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– Es aquí -dijo.

Eché un último vistazo al cielo. La luna se escondía de nuevo entre las nubes y un velo de oscuridad avanzaba desde el mar.

Entré.

Tenía el rostro dibujado de recuerdos y una mirada que hubiera podido tener diez o cien años. Estaba sentada junto a un pequeño fuego y contemplaba la danza de las llamas con la misma fascinación con que lo hubiera hecho un niño. Su cabello era de color ceniza y estaba anudado en una trenza. Tenía el talle esbelto y austero, el gesto breve y pausado. Vestía de blanco y llevaba un pañuelo de seda anudado alrededor de la garganta. Me sonrió cálidamente y me ofreció una silla a su lado. Me senté. Permanecimos un par de minutos en silencio, escuchando el chispear de las brasas y el rumor de la marea. En su presencia, el tiempo parecía haberse detenido y el apremio que me había llevado hasta su puerta, extrañamente, se había desvanecido. Lentamente, el aliento del fuego caló y el frío que llevada prendido en los huesos se fundió al abrigo de su compañía. Sólo entonces apartó los ojos del fuego y, tomándome la mano, despegó los labios.

– Mi madre vivió en esta casa durante cuarenta y cinco años -dijo-. Entonces no era ni una casa, apenas una cabana hecha con cañas y despojos que traía la marea. Incluso cuando se labró una reputación y tuvo la posibilidad de salir de este lugar, se negó a hacerlo. Siempre decía que el día que dejase el Somorrostro moriría. Había nacido aquí, con la gente de la playa, y aquí permaneció hasta el último día. De ella se dijeron muchas cosas. Muchos hablaron de ella y muy pocos la conocieron en realidad. Muchos la temían y la odiaban. Incluso después de muerta. Le cuento todo esto porque me parece justo que sepa usted que no soy la persona que busca. La persona que busca, o cree buscar, la que muchos llamaban la Bruja del Somorrostro, era mi madre.

La miré confundido.

– ¿Cuándo…?

– Mi madre murió en 1905 -dijo-. La mataron a unos metros de aquí, en la orilla de la playa, de una cuchillada en el cuello.

– Lo siento. Creía que…

– Mucha gente lo cree. El deseo de creer puede hasta con la muerte.

– ¿Quién la mató?

– Usted sabe quién.

Tardé unos segundos en responder.

– Diego Marlasca…

Asintió.

– ¿Por qué?

– Para silenciarla. Para ocultar su rastro.

– No lo comprendo. Su madre lo había ayudado… El mismo le entregó una gran cantidad de dinero a cambio de su ayuda.

– Por eso mismo quiso matarla, para que se llevase su secreto a la tumba.

Me observó con una sonrisa leve, como si mi confusión la divirtiese y le inspirase lástima a un tiempo.

– Mi madre era una mujer ordinaria, señor Martín. Había crecido en la miseria y el único poder que tenía era la voluntad de sobrevivir. Nunca aprendió a leer ni a escribir, pero sabía ver en el interior de las personas. Sentía lo que sentían, lo que ocultaban y lo que anhelaban. Lo leía en su mirada, en sus gestos, en su voz, en el modo en que caminaban o gesticulaban. Sabía lo que iban a decir y hacer antes de que lo hiciesen. Por eso muchos la llamaban hechicera, porque era capaz de ver en ellos lo que ellos mismos se negaban a ver. Se ganaba la vida vendiendo pócimas de amor y encantamientos que preparaba con agua de la riera, hierbas y unos granos de azúcar. Ayudaba a almas perdidas a creer en lo que deseaban creer. Cuando su nombre comenzó a hacerse popular, mucha gente de alcurnia empezó a visitarla y a solicitar sus favores. Los ricos querían serlo aún más. Los poderosos querían más poder. Los mezquinos querían sentirse santos y los santos querían ser castigados por pecados que lamentaban no haber tenido el valor de cometer. Mi madre los escuchaba a todos y aceptaba sus monedas. Con ese dinero nos envió a mí y a mis hermanos a estudiar a los colegios a los que acudían los hijos de sus clientes. Nos cornpró otro nombre y otra vida lejos de este lugar. Mi madre era una buena persona, señor Martín. No se engañe. Nunca se aprovechó de nadie, ni le hizo creer más que aquello que necesitaba creer. La vida le había enseñado que las personas vivimos tanto de grandes y pequeñas mentiras como del aire. Decía que si fuésemos capaces de ver sin tapujos la realidad del mundo y de nosotros mismos durante un solo día, del amanecer al atardecer, nos quitaríamos la vida o perderíamos la razón.

– Pero…

– Si ha venido usted aquí buscando magia, siento decepcionarle. Mi madre me explicó que no había magia, que no había más mal o bien en el mundo que el que imaginamos, por codicia o por ingenuidad. A veces, incluso por locura.

– No fue eso lo que le contó a Diego Marlasca cuando aceptó su dinero -objeté-. Siete mil pesetas de aquella época debían de comprar unos años de buen nombre y buenos colegios.

– Diego Marlasca necesitaba creer. Mi madre le ayudó a hacerlo. Eso fue todo. -¿Creer en qué?

– En su propia salvación. Estaba convencido de que se había traicionado a sí mismo y a quienes le querían. Creía que había entregado su vida a un camino de maldad y falsedad. Mi madre pensó que eso no le hacía diferente de la mayoría de los hombres que se detienen en algún momento de su vida a mirarse al espejo. Son las alimañas mezquinas quienes siempre se sienten virtuosas y miran al resto del mundo por encima del hombro. Pero Diego Marlasca era un hombre de conciencia y no estaba satisfecho con lo que veía. Por eso acudió a mi madre. Porque había perdido la esperanza y probablemente la razón. -¿Dijo Marlasca lo que había hecho? -Dijo que había entregado su alma a una sombra. -¿Una sombra?

– Ésas fueron sus palabras. Una sombra que le seguía, que tenía su misma forma, su mismo rostro y su misma voz.

– ¿Qué significado tenía eso?

– La culpa y el remordimiento no tienen significado. Son sentimientos, emociones, no ideas.

Se me ocurrió que ni el patrón lo hubiese podido explicar con más claridad.

– ¿Y qué podía hacer su madre por él? -pregunté. -Nada más que consolarle y ayudarle a encontrar algo de paz. Diego Marlasca creía en la magia y por ese motivo mi madre pensó que debía convencerle de que su camino hacia la salvación pasaba a través de ella. Le habló de un viejo encantamiento, una leyenda de pescadores que había oído de niña entre las cabanas de la playa. Cuando un hombre perdía su rumbo en la vida y sentía que la muerte había puesto precio a su alma, la leyenda decía que si encontraba una alma pura que quisiera sacrificarse por él, enmascararía con ella su corazón negro y la muerte, ciega, pasaría de largo. -¿Una alma pura?

– Libre de pecado. -¿Y cómo se llevaba a cabo?

– Con dolor, por supuesto. -¿Qué clase de dolor?

– Un sacrificio de sangre. Una alma a cambio de otra. Muerte a cambio de vida.

Un largo silencio. El rumor del mar en la orilla y del viento entre las chabolas.

– Irene se hubiera arrancado los ojos y el corazón por Marlasca. Él era su única razón para vivir. Lo amaba ciegamente y, como él, creía que su única salvación estaba en la magia. Al principio quiso quitarse la vida y entregarla como sacrificio, pero mi madre la disuadió. Le dijo lo que ella ya sabía, que la suya no era una alma libre de pecado y que su sacrificio sería en vano. Le dijo aquello para salvarla. Para salvarlos a los dos. -¿De quién?

– De sí mismos.

– Pero cometió un error…

– Incluso mi madre no podía llegar a verlo todo.

– ¿Qué fue lo que hizo Marlasca?

– Mi madre nunca quiso decírmelo, no quería que yo o mis hermanos formásemos parte de ello. Nos envió a cada uno lejos y nos separó en diferentes internados para que olvidásemos de dónde veníamos y quiénes éramos. Decía que ahora éramos nosotros quienes estábamos malditos. Murió poco después, sola. No lo supimos hasta mucho tiempo después. Cuando encontraron su cadáver nadie se atrevió a tocarlo y dejaron que se lo llevase el mar. Nadie se atrevía a hablar sobre su muerte. Pero yo sabía quién la había matado y por qué. Y todavía hoy creo que mi madre sabía que iba a morir pronto y a manos de quién. Lo sabía y no hizo nada porque al final ella también creyó. Creyó porque no era capaz de aceptar lo que había hecho. Creyó que entregando su alma salvaría la nuestra, la de este lugar. Por eso no quiso huir de aquí, porque la vieja leyenda decía que el alma que se entregaba debía estar siempre en el lugar en el que se había cometido la traición, una venda en los ojos de la muerte, encarcelada para siempre.

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