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Sólo en Zeitz comprendí que la vida de un preso también tiene días laborables, mejor dicho, que la vida de un preso sólo tiene días laborables, todos iguales. Era como si ya hubiera estado en una situación similar, en el tren, camino a Auschwitz. Allí también todo dependía del tiempo y de la habilidad de cada uno. Pero en Zeitz era peor; para seguir con el mismo ejemplo, tenía la sensación de que el tren se había detenido indefinidamente, pero, por otra parte, delante, a mi alrededor e incluso dentro de mí era como si corriera a toda velocidad: apenas podía asimilar los repentinos cambios que se producían alrededor y en mi interior. Puedo, sin embargo, afirmar una cosa con total seguridad: he recorrido todo el camino aprovechando honradamente todas y cada una de las posibilidades que se me iban presentando.

En primer lugar, todo lo nuevo hay que empezarlo con buena voluntad, incluso en un campo de concentración; ésa fue mi experiencia -de momento, bastaba con convertirme en un buen preso, lo demás vendría después-, ésa era mi convicción, en eso se basaba mi comportamiento, al igual que el de todos los demás. Enseguida comprendí que las opiniones favorables que había oído en Auschwitz sobre la situación del Arbeitslager en cierto modo podían considerarse algo exageradas. Sin embargo, todavía no había percibido hasta qué punto podían ser exageradas esas opiniones y sus consecuencias -no podía, claro que no-, y lo mismo les ocurría, sin excepción, a los aproximadamente dos mil presos de nuestro campo, naturalmente sin contar los suicidas. Sin embargo, se producían muy pocos suicidios, no era la regla, eso lo reconocía todo el mundo. Yo me enteré de unos cuantos casos, oía los comentarios y las opiniones: algunos lo desaprobaban por completo, otros lo comprendían, los conocidos lo lamentaban, pero todos parecían estar hablando de un hecho excepcional, lejano, extraño y difícil de explicar, de un acto frívolo o quizás incluso respetable pero de todas formas de algo que era consecuencia de una conducta precipitada.

Lo principal era no abandonarse; algo siempre pasará porque nunca ha pasado que algo no pasara, eso me enseñó Bandi Citrom, afirmación llena de sabiduría que él había aprendido en el campo de trabajo. La primera cosa, la más importante era, en todas las circunstancias, el lavarse (las pilas en filas paralelas, los tubos de hierro con sus agujeros a la intemperie en la parte del campo que daba hacia la carretera). También era sumamente importante administrar la ración de comida, la hubiera o no. Por difícil que resultara esa dura disciplina había que guardar algo para el desayuno de la mañana siguiente. Es más, otro trozo debería quedar para la hora de la comida, procurando evitar que nuestros pensamientos y, sobre todo, nuestras manos se encaminaran a los bolsillos. Así, y sólo así, se evitaba el penoso pensamiento de no tener nada que llevar a la boca. Me enteré de que aquel trapo que yo creí siempre que era un pañuelo, servía para envolver los pies antes de meterlos en los zapatos; aprendí que en el recuento o en la marcha, los únicos sitios seguros eran los de la fila del medio; que en el momento en que distribuían la sopa había que ponerse atrás para recibir una porción más espesa; que el mango de la cuchara se podía transformar en un instrumento parecido a un cuchillo. Todo esto -y muchas cosas más, todas muy importantes para la vida de un preso- lo aprendí de Bandi Citrom, observándolo y tratando de imitarlo o comportarme como él.

Nunca lo hubiese creído y, sin embargo, es una verdad como un templo: en ninguna otra circunstancia importa tanto llevar una vida ordenada, ejemplar y hasta virtuosa como estando preso. Todo eso estaba claro. Bastaba con echar un vistazo a los alrededores del bloque uno, donde vivían los presos más antiguos. El triángulo amarillo en su pecho nos lo decía todo, y la letra «L» nos informaba que procedían de la lejana Letonia, exactamente de la ciudad de Riga, según me dijeron. Entre ellos había unos sujetos extraños que al principio me sorprendieron; eran todos muy viejos, con la cabeza hundida, la nariz prominente y el sucio uniforme colgando sobre sus hombros: parecían cuervos frioleros incluso en los días más calurosos del verano. Con aquel aspecto, aquellos pasos difíciles y penosos parecían preguntar: «¿Vale la pena el esfuerzo?». Eran como signos de interrogación vivientes. Por su forma y hasta por su volumen no podían llamarse de otro modo. Me enteré de que en el campo de concentración los llamaban «los musulmanes». Bandi Citrom me advertía: «Al verlos se te quitan las ganas de vivir», y tenía algo de razón, aunque más tarde comprendí que para eso hacía falta mucho más.

Por encima de todo estaba el recurso de la terquedad. Había muchas clases y grados de terquedad, pero ésta nunca faltaba en Zeitz, hay que reconocerlo, y muchas veces nos era de gran ayuda. Contábamos, por ejemplo, con la presencia de una compañía, comunidad o especie -no sé cómo llamarla- cuyo primer representante, que estaba a mi izquierda en la fila, me había llamado la atención al llegar. Bandi Citrom me contó más cosas sobre ellos, me dijo que los había apodado «fineses», puesto que cuando se les preguntaba de dónde eran, siempre decían -si es que decían algo- «Fin Minkács», es decir «de Munkács», o «Fin Sarada», que ya era más difícil de adivinar, de Sátoraljaújhely. Bandi Citrom los conoció en el campo de trabajo, y su opinión sobre ellos no era muy buena. Estaban por todas partes, en el trabajo, en la marcha o en el recuento, en la fila, balanceándose para atrás y para adelante, murmurando sus rezos como si fueran deudas de nunca acabar. En las pausas nos decían con disimulo: «Cuchillo para vender», pero no les hacíamos caso. Menos aún, por muy tentador que fuera, cuando por la mañana nos decían: «Sopa para vender», porque ellos no comían sopa, ni wurst cuando había: no comían nada que prohibiera su religión. Entonces, ¿cómo sobreviven?, cabría preguntarse, y Bandi Citrom habría respondido que no había por qué preocuparse por ellos; y es verdad, puesto que -como era evidente- sobrevivían. Entre ellos y con los letones hablaban el yiddish, pero conocían también el alemán, y el eslavo y quién sabe cuántos idiomas más; el húngaro sólo lo empleaban para hacer negocios.

Una vez -no pude evitarlo- me pusieron en el destacamento en que estaban ellos. «Reds di jiddish?» [¿Hablas en yiddish?], me preguntaron enseguida. Cuando les dije que no, habían terminado conmigo, no me hicieron el menor caso, me miraban como si fuera aire, como si no existiera. Traté de hablarles, de hacerme ver, pero todo fue en balde. «Tú no eres judío», repetían moviendo la cabeza. Me sorprendió mucho porque no comprendía cómo aquella gente -todos tan buenos comerciantes- podía aferrarse a una cosa sin sentido que sólo le causaría problemas. Aquel día volví a sentir la misma tensión, el mismo escozor en la piel, la misma torpeza que había experimentado muchas veces cuando todavía vivía en Budapest y estaba entre ellos, como si hubiera algo anormal en mí, como si yo fuera distinto, diferente de su ideal; lo que quiero decir es que me sentía judío, y ese sentimiento resultaba extraño, puesto que estaba entre judíos, en un campo de concentración.

También Bandi Citrom me sorprendía a veces. Lo oía cantar a menudo, en el trabajo, en el descanso, y pronto aprendí de memoria su canción favorita. La cantaba con sus compañeros en el campo de trabajo, en el batallón disciplinario:

Por los campos de Ucrania vamos desactivando minas,

no tenemos miedo, somos valientes.

Así empezaba; me gustaba en especial la última estrofa:

Si cae un compañero

a casa el recado mandaremos.

No importa lo que nos espere,

hermosa patria nuestra,

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