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No sabíamos qué hacer a continuación. Nadie nos había dado instrucciones. Apretábamos la cara contra las ventanas y nos servíamos de las manos como de unos anteojos. Los vidrios transmitían las vibraciones de los sonidos y, al inclinarnos hacia delante, sentíamos a las demás muchachas moviéndose en la planta superior. Algo se deslizó, se detuvo, volvió a deslizarse. Algo rebotó. Apartamos las caras y todo volvió a quedar quieto. Después volvimos a acercarnos al vidrio que zumbaba.

Lux buscó a tientas un cenicero. Al no encontrar ninguno al alcance de la mano, sacudió la ceniza, que cayó sobre sus vaqueros. Se los restregó con la mano. Al moverse se incorporó y vimos que llevaba una camiseta de tirantes. Los llevaba atados detrás del cuello con un lazo y los extremos descendían por sus pálidos hombros y sus clavículas salientes, para ensancharse después en dos tiras amarillas. Llevaba la camiseta ligeramente torcida hacia la derecha, y cuando se estiró reveló una suave y blanda carnosidad.

– En julio hará dos años -dijo Joe Hill Conley refiriéndose a la última vez que la habíamos visto con aquella camiseta.

Era un día muy caluroso. Lux había salido pero a los cinco minutos su madre le ordenaba que entrara en la casa y se cambiara. Ahora, esa camiseta nos hablaba de todo el tiempo transcurrido, de todas las cosas que habían sucedido desde entonces, pero sobre todo nos informaba de que las chicas se marchaban y de que a partir de entonces llevarían lo que se les antojase.

– Quizá tendríamos que llamar -murmuró Kevin Head.

Pero nadie llamó. Lux volvió a acomodarse en el almohadón. Aplastó el cigarrillo en el suelo. Detrás de ella, en la pared, se proyectó una sombra. Lux se volvió de pronto, pero sonrió en seguida al ver a un gato que nunca habíamos visto hasta ese momento y que subió a su regazo. Ella abrazó el cuerpo indiferente del animal hasta que éste, tras debatirse un instante, consiguió liberarse (ésta es otra de las cosas que deseamos hacer constar: al final Lux quería a aquel gato extraviado. El animal se escapó y desapareció de este informe). Lux encendió otro cigarrillo. Al quedar iluminada por el reflejo de la cerilla, miró hacia la ventana. Levantó la barbilla y tuvimos la impresión de que nos había visto, pero entonces se pasó la mano por el cabello. Sólo estaba observando el reflejo de su imagen. La luz del interior de la casa nos hacía invisibles y, aunque nos encontrábamos a pocos centímetros de la ventana, no podía vernos, como si estuviésemos mirándola desde otro plano de la existencia. El débil resplandor que salía de la ventana aleteaba ante nuestra cara mientras teníamos el tronco y las piernas sumidos en la oscuridad. En el lago un carguero hacía sonar la sirena, no era noche de niebla. Otro carguero le respondió con un sonido más agudo. De un tirón brusco se le habría podido arrancar a Lux aquella camiseta de tirantes.

Tom Faheem fue el primero, desmintiendo con ello la fama que tenía de tímido. Subió los escalones del porche trasero, abrió sigilosamente la puerta y, finalmente, nos franqueó la entrada de la casa de los Lisbon.

– Aquí estamos -fue todo lo que dijo.

Lux levantó los ojos, pero no se levantó del almohadón. Sus ojos soñolientos no reflejaron sorpresa alguna al vernos, pero en la base de su blanco cuello comenzó a extenderse una mancha de rubor en forma de langosta.

– Ya era hora. Hace tiempo que os estamos esperando -dijo, y dio otra calada al cigarrillo.

– Tenemos un coche -continuó Tom Faheem-. El depósito está lleno. Os llevaremos donde queráis.

– No es más que un Cougar -explicó Chase Buell-, pero el maletero es bastante grande.

– ¿Podré ir sentada delante? -preguntó Lux torciendo la boca para sacar el humo de lado, alejándolo cortésmente de nosotros.

– Por supuesto.

– ¿Quién de vosotros, tíos, se sentará a mi lado?

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sucesión de anillos de humo. Los contemplamos mientras iban subiendo, pero esta vez Joe Hill Conley no se adelantó corriendo para introducir el dedo en ellos. Por vez primera echamos una ojeada a la casa. Ahora que estábamos dentro el olor nos parecía más intenso que nunca. Era un olor a yeso mojado, a desagües atascados con la interminable maraña de los cabellos de las hermanas Lisbon. Los armarios estaban cubiertos de moho, las tuberías goteaban. Debajo de las goteras seguía habiendo botes de pintura, cada uno con un resto de la solución que había contenido en otro tiempo. La sala de estar parecía haber sufrido un saqueo. El televisor, en un rincón, no tenía pantalla. Delante de él estaba abierta la caja de herramientas del señor Lisbon. A los sillones les faltaban los brazos o las patas, como si los Lisbon los hubieran utilizado como leña.

– ¿Dónde están tus padres?

– Duermen.

– ¿Y tus hermanas?

– Ahora vienen.

Algo cayó escaleras abajo con ruido sordo. Nos retiramos hacia la puerta de atrás.

– Vamos -dijo Chase Buell-. Será mejor que salgamos de aquí. Se está haciendo tarde.

Pero Lux se limitó a mover la cabeza y a suspirar. Se apartó un tirante de la piel, le había dejado una marca roja. Todo volvía a estar en silencio.

– Esperad cinco minutos -dijo Lux-. No hemos terminado de hacer el equipaje. Teníamos que esperar a que mis padres estuviesen dormidos. Les cuesta muchísimo dormirse. Especialmente a mi madre. Padece insomnio. Es probable que ahora mismo esté despierta. -Se puso de pie. Vimos que se incorporaba en el almohadón inclinándose hacia delante como para darse impulso. Aquella prenda, con sus inconsistentes tirantes, le colgaba totalmente separada del cuerpo, lo que nos permitía ver aire oscuro entre la tela y la piel y también el dulce fogonazo de sus pechos enharinados-. Tengo los pies hinchados -dijo-. Es de lo más desagradable. Por eso llevo zuecos. ¿Os gustan?

Hizo balancear uno en la punta de los dedos.

– Sí.

Ahora Lux estaba de pie en toda su estatura, que no era mucha. Era preciso que no parásemos de repetirnos que todo aquello estaba ocurriendo de verdad, que aquélla era realmente Lux Lisbon, que estábamos en la misma habitación que ella. Lux se miró, se arregló los tirantes de la camiseta, con el pulgar se encajó la tela en la carnosidad del lado derecho, ahora al descubierto. Después volvió a levantar la vista como si nos mirase a los ojos a todos al mismo tiempo, y echó a andar. Caminaba arrastrando los zuecos en dirección a la zona de sombras y, al acercarse, mientras iba dejando con sus pasos una marca en el suelo cubierto de polvo, oímos que decía:

– En un Cougar no cabremos todos. -Dio un paso más y su cara reapareció. Durante el espacio de un segundo no pareció viva: era demasiado blanca, tenía las mejillas esculpidas de manera demasiado perfecta, las arqueadas cejas parecían pintadas, sus labios gruesos eran de cera. Pero se acercó más y entonces vimos en sus ojos aquella luz que desde siempre habíamos buscado-. ¿No creéis que es mejor coger el coche de mi madre? Es más grande. ¿Quién de vosotros conduce?

Chase Buell levantó la mano.

– ¿Crees que sabrás conducir una furgoneta?

– Seguro que sí -respondió Chase, y al instante preguntó-: No tiene palanca de marchas, ¿verdad?

– No.

– Pues sí, no hay problema.

– ¿Me dejarás conducir un poco a mí?

– Claro. Pero tenemos que irnos. Acabo de oír algo. A lo mejor es tu madre.

Lux se acercó a Chase Buell. Se acercó tanto que su aliento agitó levemente el cabello del chico. Y entonces, delante de todos, le desabrochó el cinturón. Ni siquiera tuvo que bajar la vista. Los dedos veían el camino y sólo una vez se equivocaron, lo que la obligó a hacer un movimiento con la cabeza, como el músico que falla una nota fácil. Todo el tiempo Lux tuvo los ojos clavados en los de Chase, encaramada siempre en las esferas de sus pies, y era tal el silencio de la casa que hasta oímos cómo le desabrochaba los pantalones. El ruido de la cremallera descendió por nuestra columna vertebral. Nadie se movió. Chase Buell no se movió. Los ojos de Lux, fuego y terciopelo, brillaban en la semipenumbra. En el cuello le palpitaba suavemente una vena, aquella en la que se supone que hay que poner el perfume precisamente por esa razón. Aunque se lo hacía a Chase Buell, todos teníamos la impresión de que nos lo hacía a nosotros, que se acercaba y nos poseía como sabía que podía poseernos. Justo en el último segundo se oyó un golpe sordo proveniente de abajo. Arriba, el señor Lisbon tosió en sueños. Lux se detuvo. Apartó los ojos, como consultando consigo misma, y entonces dijo:

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