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Subimos a la casa del árbol igual que habíamos hecho siempre, haciendo pasar la cuerda deshilachada a través del agujero de un nudo, después a través del tablero claveteado, a continuación por los dos clavos torcidos, antes de tirar de ella e introducirnos por la trampilla. Ahora éramos mucho más voluminosos y nos costó entrar. Una vez dentro, el suelo de contrachapado se venció con el peso de nuestros cuerpos. La ventana apaisada que muchos años atrás habíamos cortado con una sierra de mano seguía dominando la fachada de la casa de los Lisbon. Junto a la ventana había cinco fotografías de las hermanas Lisbon manchadas y clavadas con chinchetas oxidadas. No recordábamos haberlas colocado allí, pero allí estaban, veladas por el paso del tiempo y la intemperie, por lo que apenas si nos revelaron los perfiles fosforescentes de los cuerpos de las muchachas, convertido cada uno de ellos en una letra brillante y diferente de un alfabeto desconocido. Abajo, algunos vecinos habían salido a regar el césped o los parterres de flores y lanzaban chorros de plata. De toda una serie de aparatos de radio salió la voz cascada de nuestro locutor local de béisbol describiendo un drama lento que no veíamos y sobre los árboles convergieron los clamores de la vuelta completa, que se dispersaron después. Oscureció aún más. La gente se metió en sus casas. Probamos de encender la mecha de la vieja lámpara de queroseno y prendió a causa de algún invisible residuo, pero al cabo de un minuto una multitud de moscas del pescado comenzaron a entrar por la ventana y tuvimos que apagar la lámpara. Oíamos sus cuerpos estrellándose contra las farolas de la calle, una granizada de bolas de pelo, reventando debajo de los neumáticos de los coches que pasaban. Unos cuantos bichos reventaron con un chasquido cuando nos recostamos en las paredes de la casa del árbol. Inertes a menos que se los arrancase de su sitio, se debatían furiosamente, entre nuestros dedos, después de lo cual huían volando para adherirse, nuevamente inertes, sobre cualquier cosa. Los desechos de sus cuerpos muertos o moribundos oscurecían las farolas de la calle y los faros de los coches y transformaban las ventanas de las casas en telones por los que apenas se filtraba la luz. Nos acomodamos e izamos con una cuerda una caja de seis botellas de cerveza calientes, bebimos y esperamos.

Todos habíamos dicho a nuestras familias que nos quedábamos a dormir en casa de algún amigo, o sea que disponíamos de toda la noche para pasarla allí sentados y bebiendo sin que los adultos nos molestaran. Pero ni a la hora del crepúsculo ni después vimos ninguna luz en casa de los Lisbon aparte de la que proyectaban las velas. Parecían arder más débilmente, y sospechamos que, pese a administrarla, a las chicas comenzaba a escasearles la cera. La ventana de Cecilia tenía ese fulgor húmedo de los acuarios sucios. Moviendo en ángulo el telescopio de Carl Tagel a través de la ventana del árbol, pudimos observar la luna picada de viruelas emanando silenciosamente vapor a través del espacio, y también el azulado Venus, pero cuando dirigimos el telescopio a la ventana de Lux quedamos tan cerca de ella que nos fue imposible ver nada. Lo que al principio semejaba el xilofón de su columna vertebral acurrucado en la cama resultó ser una moldura decorativa. Un correoso hueso de melocotón colocado sobre la mesilla de noche, que databa de los tiempos en que tomaban alimentos frescos, dio pie a una serie de extravagantes conjeturas. Cada vez que descubríamos o veíamos alguna cosa que se movía, se trataba de una pieza demasiado pequeña para montar el rompecabezas, por lo que al fin renunciamos, plegamos el telescopio y nos fiamos de nuestros ojos.

La medianoche pasó en silencio. La luna se ocultó. Apareció una botella de vino de fresas Boone's Farm, que hicimos circular y dejamos después en una rama del árbol. Tom Bogus se dirigió, vacilante, a la puerta y desapareció de la vista. Un minuto más tarde oímos sus arcadas entre los arbustos. Permanecimos despiertos lo bastante como para ver salir al tío Tucker con un trozo de linóleo. Era la decimotercera capa que instalaba a fin de llenar las horas de su vida. Después de sacar una cerveza de la nevera del garaje, se paseó por el jardín delantero de su casa y echó una ojeada a su territorio nocturno. Se apostó detrás de un árbol y esperó a que apareciese Bonnie, rosario en mano. Desde el lugar en que se encontraba no podía ver el destello de luz que aparecía en la ventana del dormitorio, y cuando oímos que ésta se abría él ya se había metido en casa. Teníamos los ojos fijos en aquella luz; osciló en la oscuridad y después se encendió y se apagó tres veces seguidas.

Se levantó brisa. En la negrura las hojas del árbol en que estábamos se agitaron un poco y el aire se llenó con el aroma crepuscular que emanaba la vivienda de los Lisbon. Ninguno de nosotros recuerda haber pensado ni decidido nada, puesto que en aquel momento preciso la mente dejó de funcionarnos y se nos llenó con la única paz que conocimos nunca. Estábamos allá arriba, sobre el nivel de la calle, a la misma altura que las ruinosas habitaciones de las hermanas Lisbon, y ellas nos llamaban. Oímos el crujido de la madera. Entonces, por un instante, las vimos -Lux, Bonnie, Mary y Therese- enmarcadas en la misma ventana. Nos miraban, penetraban el vacío hasta nosotros. Mary nos envió un beso o quizá se secó la boca. La luz se apagó. La ventana se cerró y ellas se marcharon.

Ni nos paramos a hablarlo siquiera. En fila, como los paracaidistas, saltamos del árbol. Era un salto fácil, y el golpe nos reveló cuán cerca estaba el suelo: a no más de tres metros. Si saltábamos, casi podíamos tocar el suelo de la casa del árbol. Nos asombró nuestra nueva altura y más tarde muchos dijeron que aquello contribuyó a potenciar nuestra audacia porque por primera vez nos sentimos hombres.

Avanzábamos hacia la casa desde diferentes direcciones, ocultándonos en las sombras de los árboles que aún sobrevivían. A medida que nos acercábamos, algunos arrastrándose por el suelo a la manera de los soldados, otros caminando, el olor era cada vez más fuerte. El aire se espesaba. Pronto llegamos a una barrera invisible: hacía meses que nadie se acercaba tanto a la casa de las hermanas Lisbon. Vacilamos y entonces Paul Baldino levantó la mano, dio la señal y nos aproximamos aún más. Rozamos las paredes de ladrillo, nos agachamos debajo de las ventanas, se nos prendieron telarañas en los cabellos. Nos metimos en la húmeda suciedad del jardín trasero. Kevin Head tropezó con el comedero de los pájaros, que todavía seguía allí. Se partió por la mitad y las semillas que contenía se desparramaron por el suelo. Nos quedamos helados, pero no se encendió ninguna luz. Un minuto después nos acercamos un poco más. Los mosquitos se lanzaban en picado sobre nuestras orejas, pero no les hacíamos caso porque estábamos demasiado absortos tratando de descubrir en la oscuridad una escala hecha con sábanas anudadas y un camisón que descendía por ella. No vimos nada. La casa se erguía ante nosotros, sus ventanas reflejaban oscuras masas de hojas. Chase Buell nos recordó en un murmullo que acababa de obtener el carné de conducir y nos mostró las llaves del Cougar de su madre.

– Podemos coger mi coche -dijo.

Tom Faheem escudriñó los descuidados parterres en busca de piedrecillas para arrojar a las ventanas de las chicas. En cualquier momento una de las ventanas de arriba podía abrirse después de romper la soldadura de las moscas del pescado y entonces se asomaría una cara que nos miraría durante el resto de nuestras vidas.

Cuando llegamos a la ventana de atrás fuimos lo bastante valientes para atisbar dentro. A través de una maraña de plantas muertas colocadas en el alféizar, descubrimos el interior de la casa: un paisaje marino de objetos confusos que tan pronto avanzaban como retrocedían a medida que los ojos se iban acomodando a la luz. La butaca del señor Lisbon rodó hacia delante, el apoyo de los pies se levantó como una pala de recoger nieve, el sofá de vinilo marrón retrocedió hacia la pared. Mientras se movían de un lado a otro, el suelo pareció elevarse como un escenario hidráulico y entonces, iluminada por la única luz de la habitación, procedente de una pequeña lámpara con pantalla, vimos a Lux. Estaba tumbada en un almohadón y tenía las rodillas levantadas y separadas, la parte superior del cuerpo hundida en el cojín, como si la sujetase igual que una camisa de fuerza. Llevaba vaqueros y zuecos de ante y la larga cabellera se le desparramaba sobre los hombros. Tenía un cigarrillo en la boca, y la larga ceniza estaba a punto de caer.

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