Se incorporó repentinamente, miró su reloj y la expresión de su rostro cambió. Me comunicó que era periodista y añadió que trabajaba en un «periódico demócrata», entonces me di cuenta de que por su manera de hablar se parecía al tío Vili, pero sólo vagamente, con la misma diferencia -digamos- de credibilidad que había entre las palabras -y sobre todo los actos-, los actos de terquedad del rabino y el tío Lajos. Esa idea me hizo pensar por primera vez en el próximo encuentro, y dejé de seguir las palabras del periodista con tanta atención. Dijo que le gustaría transformar la coincidencia de nuestro encuentro en una coincidencia feliz. Me propuso que empezáramos a escribir un artículo juntos, «una serie de artículos». Él los escribiría basándose en lo que yo le contara. Así podría yo conseguir algo de dinero que me vendría bien ahora, al comienzo de una «nueva vida», aunque -añadió con una sonrisa y un tono de disculpa- «no me podía ofrecer mucho», puesto que el diario era nuevo, y «sus fuentes financieras limitadas de momento». De todas formas, no era eso lo más importante -opinó-, sino «curar las heridas abiertas para que cicatrizasen y castigar a los culpables». Antes que nada, había que «movilizar a la opinión pública», disipar «la indiferencia, la apatía, la duda». Los lugares comunes no valían, había que desenmascarar la verdad, aunque fuera «una prueba dolorosa» enfrentarnos a ella. En mis palabras -añadió- veía «mucha autenticidad», la voz de los nuevos tiempos, una «triste huella» de los acontecimientos, si entendí bien, y «un colorido nuevo, auténtico y único en la marea de hechos agobiantes». Me preguntó entonces qué pensaba yo de todo ello. Le dije que antes que nada tenía que resolver mi propia papeleta, arreglar mis asuntos; debió de interpretar mal mis palabras porque me respondió: «No, ya no se trata únicamente de tu papeleta ni de tus asuntos. Es un asunto de todos, del mundo entero». Pero yo insistí en que tenía que irme a casa, y entonces me pidió perdón. Nos levantamos, y él parecía reflexionar sobre algo. «¿No podríamos empezar el artículo con una fotografía del momento del reencuentro?» Como yo no le respondiera, con una leve sonrisa me explicó que «la profesión obligaba a veces al periodista a comportarse con poco tacto», pero que si yo no lo quería él no insistiría porque no deseaba «forzar» nada. Se volvió a sentar, sacó una agenda negra y la abrió, escribió algo sobre una hoja que luego arrancó, se levantó otra vez y me la dio. Allí estaba su nombre con la dirección y el teléfono de su agencia; se despidió de mí «con la esperanza de verme pronto», extendiendo la mano caliente, carnosa, un poco sudada y apretando la mía con simpatía. Esperé hasta que su figura se perdiera entre la multitud y sólo entonces tiré el papelito.
Reconocí enseguida nuestra casa. Allí estaba, intacta, entera, igual que antes. El portal olía igual, me recibieron las mismas escaleras desgastadas, el mismo ascensor destartalado, y más arriba, en un rincón de la escalera me acordé de un momento especialmente íntimo de mi vida. Subí hasta nuestro piso y toqué el timbre. La puerta se abrió pronto pero sólo un poco, justo lo que permitía el cerrojo, la cadena de dentro; me sorprendí porque no me acordaba de tal artilugio. Desde la rendija de la puerta me miraba una cara desconocida, una mujer de mediana edad, de cara amarillenta y huesuda. Me preguntó a quién deseaba ver y le dije que vivía allí. «No -me respondió-, aquí vivimos nosotros.» Ya iba a cerrar la puerta pero no pudo hacerlo porque yo se lo impedí, metiendo el pie. Intenté explicarle que había un error puesto que yo me había ido de allí y estaba segurísimo de que aquélla era mi casa. Me respondió, con voz amable y simpática, que estaba equivocado puesto que eran ellos los que vivían allí, mientras intentaba cerrar la puerta, cosa que yo seguía impidiendo. Levanté entonces la vista para mirar el número, por si resultaba verdad que estaba equivocado; al hacerlo disminuí la presión del pie, y ella consiguió lo que quería; oí cómo cerraba la puerta, dándole dos vueltas a la llave.
De regreso a la escalera me detuve en una puerta conocida. Toqué el timbre y salió una vieja gorda. Ya iba a cerrar la puerta como la otra mujer, cuando aparecieron detrás de ella unas gafas brillantes, y en la penumbra reconocí el rostro gris del señor Fleischmann. A su lado, vi una panza descomunal, unas pantuflas, una cara grande, roja, con un peinado infantil con la raya en el medio y un puro apagado: el viejo Steiner. Estaban igual que cuando los había dejado, como si hubiera sido la noche anterior. Estaban allí de pie, mirándome y gritando mi nombre. El viejo Steiner me abrazó tal como estaba, con la gorra, el abrigo a rayas, sudando. Me llevaron al salón y la señora Fleischmann se fue a la cocina, «para buscar algo que picar». Tuve que responder a sus preguntas: ¿de dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿de qué manera? y luego me tocó el turno y me enteré de que en nuestro piso vivían otros. Les pregunté: «¿Y los míos?». Como tardaron en responder, insistí: «¿Y mi padre?», y ya no dijeron nada. Al cabo de un rato, una mano -creo que la del señor Steiner- se levantó y se posó -como un viejo murciélago- sobre mi brazo. De lo que me dijeron después, comprendí más o menos que «lamentablemente no cabía duda de la autenticidad de la noticia de su muerte», puesto que se basaba en «testimonios de antiguos compañeros», según los cuales mi padre «había muerto tras un corto sufrimiento», en un campo «alemán» que se encontraba en territorio austriaco que se llamaba… ¿cómo se llamaba?… a ver… y yo les dije: «Mauthausen». «¡Mauthausen! -repitieron contentos y luego se entristecieron otra vez-: Sí, así era.» Les pregunté si por casualidad sabían algo de mi madre y me dijeron que sí, que tenían noticias suyas y buenas: estaba viva, estaba sana, había estado un par de meses antes por allí, preguntando por mí, la habían visto, habían hablado con ella. «¿Y mi madrastra?», les pregunté. «Se ha vuelto a casar.» «¿Y con quién?» Tampoco se acordaban del nombre. Uno dijo: «Un tal Kovács, si mal no recuerdo». Y el otro corrigió: «¡Qué va! Un tal Futó». «Sütő», les dije, y entonces asintieron con la cabeza: «Claro, Sütő, claro que sí». Le debía muchos favores, «casi todo», me contaron después, él había salvado «sus bienes», «la había tenido escondida en los tiempos difíciles», así me dijeron. «Quizás haya sido un tanto precipitado», opinó el señor Fleischmann, y el viejo Steiner estuvo de acuerdo. «Al fin y al cabo -añadió- es comprensible», con lo que el otro viejo estuvo de acuerdo.
Permanecí sentado durante un rato con ellos puesto que hacía mucho que no había estado sentado así, en un sillón blando de terciopelo rojo. La señora Fleischmann nos había servido un plato de porcelana pintado en los bordes con unas rebanadas de pan con manteca, espolvoreadas con pimentón rojo y decoradas con finas rodajas de cebolla; se había acordado de que antes me gustaban, y le aseguré que me seguían gustando. Los dos viejos me explicaron que «aquí en casa tampoco había sido fácil». De lo que me contaron no comprendí mucho; todo me pareció una cadena de acontecimientos inconexos, caóticos, imposibles de seguir, no entendía nada. Sí advertí que repetían la misma palabra una y otra vez, hasta que empecé a cansarme de oírla. Se servían de ella para describir todos los cambios, los momentos, los acontecimientos, por ejemplo: «llegaron» los edificios con estrella, «llegó» el quince de octubre, «llegaron» los nazis húngaros, «llegó» el gueto, «llegó» lo de las orillas del Danubio, «llegó» la liberación. También observé el mismo fallo de siempre: como si todos aquellos acontecimientos -indefinidos y horrorosos, con detalles casi inimaginables que incluso para ellos se hacían totalmente irrecuperables- hubiesen sucedido, no en el transcurso de minutos, horas, días y meses, sino todos juntos, a la vez, como un remolino, un vértigo, como en una fiesta con mucha gente que acaba enloquecida porque todos han perdido la cabeza, y ya no saben qué hacer. En un momento dado se callaron y, tras un breve silencio, el viejo Fleischmann me preguntó: «¿Cuáles son tus planes para el futuro?». Me sorprendí un poco y le dije que aún no me había planteado nada. Entonces el otro viejo se movió y se inclinó en su silla, hacia mí. Se volvió a levantar también el murciélago y, en lugar de mi brazo, esta vez se posó sobre mi rodilla. «Antes que nada -dijo-, tienes que olvidar los horrores.» Le pregunté, muy extrañado: «¿Por qué?». «Para poder vivir», respondió y el señor Fleischmann asintió con la cabeza: «Para poder vivir libremente», a lo que el otro asintió, añadiendo: «Con esa carga no se puede empezar una nueva vida»; tuve que reconocer que en eso tenía razón. Pero, por otra parte, no entendía cómo me podían pedir cosas imposibles, y les hice saber que mi experiencia había sido real y que yo no podía mandar sobre mis recuerdos. Podría empezar una nueva vida, expliqué, si naciera de nuevo, o si alguna enfermedad acabara con mi mente, haciéndome olvidar todo por completo, pero que no me desearan ninguna enfermedad, ni ningún mal de ese tipo. «De todas formas -añadí- yo no me di cuenta de que eran horrores»; se quedaron muy sorprendidos con mi respuesta y preguntaron cómo debía de interpretarse eso de que «no me di cuenta». Entonces les pregunté qué habían hecho ellos durante aquellos «tiempos difíciles». «Pues… vivir», dijo uno. «Intentar sobrevivir», dijo el otro. Claro, observé, habían dado un paso tras otro. Querían saber qué significaba eso de los pasos y yo les conté cómo se hacía eso en Auschwitz. Había que calcular más o menos -les dije, añadiendo que tampoco conocía los números exactos- unas tres mil personas por tren. De ellas, por ejemplo, mil hombres. Sin contar las personas que estaban al principio y al final de la cola, había que calcular un segundo o, como máximo, dos para cada examen de aptitud. Entonces, para los que nos encontrábamos hacia la mitad, como yo, había que calcular una espera de diez o veinte minutos hasta llegar al punto donde se decidía si íbamos al gas enseguida o nos quedaba de momento cierta posibilidad de seguir con vida. Entretanto, la cola se movía, avanzaba sin parar, todos íbamos dando pasos, más grandes o más pequeños, dependiendo de la velocidad del procedimiento.