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En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba. Arthur conocía el jardín como la palma de su mano, podía desplazarse por él con los ojos cerrados, incluso andando hacia atrás. Ningún rincón le resultaba desconocido. Cada madriguera tenía un nombre, y todo animal que decidía dormirse allí para siempre, su sepultura. Pero, por encima de todo, le había enseñado a amar y a podar las rosas. La rosaleda era un lugar como impregnado de magia, donde se mezclaban cientos de perfumes. Lili lo llevaba para contarle cuentos en los que los niños sueñan con hacerse adultos y los adultos con volver a ser niños. De todas las flores, las rosas eran sus preferidas.

Una mañana de principios de verano entró en su habitación al despuntar el día, se sentó en la cama, junto a su cabeza, y empezó a acariciarle el pelo.

– Levántate, Arthur, vas a venir conmigo.

El niño asió los dedos de su madre, los apretó con su manita y se volvió, con la mejilla contra la palma de su mano. Una sonrisa que expresaba perfectamente la ternura del momento iluminó su cara. La mano de Lili tenía un olor que no se borraría nunca de la memoria olfativa de Arthur. Una mezcla de varías esencias de perfume que ella preparaba sentada ante su tocador y que todas las mañanas se aplicaba en el cuello. Uno de esos recuerdos que van unidos a la memoria de las fragancias.

– Venga, cariño, que tenemos que hacer una carrera con el sol. Te espero en la cocina dentro de cinco minutos.

El niño se puso unos pantalones viejos de algodón y un grueso jersey y se desperezó bostezando. Se había vestido en silencio -ella le había enseñado a respetar la quietud del alba- y se había calzado las botas de goma, pues sabía perfectamente adonde irían después de desayunar. Una vez a punto, fue a la gran cocina.

– No hagas ruido. Antoine todavía está durmiendo.

Ella le había enseñado a apreciar el sabor del café, pero sobre todo su aroma.

– ¿Estás bien, Arthur?

– Sí.

– Entonces abre los ojos y mira atentamente a tu alrededor. Los buenos recuerdos no deben ser efímeros. Imprégnate de los colores y los materiales. A partir de ellos se desarrollarán los gustos y las nostalgias que tendrás cuando seas un hombre.

– ¡Pero si soy un hombre!

– Quería decir un adulto.

– ¿Tan diferentes somos los niños?

– Ya lo creo que sí. Los mayores tenemos angustias que los niños desconocéis, miedos, podríamos decir.

– ¿De qué tienes miedo tú?

Ella le explicó que los adultos tenían miedo de toda clase de cosas: miedo a envejecer, miedo a morir, miedo a lo que no han vivido, a la enfermedad, en ocasiones incluso a la mirada de los niños, a que se les juzgue.

– ¿Sabes por qué tú y yo nos llevamos tan bien? Porque yo no te miento, porque te hablo como le hablaría a un adulto, porque no tengo miedo. Confío en ti. Los adultos tienen miedo porque no saben tener en cuenta las cosas. Eso es lo que yo te enseño. Ahora estamos viviendo un buen momento, compuesto de una gran variedad de detalles: nosotros dos, esta mesa, nuestra conversación, mis manos, que tú estás mirando desde hace un rato, el olor de esta habitación, este decorado que te es familiar, la calma del día que despunta.

Se levantó, tomó los tazones y los dejó en el fregadero de loza. Después pasó un trapo por la mesa, empujando el montoncito de migas hasta el borde y recogiéndolo en el hueco de la mano. Junto a la puerta había un cesto de mimbre lleno de utensilios de pesca. Encima de todo, envuelto en un paño, había pan, queso y salchichón. Lili tomó el cesto con una mano y a Arthur con la otra.

– Ven, cariño, está haciéndose tarde.

Madre e hijo recorrieron el camino que conducía al pequeño puerto.

– Mira esas barquitas de todos los colores. Parecen un ramo de flores marinas.

Como de costumbre, Arthur se metió en el agua, liberó la embarcación de su atadura y la arrastró hasta la orilla. Lili depositó dentro el cesto y embarcó.

– Vamos, rema, cariño.

El esquife iba alejándose a medida que el niño movía los remos. Antes de que dejara de verse el perfil de la costa, los metió en el interior de la barca. Lili ya había puesto el cebo en los anzuelos. Tal como acostumbraba a hacer, sólo le prepararía el primer sedal; después tendría que clavar solo la lombriz roja, que se retorcería entre sus dedos produciéndole un intenso asco. Con el carrete de corcho entre los pies, en el suelo de la barca, se pasó el hilo de nailon alrededor del dedo índice y lo arrojó al agua, lastrado con el plomo que arrastraría a toda velocidad el cebo hacia el fondo. Si el sitio era bueno, no tardaría en sacar un pez de roca.

Estaban sentados frente a frente, silenciosos desde hacía unos minutos. Ella lo miró intensamente.

– Arthur, tú sabes que no sé nadar. ¿Qué harías si me cayera al agua? -le preguntó con una voz extraña.

– Iría a buscarte -respondió el niño.

Lili montó en cólera inmediatamente.

– ¡Eso es una estupidez!

Arthur se quedó paralizado por la violencia de la réplica.

– ¡Remar hasta llegar a tierra, eso es lo que tendrías que hacer! -prosiguió Lili, gritando-. Lo único que importa es tu vida, no lo olvides nunca, y no cometas jamás la ofensa de jugar con ese regalo único. ¡Júralo!

– Lo juro -dijo el niño, atemorizado.

– ¿Lo ves? -dijo su madre, serenándose-. Dejarías que me ahogara.

Entonces el niño se echó a llorar. Lili enjugó las lágrimas de su hijo con el reverso del dedo índice.

– A veces somos impotentes ante nuestros deseos, nuestras inclinaciones o nuestros impulsos, y eso produce un tormento con frecuencia insoportable. Ese sentimiento te acompañará toda la vida; unas veces lo olvidarás y otras será como una obsesión. Una parte del arte de vivir depende de la capacidad de cada uno para combatir su propia impotencia. Es difícil, porque la impotencia engendra a menudo miedo, y éste aniquila la capacidad de reaccionar, la inteligencia y el sentido común, abriéndole la puerta a la debilidad. Experimentarás muchos miedos. Lucha contra ellos, pero no los sustituyas por vacilaciones demasiado largas. ¡Piensa, decide y actúa! No tengas dudas; la incapacidad para asumir las elecciones propias genera cierta dificultad para vivir. Cada pregunta puede convertirse en un juego, cada decisión que tomes te podrá enseñar a conocerte, a comprenderte.

»¡Haz que se mueva el mundo, tu mundo! Mira este paisaje que se ofrece a tu vista, admira con qué delicadeza está cincelada la costa, parece encaje, el sol hace vibrar en ella miles de luces, todas ellas diferentes. Cada árbol se balancea a su velocidad, movido por las caricias del viento. ¿Tú crees que la naturaleza tuvo miedo a la hora de inventar tantos detalles, tanta densidad? Pero lo más hermoso que nos ha dado la tierra, lo que nos convierte en seres humanos, es la dicha de compartir. Quien no sabe compartir carece de emociones. Mira, Arthur, esta mañana que estamos pasando juntos se grabará en tu memoria. Más adelante, cuando yo ya no esté aquí, pensarás en ella, y ese recuerdo te producirá bienestar porque hemos compartido este instante. Si yo cayera al agua, tú no te arrojarías para salvarme; sería una tontería. Lo que harías es tenderme la mano para ayudarme a subir de nuevo a bordo, y si no lo consiguieras y yo me ahogara, tú tendrías la conciencia tranquila. Habrías tomado la buena decisión de no exponerte a morir inútilmente, pero lo habrías intentado todo para salvarme.

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