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El trayecto de regreso estuvo plagado de retrasos. Parte del tendido había caído y no llegamos a Barcelona hasta el atardecer de aquel viernes 23 de enero. La ciudad estaba sepultada bajo un cielo escarlata sobre el que se extendía una telaraña de humo negro. Hacía calor, como si el invierno se hubiese retirado de súbito y un aliento sucio y húmedo ascendiese desde las rejillas del alcantarillado. Al abrir el portal de la casa de la torre encontré un sobre blanco en el suelo. Distinguí el sello de lacre rojo que lo cerraba y no me molesté en recogerlo porque sabía perfectamente lo que contenía: un recordatorio de mi cita con el patrón para entregarle el manuscrito aquella misma noche en el caserón junto al Park Güell. Ascendí las escaleras en la oscuridad y abrí la puerta del piso principal. No encendí la luz y fui directamente al estudio. Me acerqué al ventanal y contemplé la sala bajo el resplandor infernal que destilaba aquel cielo en llamas. La imaginé allí, tal como me lo había descrito, de rodillas frente al baúl. Abriendo el baúl y extrayendo la carpeta con el manuscrito. Leyendo aquellas páginas malditas con la certeza de que debía destruirlas. Encendiendo los fósforos y acercando la llama al papel.

Había alguien más en la casa.

Me acerqué al baúl y me detuve a unos pasos, como si estuviese a su espalda, espiándola. Me incliné hacia adelante y lo abrí. El manuscrito seguía allí, esperándome. Alargué la mano para rozar la carpeta con los dedos, acariciándolo. Fue entonces cuando lo vi. La silueta de plata brillaba en el fondo del baúl como una perla en el fondo de un estanque. Lo cogí entre los dedos y lo examiné a la luz de aquel cielo ensangrentado. El broche del ángel.

– Hijo de puta -me oí decir.

Saqué la caja con el viejo revólver de mi padre del fondo del armario. Abrí el tambor y comprobé que estaba cargado. Guardé el resto del cajetín de munición en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Envolví el arma en un paño y la metí en el bolsillo derecho. Antes de salir me detuve un instante a contemplar al extraño que me miraba desde el espejo del recibidor. Sonreí, la paz del odio ardiendo en mis venas, y salí a la noche.

La casa de Andreas Corelli se alzaba en la colina, contra el manto de nubes rojas. Tras ella se mecía el bosque de sombras del Park Güell. La brisa agitaba las ramas y las hojas siseaban como serpientes en la oscuridad. Me detuve frente a la entrada y examiné la fachada. No había una sola luz prendida en toda la casa. Los postigos de los ventanales estaban cerrados. Escuché a mi espalda la respiración de los perros que merodeaban tras los muros del parque, siguiendo mis pasos. Extraje el revólver del bolsillo y me volví hacia la verja de la entrada, donde se entreveían las siluetas de los animales, sombras líquidas que observaban desde la negrura.

Me aproximé a la puerta principal de la casa y di tres golpes secos con el llamador. No esperé respuesta. Hubiera volado la cerradura a tiros, pero no hizo falta. La puerta estaba abierta. Giré la manija de bronce hasta liberar la traba del cerrojo y la puerta de roble se deslizó lentamente hacia el interior con la inercia de su propio peso. El largo corredor se abría al frente, la lámina de polvo que recubría el suelo brillando como arena fina. Me adentré unos pasos y me acerqué a la escalinata que ascendía a un lado del vestíbulo desapareciendo en una espiral de sombras. Avancé por el pasillo que conducía al salón. Decenas de miradas me seguían desde la galería de viejas fotografías enmarcadas que cubrían la pared. Los únicos sonidos que podía percibir eran el de mis pasos y mi respiración. Llegué al extremo del corredor y me detuve. La claridad nocturna se filtraba como cuchillas de luz rojiza desde los postigos. Alcé el revólver y entré en el salón. Ajusté mis ojos a la tiniebla. Los muebles estaban en el mismo lugar que recordaba, pero incluso en la penuria de luz se podía apreciar que eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Ruinas. Los cortinajes pendían deshilacliados y la pintura de los muros colgaba en tiras que recordaban escamas. Me dirigí hacia uno de los ventanales para abrir los postigos y dejar entrar algo de luz. Estaba a un par de metros del balcón cuando comprendí que no estaba solo. Me detuve, helado, y me volví lentamente.

La silueta se distinguía claramente en el rincón de la sala, sentada en su butaca de siempre. La luz que sangraba desde los postigos alcanzaba a desvelar los zapatos brillantes y el contorno del traje. El rostro quedaba completamente en sombras, pero sabía que me estaba mirando. Y que sonreía. Alcé el revólver y le apunté. -Sé lo que ha hecho -dije.

Corelli no movió ni un músculo. Su figura permaneció inmóvil como una araña. Di un paso al frente, apuntándole al rostro. Me pareció escuchar un suspiro en la oscuridad y, por un instante, la luz rojiza prendió en sus ojos y tuve la certeza de que iba a saltar sobre mí. Disparé. El retroceso del arma me golpeó el antebrazo como un martillazo seco. Una nube de humo azul se alzó del revólver. Una de las manos de Corelli cayó del brazo de la butaca y se balanceó, las uñas rozando el suelo, y disparé de nuevo. La bala le alcanzó en el pecho y abrió un orificio humeante en la ropa. Me quedé sosteniendo el revólver con ambas manos, sin atreverme a dar un paso más, escrutando su silueta inmóvil sobre la butaca. El balanceo del brazo se fue deteniendo lentamente hasta que el cuerpo yació inerte y sus uñas, largas y pulidas, quedaron ancladas en el firme de roble. No hubo sonido alguno ni atisbo de movimiento en el cuerpo que acababa de encajar dos balazos, uno en la cara y el otro en el pecho. Me retiré unos pasos hacia el ventanal y lo abrí a patadas, sin apartar la mirada de la butaca donde yacía Corelli. Una columna de luz vaporosa se abrió camino desde la balaustrada hasta el rincón, iluminando el cuerpo y el rostro del patrón. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca. El primer disparo le había abierto un orificio entre los ojos. El segundo le había agujereado una solapa. No había una sola gota de sangre. En su lugar destilaba un polvo fino y brillante, como el de un reloj de arena, que se deslizaba por los pliegues de sus ropas. Los ojos brillaban y tenía los labios congelados en una sonrisa sarcástica. Era un muñeco.

Bajé el revólver, la mano todavía temblando, y me acerqué lentamente. Me incliné hacia aquel títere grotesco y acerqué la mano lentamente al rostro. Por un instante temí que en cualquier momento aquellos ojos de cristal se movieran y aquellas manos de uñas largas se me lanzaran al cuello. Rocé la mejilla con la yema de los dedos. Madera esmaltada. No pude evitar soltar una risa amarga. No podía esperarse menos del patrón. Me enfrenté una vez más a aquella mueca burlona y le propiné un culatazo que derribó el títere a un lado. Lo vi caer al suelo y la emprendí a puntapiés con él. El armazón de madera se fue deformando hasta que brazos y piernas quedaron anudados en una postura imposible. Me retiré unos pasos y miré a mi alrededor. Observé el gran lienzo con la figura del ángel y lo arranqué de un tirón. Tras el cuadro encontré la puerta de acceso al sótano que recordaba de la noche en que me había quedado dormido allí. Probé la cerradura. Estaba abierta. Escruté la escalera que descendía al pozo de oscuridad. Me dirigí hacia la cómoda donde recordaba haber visto a Corelli guardar los cien mil francos durante nuestro primer encuentro en la casa y busqué en los cajones. En uno de ellos encontré una caja de latón con velas y unos fósforos. Dudé un instante, preguntándome si el patrón también había dejado aquello allí esperando que lo encontrase como había encontrado aquel títere. Encendí una de las velas y crucé el salón en dirección a la puerta. Eché un último vistazo al muñeco derribado y, con la vela en alto y el revólver firmemente sujeto en la mano derecha, me dispuse a bajar. Avancé peldaño a peldaño, deteniéndome a cada paso para mirar a mi espalda. Cuando llegué a la sala del sótano sostuve la vela tan lejos de mí como pude y describí con ella un semicírculo. Todo seguía allí: la mesa de operaciones, las luces de gas y la bandeja de instrumentos quirúrgicos. Todo cubierto de una pátina de polvo y telarañas. Pero había algo más. Se apreciaban otras siluetas apoyadas contra la pared. Tan inmóviles como la del patrón. Dejé la vela sobre la mesa de operaciones y me acerqué a aquellos cuerpos inertes. Reconocí en ellos al criado que nos había atendido una noche y al chófer que me había llevado a casa tras mi cena con Corelli en el jardín de la casa. Había otras figuras que no supe identificar. Una de ellas estaba dispuesta contra la pared, su rostro oculto. La empujé con la punta del arma, haciéndola girar, y un segundo después me encontré mirándome a mí mismo. Sentí que me invadía un escalofrío. El muñeco que me imitaba sólo tenía medio rostro. La otra mitad no tenía rasgos formados. Me disponía a aplastar aquella faz de una patada cuando oí la risa de un niño en lo alto de la escalinata. Contuve la respiración y entonces se escucharon una serie de chasquidos secos. Corrí escaleras arriba y al llegar al primer piso la figura del patrón ya no estaba en el suelo donde había quedado derribada. Un rastro de pisadas se alejaba de allí en dirección al corredor. Armé el percutor del revólver y seguí aquel rastro hasta el pasillo que conducía al vestíbulo. Me detuve en el umbral y alcé el arma. Las pisadas se detenían a medio pasillo. Busqué la forma oculta del patrón entre las sombras, pero no había rastro de él. Al fondo del pasillo la puerta principal seguía abierta. Avancé lentamente hasta el punto donde se detenía el rastro. No reparé en ello hasta unos segundos más tarde, cuando advertí que el hueco que recordaba entre los retratos de la pared ya no estaba. En su lugar había un marco nuevo, y en él, en una fotografía que parecía salida del mismo objetivo que todas las que formaban aquella macabra colección, podía verse a Cristina vestida de blanco, su mirada perdida en el ojo de la lente. No estaba sola. Unos brazos la rodeaban y la sostenían en pie, su propietario sonriendo para la cámara. Andreas Corelli.

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