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– ¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida…

Fue entonces cuando Cecilia dijo en voz alta lo que habría podido considerarse su nota póstuma, aunque en este caso totalmente inútil puesto que seguía con vida.

– Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años -dijo.

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. El señor Lisbon, que enseñaba matemáticas en el instituto, era delgado, de aspecto juvenil, y parecía sorprendido por su propio cabello gris. Su voz era atiplada, y cuando Joe Larson nos explicó que el señor Lisbon había llorado cuando trasladaron a Lux al hospital tras su intento de suicidio, no nos resultó difícil imaginar el tono de su llanto afeminado.

Cuando uno observaba a la señora Lisbon, en vano buscaba en ella algún signo de la belleza que pudo constituir uno de sus atributos. Sus brazos regordetes, su cabello semejante a alambre de acero mal cortado y sus gafas de bibliotecaria frustraban el menor intento. La veíamos raras veces, por las mañanas, vestida elegantemente antes de que saliera el sol, asomándose a la puerta para recoger los cartones de leche cubiertos de rocío, o los domingos, cuando toda la familia salía en la furgoneta camino de la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago. En esas ocasiones la señora Lisbon adoptaba una frialdad regia. Con el bolso fuertemente agarrado en la mano, comprobaba que ninguna de sus hijas llevara ni sombra de pintura en la cara antes de dejarlas subir al coche, y no era raro que ordenara a Lux que volviera a meterse dentro y se pusiera otra blusa menos llamativa. Como nosotros no íbamos a la iglesia, teníamos tiempo de sobra para observarlos: los padres lixiviados, como negativos fotográficos, y las cinco despampanantes hijas luciendo sus esplendorosas carnes, con aquellos vestidos de confección casera, cargados de puntillas y volantes.

Sólo un chico había entrado en la casa: Peter Sissen, que había ayudado al señor Lisbon a instalar la maqueta del sistema solar en la clase, a cambio de lo cual una noche fue invitado a cenar. Peter contó que las muchachas le habían estado pegando continuamente puntapiés por debajo de la mesa y que, como éstos le llegaban de todas direcciones, le habría sido imposible decir quién se los propinaba. Lo escrutaban con sus ojos azules y enfebrecidos y le sonreían con aquellos dientes suyos tan juntos, que constituían el único rasgo de las niñas Lisbon que no alcanzaba la perfección total. Bonnie fue la única que no dedicó a Peter Sissen miradas furtivas ni puntapiés. Se limitó a bendecir la mesa y a comer en silencio, sumida en el religioso fervor de los quince años. Al levantarse de la mesa, Peter Sissen pidió permiso para ir al cuarto de baño y como Therese y Mary estaban en el de la planta baja y de él salían risitas y comentarios en voz baja, tuvo que ir al de la planta superior. Después nos contaría que los dormitorios estaban llenos de bragas arrugadas, de animales de peluche apañuscados por los apasionados abrazos de las chicas; nos dijo también que había visto un crucifijo del que colgaba un sostén, habitaciones brumosas y camas con dosel, y que había percibido los efluvios de tantas chicas juntas en trance de convertirse en mujeres confinadas en un espacio exiguo. Ya en el cuarto de baño, mientras dejaba correr el agua del grifo para enmascarar los ruidos de su registro, Peter Sissen dio con el secreto escondrijo en el que Mary Lisbon guardaba sus cosméticos, metidos en un calcetín atado debajo del lavabo: barras de carmín y aquella segunda piel que constituían el colorete y los polvos, aparte de la cera para depilar, que sirvió para informarnos de que la chica tenía bozo aunque nunca se lo hubiéramos visto. En realidad, ignoramos a quién pertenecían los cosméticos que vio Peter Sissen hasta que dos semanas más tarde encontramos a Mary Lisbon en el malecón con los labios con una tonalidad carmesí que encajaba exactamente con la que nos había descrito Peter.

El muchacho hizo un inventario de desodorantes, perfumes y esponjas ásperas para eliminar pieles muertas, pero lo que más nos sorprendió fue que no descubriera ninguna ducha en toda la casa, porque nos figurábamos que las chicas se duchaban todas las noches, con la misma regularidad con que alguien se lava los dientes. Con todo, nos recuperamos en seguida de nuestra decepción cuando Sissen nos habló de un descubrimiento que había hecho y que superaba con creces nuestras más locas fantasías. En la papelera había encontrado un Tampax manchado con los jugos interiores todavía frescos de alguna de las hermanas Lisbon. Sissen añadió que casi había estado tentado de traérnoslo, que no era una cosa asquerosa sino bella, que había que verlo porque parecía una pintura moderna o algo así, e incluso dijo que había contado doce cajas de Tampax en el armario. Pero en aquel momento Lux llamó a la puerta y preguntó que si se había muerto o qué y entonces él había tenido que ir corriendo a abrirle. Los cabellos de Lux, que durante la cena llevaba recogidos con un pasador, le caían ahora sueltos sobre los hombros. Pero la chica no entró en seguida en el cuarto de baño, sino que miró a Peter a los ojos, después se echó a reír con su risa de hiena y pasó junto a él diciendo:

– ¿Tienes acaparado el baño o qué? Necesito una cosa. -Fue directamente al armario, pero se paró en seguida y enlazó las manos a la espalda-. En privado, si no te importa -le dijo, mientras Peter Sissen bajaba a toda prisa los escalones, rojo como un pimiento y, después de dar las gracias al señor y a la señora Lisbon, se lanzaba corriendo a la calle para poder contarnos en seguida que a Lux Lisbon le estaba saliendo sangre de entre las piernas en aquel mismísimo momento. Era cuando las moscas del pescado cubrían el cielo y ya se estaban encendiendo las farolas.

Cuando Paul Baldino oyó lo que contó Peter Sissen, juró que se metería en casa de los Lisbon y vería cosas aún más impensables que las que había visto Sissen.

– Veré a las chicas duchándose -aseguró.

A los catorce años, Paul Baldino ya tenía las agallas de un gángster y la pinta de matón de su padre, Sammy el Tiburón Baldino, y de todos los que entraban y salían de la enorme casa de Baldino, con sus dos leones esculpidos en piedra a ambos lados de la escalera de entrada. Se movía con el contoneo indolente de los depredadores urbanos que huelen a colonia y se hacen la manicura. Le teníamos miedo, a él y a sus ricos e imponentes primos, Rico Manollo y Vince Fusilli, no sólo porque su casa aparecía a menudo en los periódicos, o por las limusinas negras blindadas que se deslizaban por el camino circular de entrada bordeado de laureles importados de Italia, sino también por aquellos círculos oscuros que tenía debajo de los ojos, por sus flancos de mamut y por aquellos relucientes zapatos negros que no se quitaba ni siquiera para jugar a béisbol. Ya había metido la nariz en sitios prohibidos y, aunque no siempre era fiable lo que contaba después, no por ello dejaba de impresionarnos la osadía de sus exploraciones. En sexto, el día que llevaron a todas las niñas al auditorio para que vieran una película sólo para chicas, Paul Baldino se coló en la sala y se escondió en la antigua cabina de las votaciones para poder contarnos de qué iba la cosa. Lo esperamos en el patio, jugando a pegar puntapiés a la grava para matar el tiempo hasta que apareció mascando un palillo y jugando con el anillo de oro que llevaba en el dedo. Estábamos sobre ascuas.

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