Se produjo un corto silencio, interrumpido por un solo sonido: la señora Fleischmann me retiró el plato y se lo llevó a la cocina y ya no volvió a donde estábamos. Los dos viejos me preguntaron que «a qué venía eso, qué quería decir con eso». Les dije que nada en especial pero que no había sido exactamente así, las cosas «llegaban», pero nosotros también avanzábamos. Sólo ahora parecía todo hecho, acabado, zanjado y terminado, como si hubiese «llegado» así, con mucha rapidez y poca transparencia, sólo ahora que mirábamos hacia atrás, al revés. Y claro, también si hubiéramos conocido nuestro destino por adelantado… De aquella manera sólo podíamos haber estado viendo el paso del tiempo. Sin embargo, un beso, un solo beso podía tener la misma importancia que un día inmóvil en el edificio de la aduana o las cámaras de gas. Así es: si mirábamos hacia atrás nos equivocábamos; y también nos equivocábamos si mirábamos hacia delante, las dos cosas estaban equivocadas. Al fin y al cabo, veinte minutos son bastante tiempo, de manera relativa y también de hecho. Cada uno de aquellos minutos empezó, transcurrió y acabó; y después empezó el siguiente. Ahora, seguí explicándome, cada uno de aquellos momentos en realidad habría podido traer algo nuevo. No trajeron nada, claro que no, pero habrían podido hacerlo. Había que reconocer que cada instante hubiera podido traer algo nuevo, algo diferente de lo que trajo, en Auschwitz y también en casa, por ejemplo en la noche que habíamos despedido a mi padre.
Entonces el viejo Steiner se removió en su asiento y observó: «Pero ¿qué es lo que habríamos podido hacer?», pronunciando la frase con una expresión de enfado y de queja a la vez. Le dije que nada, por supuesto, o algo, cualquier cosa, lo que hubiera sido una locura, otra locura, como la locura de no hacer nada, claro, la locura de no hacer nada. «En realidad -traté de explicarles- tampoco es eso.» «Entonces ¿qué es?», me preguntaron, casi perdiendo la paciencia, y yo seguí hablando más enfadado que ellos. Son los pasos. Todos habíamos estado dando pasos, yo también, y no sólo en la fila de Auschwitz sino antes, en casa. Yo había ido dando pasos con mi padre, con mi madre, con Annamária, y también había ido dando pasos -quizá los más difíciles- con la hermana mayor. Ahora ya sabría explicarle lo que era ser «judío»: nada, no significaba absolutamente nada, por lo menos para mí, por lo menos originalmente, hasta que empezó lo de los pasos. Nada era verdad, no había otra sangre, no había otra cosa que…, y allí me paré, pero me acordé, de repente, de las palabras del periodista: sólo había situaciones dadas que contenían posibilidades. Yo había vivido un destino determinado; no era ése mi destino pero lo había vivido. No comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora tendría que vivir con ese destino, tendría que relacionarlo con algo, conectarlo con algo, al fin y al cabo ya no podía bastar con decir que había sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente no había ocurrido.
Veía, sí veía muy bien que no me comprendían, que mis palabras no les gustaban en absoluto y que algunas hasta los hacían enfadar. Veía que el señor Steiner trataba de interrumpirme, que casi se ponía de pie, veía que el señor Fleischmann no lo dejaba, y también le oí decir: «Déjalo… ¿No ves que sólo quiere hablar? Déjalo hablar…», y yo hablaba aunque en balde y de una manera un tanto caótica. Incluso así les dije lo que quería: que nunca empezamos una nueva vida sino que seguimos viviendo la misma de siempre. Yo había dado unos pasos y no otros, y puedo decir que dentro de mi propio destino siempre había actuado con honradez. La única mancha, el único pequeño fallo, el único detalle fortuito que podían echarme en cara era el estar allí, conversando con ellos, pero de eso no tenía que asumir yo la responsabilidad. ¿O tal vez querían que esa honradez y todos esos pasos que yo había dado perdieran su sentido? ¿A qué se debía ese cambio radical, por qué se ponían en mi contra, por qué no querían reconocer que si el destino existía entonces no podía existir la libertad, y al revés? -continuaba yo, cada vez más sorprendido, cada vez más metido en el tema-. Si existe la libertad entonces no puede existir el destino, por lo tanto, nosotros mismos somos nuestro propio destino -de repente reparé en ello con una claridad como nunca había tenido antes-. Sentí pena por estar sólo con ellos dos, por no tener un contrincante de mayor calibre. Pero allí estaban sólo ellos en ese momento, y los dos habían estado siempre, también cuando despedimos a mi padre. Ellos también habían dado sus pasos; ellos también lo habían sabido todo de antemano, ellos también habían despedido a mi padre como si fuéramos a enterrarlo, e incluso más tarde sólo habían discutido por asuntos triviales, como si era más conveniente coger el tren de cercanías o el autobús para ir a Auschwitz… En ese momento no sólo el señor Steiner sino también el señor Fleischmann se puso de pie. Este último trató de contenerse pero no pudo. «¿Cómo? -me gritaba con la cara roja como un tomate, golpeándose el pecho-. Ahora resulta que vamos a ser nosotros los culpables, nosotros que en realidad somos las víctimas…» Yo traté de explicarle que no se trataba de culpas, que sólo había que reconocer las cosas, simplemente, humildemente, razonablemente, por una cuestión de honor. Que no se podía, que trataran de comprender que no se podía quitarme todo eso, no podía ser que yo no fuera ni el ganador ni el perdedor, no podía ser que no tuviera razón en nada, que me hubiera equivocado en todo, no podía ser que nada tuviese razones ni consecuencias, simplemente que trataran de comprender, ya casi les estaba rogando, que no podía tragarme la píldora amarga de que yo hubiese sido sólo, simple y puramente un inocente. Pero vi que no querían comprender de ninguna manera, así que cogí mi bolso y mi gorro, dije unas cuantas palabras confusas más, hice un gesto y me fui, simplemente me fui, sin terminar la frase que estaba pronunciando. Abajo me recibió la calle. Para ir a casa de mi madre tenía que coger el tranvía pero me acordé de que no tenía dinero y decidí ir andando. Para recuperar mis fuerzas me detuve un momento en la plaza, al lado del banco en el que había estado sentado antes. Por delante, por donde tendría que encaminarme, por donde la calle parecía alargarse y ensancharse, perderse en lo infinito, encima de los montes azules y verdes, el cielo era de color púrpura y las nubes violetas. Alrededor las cosas también parecían haber cambiado: el tráfico había disminuido, la gente iba menos deprisa, hablaban en un tono más bajo y sus miradas eran más dulces. Era aquella hora tan típica -la reconocí de inmediato, allí mismo-, mi hora preferida en el campo, y experimenté una sensación fuerte, dolorosa e inútil: la nostalgia. De repente todo recobró vida otra vez, todo estaba allí, en mi interior, todo hasta los mínimos detalles, todos los recuerdos, absolutamente todo. Sí: desde cierto punto de vista, allá la vida había sido más simple, más inequívoca. Me acordé de todo y de todos, repasando hasta a los que no me habían interesado para nada, y también a los que ya sólo existían en mis recuerdos, a todos: a Bandi Citrom, a Pietka, a Bohús, al médico y a todos los demás. Por primera vez pensé en ellos con un ligero sentimiento de reproche, de resentimiento pero también de amor.
Bueno, tampoco había que exagerar, puesto que justamente allí residía el meollo de la cuestión: allí estaba yo, aceptando cualquier argumento con tal de poder seguir viviendo. Miré alrededor en aquella plaza pacífica, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando y seguramente se pondría muy contenta de verme, la pobre. Me acordé de que ella quería que yo fuera arquitecto, médico o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no podía haber ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los «horrores», cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo.