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Me invadió una oscura certeza.

– ¿Y el libro…? -empecé.

– … ya no está allí. Ha desaparecido -completó Isabella-. Miré en el registro, porque el señor Sempere apuntaba allí todos los libros que vendía, con fecha y precio, y ése no constaba.

– ¿Lo sabe su hijo?

– No. No se lo he contado a nadie más que a usted. Todavía estoy intentando comprender lo que pasó aquella tarde en la librería. Y por qué. Pensaba que a lo mejor usted lo sabría…

– Esa mujer intentó llevarse el libro a la fuerza, y en la pelea el señor Sempere sufrió un ataque al corazón. Eso es lo que pasó -dije-. Y todo por un cochino libro mío.

Sentí que se me retorcían las entrañas.

– Hay algo más -dijo Isabella.

– ¿Qué?

– Días después me encontré a don Anacleto en la escalera y me dijo que ya sabía de qué recordaba a aquella mujer, que el día que la vio no cayó, pero que le sonaba que la había visto antes, muchos años atrás, en el teatro.

– ¿En el teatro?

Isabella asintió.

Me sumí en un largo silencio. Isabella me observaba, inquieta.

– Ahora no me quedo tranquila dejándole aquí. No se lo tendría que haber dicho.

– No, has hecho bien. Estoy bien. De verdad.

Isabella negó.

– Esta noche me quedo con usted.

– ¿Y tu reputación?

– La que peligra es la suya. Voy un momento a la tienda de mis padres a llamar por teléfono a la librería y avisar.

– No hace falta, Isabella.

– No haría falta si hubiese usted aceptado que vivimos en el siglo veinte y hubiese instalado teléfono en este mausoleo. Volveré en un cuarto de hora. No hay discusión que valga.

En ausencia de Isabella, la certeza de que la muerte de mi viejo amigo Sempere pesaba sobre mi conciencia empezó a calar hondo. Recordé que el viejo librero siempre me había dicho que los libros tenían alma, el alma de quien los había escrito y de quienes los habían leído y soñado con ellos. Comprendí entonces que hasta el último momento había luchado por protegerme, sacrificándose para salvar aquel pedazo de papel y tinta que él creía que llevaba mi alma escrita. Cuando Isabella regresó, cargada con una bolsa de exquisiteces del colmado de sus padres, le bastó con mirarme para saberlo.

– Usted conoce a esa mujer -dijo-. La mujer que mató al señor Sempere…

– Creo que sí. Irene Sabino.

– ¿No es ésa la de las fotografías viejas que encontramos en la habitación del fondo? ¿La actriz?

Asentí.

– ¿Y para qué querría ella ese libro?

– No lo sé.

Más tarde, después de cenar algún bocado de los manjares de Can Gispert, nos sentamos en el gran butacón frente al fuego. Cabíamos los dos e Isabella apoyó la cabeza sobre mi hombro mientras mirábamos el fuego.

– La otra noche soñé que tenía un hijo -dijo-. Soñé que él me llamaba pero yo no podía oírle ni llegar hasta él porque estaba atrapada en un lugar donde hacía mucho frío y no podía moverme. El me llamaba y yo no podía acudir a su lado.

– Es sólo un sueño -dije. -Parecía real.

– A lo mejor tendrías que escribir esa historia -aventuré.

Isabella negó.

– He estado dándole vueltas a eso. Y he decidido que prefiero vivir la vida, no escribirla. No se lo tome a mal. -Me parece una sabia decisión. -¿Y usted? ¿Va a vivirla?

– Me temo que mi vida ya está un tanto vivida. -¿Y esa mujer? ¿Cristina? Respiré hondo.

– Cristina se ha marchado. Ha vuelto con su esposo. Otra sabia decisión.

Isabella se apartó de mí y me miró, frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué? -pregunté. -Me parece que se equivoca. -¿En qué?

– El otro día vino a casa don Gustavo Barceló y estuvimos hablando de usted. Me dijo que había visto al esposo de Cristina, el tal… -Pedro Vidal.

– Ése. Y que él le había dicho que Cristina se había ido con usted, que no la había vuelto a ver ni a saber de ella desde hace casi un mes o más. De hecho me ha extrañado no encontrarla aquí con usted, pero no me atrevía a preguntar…

– ¿Estás segura de que Barceló dijo eso?

Isabella asintió.

– ¿Qué he dicho ahora? -preguntó Isabella, alarmada.

– Nada.

– Hay algo que no me está usted contando…

– Cristina no está aquí. No ha estado aquí desde el día que murió el señor Sempere.

– ¿Dónde está entonces?

– No lo sé.

Poco a poco nos fuimos quedando en silencio, acurrucados en el butacón frente al fuego, y bien entrada la madrugada Isabella se durmió. La rodeé con el brazo y cerré los ojos, pensando en todo lo que había dicho y tratando de encontrarle algún significado. Cuando la claridad del alba encendió la cristalera de la galería, abrí los ojos y descubrí que Isabella ya estaba despierta y me miraba.

– Buenos días -dije.

– He estado meditando -aventuró.

– ¿Y?

– Estoy pensando en aceptar la propuesta del hijo del señor Sempere.

– ¿Estás segura?

– No -rió-.

– ¿Qué dirán tus padres?

– Se llevarán un disgusto, supongo, pero se les pasará. Preferirían para mí un próspero mercader de morcillas y embutidos a uno de libros, pero se tendrán que aguantar.

– Podría ser peor -ofrecí.

Isabella asintió.

– Sí. Podría acabar con un escritor.

Nos miramos largamente, hasta que Isabella se levantó de la butaca. Recogió su abrigo y lo abotonó dándome la espalda.

– Tengo que irme -dijo.

– Gracias por la compañía -respondí.

– No la deje escapar -dijo Isabella-. Búsquela, dondequiera que esté, y dígale que la quiere, aunque sea mentira. A las chicas nos gusta oír eso.

Justo entonces se volvió y se inclinó para rozar mis labios con los suyos. Me apretó la mano con fuerza y se fue sin decir adiós.

Consumí el resto de aquella semana recorriendo Barcelona en busca de alguien que recordase haber visto a Cristina el último mes. Visité los lugares que había compartido con ella y rehíce en vano la ruta predilecta de Vidal por cafés, restaurantes y tiendas de postín. A todo el que salía a mi encuentro le mostraba una de las fotografías del álbum que Cristina había dejado en mi casa y le preguntaba si la había visto recientemente. En algún lugar di con alguien que la reconocía y recordaba haberla vista en compañía de Vidal en alguna ocasión. Alguno incluso podía recordar su nombre. Nadie la había visto en semanas. Al cuarto día de búsqueda empecé a sospechar que Cristina había salido de la casa de la torre aquella mañana en que yo había acudido a comprar los billetes de tren y se había evaporado de la superficie de la tierra.

Recordé entonces que la familia Vidal mantenía una habitación reservada a perpetuidad en el hotel España de la calle Sant Pau, detrás del Liceo, para uso y disfrute de los miembros de la familia a quienes en noches de ópera no les apetecía, o no les convenía, volver a Pedralbes de madrugada. Me constaba que, al menos en sus años de gloria, el propio Vidal y su señor padre la habían utilizado para entretener el paladar con señoritas y señoras cuya presencia en sus residencias oficiales de Pedralbes, bien fuera por la baja o alta alcurnia de la interesada, hubiera resultado en rumores poco aconsejables. Más de una vez me la había ofrecido cuando todavía vivía en la pensión de doña Carmen por si, como él decía, me apetecía desnudar a alguna dama en algún sitio que no diese miedo. No creía que Cristina hubiese elegido aquel lugar como refugio, si es que sabía de su existencia, pero era el último lugar en mi lista y no se me ocurría ninguna otra posibilidad. Atardecía cuando llegué al hotel España y solicité hablar con el gerente haciendo gala de mi condición de amigo del señor Vidal. Cuando le mostré la fotografía de Cristina, el gerente, un caballero que de la discreción hacía hielo, me sonrió cortésmente y me dijo que “otros” empleados del señor Vidal ya habían venido preguntando por aquella misma persona semanas atrás y que les había dicho lo mismo que a mí. Nunca había visto a aquella señora en el hotel. Le agradecí su gentileza glacial y me encaminé hacia la salida derrotado.

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