacerle ver quién lleva los pantalones? Un tipo como usted tendría que ser capaz de decírnoslo. No es cosa de pegarle, ¿verdad que no? Acudiría a los tribunales. Tampoco se trata de perder los estribos y gritarle; ella le derrotaría con sus esfuerzos por calmar a su irritado muchachote: «¿Mi hombrecito se ha vuelto quisquilloso! ¿Ahhhh?» ¿Ha intentado mantenerse firme ante tamaño comentario alguna vez? Conque ya ve, amigo, es más o menos como usted ha dicho: el hombre sólo posee un arma realmente efectiva contra el bastión del matriarcado moderno, pero desde luego no es la risa. Una sola arma, en esta penetrante sociedad en la que se estudian todas las motivaciones, cada año que pasa aumenta el número de gente capaz de inutilizar esa arma y de dominar a los que hasta el momento habían dominado…
– Cielo santo, Harding, vaya rollo -dice McMurphy.
– … y, pese a todas sus pretendidas capacidades psicopáticas, ¿se cree capaz de emplear con eficacia su arma contra nuestra campeona? ¿Cree que podría blandiría ante la señorita Ratched, McMurphy? ¿Cree que podría?
Y agita una mano en dirección a la casilla de cristal. Todas las cabezas se vuelven en el mismo sentido. Ella está allí, mirando por la ventana, tiene una grabadora escondida en algún sitio fuera del alcance de nuestra vista y lo está grabando todo, y planea la forma de incorporarlo al informe.