Enseguida nos contaron, nos ordenaron, nos llevaron y nos trajeron, para determinar quiénes dormirían en qué tiendas: nos pusieron en filas de diez, delante de nuestros respectivos «bloques». Yo ocupé mi puesto delante de la tienda que estaba a la derecha, y allí estuve esperando muchísimo tiempo, de pie, hasta que se me entumeció todo el cuerpo bajo el peso de aquel día que resultaba cada vez más y más insoportable. En vano miraba por todas partes, buscando a los muchachos, alrededor no había más que desconocidos. Mi vecino de la izquierda era un hombre alto y delgado, un poco raro, que no dejaba de hablar solo y de mover su cuerpo, inclinándose hacia delante y hacia atrás, y el de la derecha, uno bajito pero fuerte, se pasaba el tiempo echando escupitajos en la arena. Me miró, primero fugazmente y luego con más detenimiento, con sus ojos achinados y brillantes. Su nariz era pequeñísima, casi como si no tuviera hueso, y llevaba el gorro un poco ladeado, lo que le daba un toque de gracia. «¿Y tú -me preguntó, después de mirarme por segunda vez-, de dónde eres?» Enseguida me di cuenta de que le faltaban los dientes anteriores. Cuando le dije que era de Budapest, se animó muchísimo y me preguntó si todavía existían los bulevares y si circulaba el tranvía número seis, como él «los había dejado». Le contesté que, por supuesto, todo estaba igual y se mostró muy contento. También quería saber cómo había llegado hasta allí, a lo que yo respondí: «Fue muy fácil, sólo tuve que bajar del autobús». «¿Y qué?», preguntó. Le respondí que nada más, que allí estaba. Se quedó un tanto sorprendido, como alguien que no conoce la disposición de su propio hogar, y quise preguntarle qué era lo que tanto le extrañaba, pero no pude porque al instante me cayó una bofetada. En realidad estaba ya sentado en el suelo cuando oí el ruido y empecé a sentir un escozor en la mejilla izquierda. Ante mí había un hombre, vestido con traje negro de montar y un gorro negro de artista, que lucía un cabello y un fino bigote negro en medio de su cara de tez oscura y desprendía un olor extrañísimo: no había ninguna duda, era un olor auténtico a perfume. De su griterío sólo entendí la palabra Ruhe, es decir, «silencio», repetida varias veces. La verdad es que parecía representar una verdadera autoridad, avalada por los números que llevaba junto a la letra «Z» dentro de un triángulo verde, un silbato de plata y las letras blancas «LA» en una cinta en el brazo. Yo estaba bastante enfadado puesto que no estaba acostumbrado a que me pegaran; sentado y todo, intenté expresarlo de alguna manera. Yo creo que percibió mi enfado porque, a pesar de que seguía chillando, noté que la expresión de sus ojos oscuros, como aceitosos, cambió, haciéndose más suave, como si quisiera disculparse, mientras me miraba de arriba abajo: era una sensación molesta e incómoda. Luego, siguió su camino, corriendo entre la gente que le abría paso, con la misma rapidez con la que había llegado.
Cuando me levanté, mi vecino de la derecha me preguntó si me había dolido. Le contesté bien alto, para que todos me oyeran, que no, que en absoluto. «Entonces -opinó- deberías limpiarte la nariz.» Al tocarla, mis dedos se mancharon de sangre. El vecino me indicó que debía inclinarme hacia atrás para que la sangre dejara de correr. Después me dijo que aquel hombre era un gitano y, tras un corto silencio, añadió: «Es un bujarrón». Al ver que yo no había entendido aquella expresión, continuó: «Mariquita». Eso sí lo entendí, más o menos. «Bueno -dijo entonces, extendiéndome la mano-, yo me llamo Bandi Citrom», y yo también le dije mi nombre.
Según me contó, venía de un campo de trabajo. Lo habían destinado a trabajos obligatorios al principio de la guerra, puesto que tenía veintiún años en aquella época: por su edad, su sangre y su estado físico era apto para trabajar; así se había visto obligado a abandonar su casa hacía cuatro años. Había estado en Ucrania, desactivando minas. «¿Y tus dientes?», le pregunté. «Me los han roto», su respuesta me sorprendió tanto que no pude dejar de preguntar: «¿Cómo?», me contestó que era «una larga historia» y no quiso entrar en detalles. Al parecer se había «peleado con el sargento», lo que tuvo como consecuencia la rotura de la nariz y los dientes. Tampoco entró en detalles sobre la manera de desactivar las minas, sólo me dijo que se hacía con una pala, un alambre y mucha suerte. Por eso habían quedado tan pocos en el «batallón disciplinario» y habían tenido que reemplazar a los húngaros por soldados alemanes. Ellos se pusieron muy contentos puesto que les habían prometido un trabajo más fácil. El tren los llevó a Auschwitz, como era de esperar.
A mí me hubiera gustado seguir curioseando, pero en aquel momento llegaron tres hombres. Unos diez minutos antes, me había llamado la atención el nombre de uno de ellos al que se dirigían varias personas: «¡Doctor Kovács!»; al instante había salido de las filas un hombre regordete, de cara blanda, con media calva y el resto de la cabeza afeitada. Se movía despacio, casi a regañadientes, como alguien que sólo hace caso ante la insistencia; él mismo había designado a los otros dos. A continuación se fueron los tres, acompañados del hombre vestido de negro, y yo me enteré cuando la noticia llegó a las últimas filas, de que acabábamos de elegir a nuestro comandante, Blockältester como ellos lo llamaban, y a nuestros Stubendienst, es decir -como le traduje más o menos a Bandi Citrom que no hablaba alemán- nuestros «sirvientes de habitación». Ahora nos querían enseñar algunas de las voces de mando y los movimientos que las acompañaban, y, más adelante, ya nos enseñarían más. Yo ya conocía algunas de las voces, como «Achtung! Mützen… ab! Mützen… auf!» [¡Atención! ¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!], pero otras eran nuevas: «Korrigiert!» [¡Ajustar!] se refería a los gorros, naturalmente y «Aus!» a lo que teníamos que «ajustar», por ejemplo las manos a los muslos, con un golpe seco. Practicamos las órdenes varias veces. Según nos explicaron, el Blockältester también era el responsable del recuento; lo ensayó y lo volvió a ensayar delante de todos nosotros; uno de los Stubendienst -un hombre bajito, con tez rojiza, casi violeta- representó el papel de soldado. «Block fünf -dijo- ist zum Appel angetreten. Es soll zweihundertfünfzig, es ist…» [El bloque cinco se ha presentado a formar filas. Debe haber doscientas cincuenta, hay…] y así me enteré de que pertenecía al bloque número cinco y de que éramos doscientos cincuenta en total. Después de un par de repeticiones, todo quedaba perfectamente claro, comprendido y asimilado.
Luego tuvimos un rato de inactividad, de modo que pude fijarme en un descampado que había a la derecha de nuestra tienda, en el que se levantaba un montículo de tierra con un palo largo encima y un foso profundo detrás. Le pregunté a Bandi Citrom para qué servía todo aquello. «La letrina», me dijo enseguida, sin pensarlo siquiera, y se puso a mover, incrédulo, la cabeza al ver que yo no conocía ese término. «Se nota que nunca te has separado de las faldas de tu madre», opinó y pasó a explicarme para qué servía la letrina. Luego añadió -cito sus palabras textuales-: «Para cuando la llenemos de mierda, estaremos libres». Aquello me hizo mucha gracia pero él se quedó serio, como si estuviera profundamente convencido de ello. No pudo decirme nada más puesto que desde el portón se acercaban tres soldados de aspecto muy distinguido y con pasos severos y decididos, pero sin prisas, como si estuvieran en su casa, totalmente seguros de sí mismos. Al verlos, el Blockältester gritó en un tono entusiasmado que no había empleado durante los ensayos: «Achtung! Mützen… ab!», al instante todos, incluidos Bandi Citrom y yo mismo, nos quitamos los gorros.