Литмир - Электронная Библиотека
A
A

A su paso, las cigarras callaron un instante antes de reanudar su canto con ímpetu renovado. Los altos árboles se inclinaban, mecidos por el ligero viento de la mañana. Algunas olas rompían contra las rocas. Frente a él, vio la casa dormida, tal como la había dejado en sus sueños. Le parecía más pequeña; la fachada había sufrido algunos desperfectos, pero el tejado se hallaba intacto. Los postigos estaban cerrados. Paul había aparcado ante el porche y lo esperaba fuera del vehículo.

– ¡Has tardado mucho en llegar!

– ¡Más de veinte años!

– ¿Qué hacemos?

Instalarían el cuerpo de Lauren en el despacho, en la planta baja. Arthur introdujo la llave en la cerradura y, sin vacilar, la hizo girar al revés, exactamente como debía hacerlo para abrir. La memoria contiene fragmentos de recuerdos que puede sacar a flote en cualquier momento sin que sepamos por qué. Hasta el ruido del pestillo le pareció inmediato. Entró en el pasillo, abrió la puerta del despacho, a la izquierda de la entrada, cruzó la estancia y abrió los postigos. Deliberadamente, no prestó ninguna atención a lo que le rodeaba; el momento de redescubrir aquel lugar vendría más tarde, y había decidido vivir plenamente esos instantes. Con gran rapidez descargaron las cajas, instalaron el cuerpo en la cama-sofá y aplicaron de nuevo la perfusión. Arthur entornó los postigos y pasó la falleba. Después tomó un paquete marrón e invitó a Paul a que lo acompañara a la cocina.

– Voy a hacer café. Abre el paquete.

Del armario que quedaba encima del fregadero sacó un objeto metálico de forma singular, compuesto de dos piezas simétricas y opuestas. Comenzó a separarlas haciendo girar cada una de las mitades en sentido inverso.

– ¿Qué es eso? -preguntó Paul.

– Es una cafetera italiana.

– ¿Una cafetera italiana?

Arthur le explicó cómo funcionaba. Lo más interesante era que no requería filtro de papel, y así el aroma se conservaba mucho mejor. Se ponían dos o tres cucharadas colmadas de café en un pequeño depósito que se colocaba entre la parte de abajo, después de llenarla de agua, y la de arriba. Se enroscaban entre sí las dos piezas y se ponía el artilugio sobre el fuego. Al hervir, el agua subía, atravesaba el café almacenado en el pequeño depósito agujereado y llegaba a la parte superior, filtrada simplemente por una fina rejilla metálica. El único truco consistía en retirar a tiempo la cafetera del fuego para que el agua no hirviera en la parte de arriba, pues ya no era agua sino café, y el café hervido es una bazofia. Cuando hubo acabado la explicación, Paul comentó:

– Oye, ¿se tiene que ser ingeniero bilingüe para hacer café en esta casa?

– ¡Lo que hace falta es talento, porque es todo un ceremonial!

Haciendo un mohín dubitativo en respuesta a la última réplica de su amigo, Paul le tendió el paquete de café. Arthur abrió la bombona de gas, que estaba debajo del fregadero.

Después hizo girar la llave situada a la izquierda de la cocina y, finalmente, el mando del quemador.

– ¿Crees que todavía quedará gas?

– Antoine nunca habría dejado la casa con una bombona vacía en la cocina, y seguro que hay por lo menos otras dos llenas en el garaje.

Paul se acercó maquinalmente al interruptor, junto a la puerta, y lo pulsó. Una luz amarillenta invadió la estancia.

– ¿Cómo te las has arreglado para que haya corriente en esta casa?

– Telefoneé anteayer a la compañía para que la restablecieran, y a la del agua también, no te preocupes. Pero apaga. Hay que quitarles el polvo a las bombillas para que no exploten cuando se calienten.

– ¿Dónde has aprendido todo esto de hacer café italiano y desempolvar las bombillas para que no exploten?

– Pues aquí, hombre, en esta habitación, esas cosas y muchas más.

– ¿Y ese café? ¿Viene o no viene?

Arthur puso dos tazas sobre la mesa de madera y sirvió la bebida ardiente.

– Espera un poco antes de beber -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque si no esperas te quemarás y, además, porque primero tienes que olerlo. Deja que el aroma penetre en tu nariz.

– ¡Estás jorobándome con este rollo del café, y en mi nariz no penetra nada! Estoy soñando: «Deja que el aroma penetre en tu nariz.» Pero ¿se puede saber de dónde sacas esas frases?

Paul se llevó la taza a los labios, dio un sorbo y escupió inmediatamente el poco líquido ardiente que había tomado. Lauren se colocó detrás de Arthur y lo abrazó. Apoyó la cabeza en su hombro y le susurró al oído.

– Me gusta este sitio, me siento bien aquí, es relajante.

– ¿Dónde estabas?

– Recorriendo la casa mientras vosotros filosofabais sobre el café.

– ¿Y qué?

– ¿Estás hablando con ella? -intervino Paul en tono exasperado.

Sin prestar la más mínima atención a la pregunta de Paul, Arthur se dirigió a Lauren:

– ¿Te gusta?

– Tendría que ser muy exigente para que no me gustara -contestó ella-. Pero tienes que contarme algunos secretos, este lugar está lleno de ellos; los percibo en las paredes y en los muebles.

– ¡Si te molesto, no tienes más que hacer como si no estuviera! -insistió su socio.

Lauren no quería ser ingrata, pero le susurró a Arthur que le encantaría estar a solas con él. Estaba impaciente por que le mostrara toda la propiedad. Y añadió que ardía en deseos de que hablaran. Él preguntó sobre qué:

– Sobre esto, sobre el pasado -contestó ella.

Paul esperaba que Arthur se dignara dirigirse finalmente a él, pero éste parecía seguir conversando con su invisible compañera, así que se decidió a interrumpirlos.

– Bueno, ¿me necesitas todavía? Porque, si no, me vuelvo a San Francisco. Hay trabajo en el despacho, y además tus conversaciones con Fantomas me ponen nervioso.

– Podrías tener una mente menos cerrada, ¿no?

– ¿Cómo dices? Creo que no he oído bien. ¿Acabas de decirle al tipo que te ha ayudado a mangar un cuerpo de un hospital un domingo por la noche, con una ambulancia robada, y que se toma un café italiano a cuatro horas de distancia de su casa sin haber dormido en toda la noche, que podría tener una mente menos cerrada? ¡Tú estás pirado!

– No quería decir eso.

Paul no sabía qué había querido decir, pero prefería irse antes de que tuvieran una enganchada.

– Porque podría ocurrir, ¿sabes?, y sería una lástima, teniendo en cuenta todos los esfuerzos hechos hasta ahora.

Arthur, preocupado, le preguntó a su amigo si no estaba demasiado cansado para emprender el camino de vuelta. Éste lo tranquilizó. Con el «café italiano» (insistió irónicamente en el término) que acababa de tomarse, disponía al menos de veinticuatro horas de autonomía antes de que el cansancio se atreviera a posarse sobre sus párpados. Arthur no hizo caso del sarcasmo. A Paul, por su parte, le preocupaba dejar a su amigo sin coche en aquella casa abandonada.

– Está el viejo Ford en el garaje.

– ¿Cuándo circuló por última vez ese cacharro?

– ¡Hace mucho!

– ¿Y arrancará?

– Seguramente. Cargaré la batería y arrancará.

– ¡Seguramente! Además, después de todo, si te quedas en la estacada aquí ya espabilarás. Yo ya he hecho bastante por esta noche.

Arthur acompañó a Paul hasta el coche.

– No te preocupes más por mí, ya has hecho mucho.

– Pues claro que me preocupo por ti. En circunstancias normales te dejaría solo en esta casa, angustiado con la idea de que podría haber fantasmas. ¡Pero es que tú te traes el tuyo!

– ¡Lárgate!

Paul puso el motor en marcha. Antes de irse, bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Estás seguro de que todo va a ir bien?

– Sin duda.

– Bueno, pues entonces me voy.

– Paul…

– ¿Qué?

– Gracias por todo lo que has hecho.

– No ha sido nada.

– Sí, ha sido mucho. Te has arriesgado por mí sin entender nada, simplemente por lealtad y amistad. Eso es mucho, y yo lo sé.

– Ya sé que lo sabes. Bueno, me voy, si no, todavía soltaremos una lagrimita. Cuídate y llámame al despacho para contarme cómo va todo.

29
{"b":"101238","o":1}