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– Nadie lo es. El nihilismo es una pose, no una doctrina. Coloque la llama de una vela bajo los testículos de un nihilista y comprobará qué rápido ve la luz de la existencia. Lo que a usted le molesta es otra cosa.

Levanté la mirada y rescaté el tono más desafiante que era capaz de usar mirando al patrón a los ojos.

– A lo mejor lo que me molesta es que puedo entender todo lo que usted dice, pero no lo siento. -¿Le pago para que sienta?

– A veces sentir y pensar es lo mismo. La idea es suya, no mía.

El patrón sonrió en una de sus pausas dramáticas, como un maestro de escuela que prepara la estocada letal con que acallar a un alumno díscolo y malcarado. -¿Y qué siente usted, Martín?

La ironía y el desprecio que había en su voz me envalentonaron y abrí la espita de la humillación que había acumulado durante meses a su sombra. Rabia y vergüenza de sentirme amedrentado por su presencia y de consentir sus discursos envenenados. Rabia y vergüenza de que me hubiese demostrado que, aunque yo prefería creer que cuanto había en mí era desesperanza, mi alma era tan mezquina y miserable como su humanismo de alcantarilla. Rabia y vergüenza de sentir, de saber, que siempre tenía razón, sobre todo cuando más dolía aceptarlo.

– Le he hecho una pregunta, Martín. ¿Qué siente usted?

– Siento que lo mejor sería dejar las cosas como están y devolverle su dinero. Siento que, sea lo que sea lo que se propone con esta absurda empresa, prefiero no formar parte de ello. Y, sobre todo, siento haberle conocido.

El patrón dejó caer los párpados y se sumió en un largo silencio. Se volvió y se alejó unos pasos en dirección a las puertas de la necrópolis. Observé su silueta oscura recortada contra el jardín de mármol, y su sombra inmóvil bajo la lluvia. Sentí miedo, un temor turbio que me nacía en las entrañas y me inspiraba un deseo infantil de pedir perdón y aceptar cualquier castigo que se impusiera a cambio de no soportar aquel silencio. Y sentí asco. De su presencia y, especialmente, de mí mismo.

El patrón se dio la vuelta y se aproximó de nuevo. Se detuvo a apenas unos centímetros e inclinó su rostro sobre el mío. Sentí su aliento frío y me perdí en sus ojos negros, sin fondo. Esta vez su voz y su tono eran de hielo, desprovistos de aquella humanidad práctica y estudiada con que salpicaba su conversación y sus gestos.

– Sólo se lo diré una vez. Cumplirá usted con su parte y yo con la mía. Eso es lo único en lo que puede y tiene que sentir.

No me di cuenta de que estaba asintiendo repetidamente hasta que el patrón extrajo el pliego de páginas del bolsillo y me las tendió. Las dejó caer antes de que las pudiera coger. El viento las arrastró en un remolino y las vi desperdigarse hacia la entrada del camposanto. Me apresuré a intentar rescatarlas de la lluvia, pero algunas habían caído sobre los charcos y se desangraban en el agua, las palabras desprendiéndose del papel en filamentos. Las reuní todas en un puñado de papel mojado. Cuando levanté la vista y miré a mi alrededor, el patrón se había ido.

Si alguna vez había necesitado un rostro amigo en que refugiarme, era entonces. El viejo edificio de La Voz de la Industria asomaba tras los muros del cementerio. Puse rumbo hacia allí con la esperanza de encontrar a mi viejo maestro don Basilio, una de esas raras almas inmunes a la estupidez del mundo que siempre tenía un buen consejo que ofrecer. Al entrar en la sede del diario descubrí que todavía reconocía a la mayoría del personal. No parecía que hubiera transcurrido un minuto desde que me había ido de allí años atrás. Los que me reconocieron, a su vez, me miraban con recelo y apartaban los ojos para evitar tener que saludarme. Me colé en la sala de la redacción y fui directo al despacho de don Basilio, que estaba al fondo. La sala estaba vacía.

– ¿A quién busca?

Me volví y encontré a Rosell, uno de los redactores que ya me parecían viejos cuando yo trabajaba allí de chaval y que había firmado la reseña venenosa publicada por el diario sobre Los Pasos del Cielo donde se me calificaba de “redactor de anuncios por palabras”.

– Señor Rosell, soy Martín. David Martín. ¿No me recuerda?

Rosell dedicó varios segundos a inspeccionarme, fingiendo la gran dificultad que le entrañaba reconocerme, y asintió finalmente.

– ¿Y don Basilio?

– Se fue hace dos meses. Lo encontrará en la redacción de La Vanguardia. Si le ve, dele recuerdos.

– Así lo haré.

– Siento lo de su libro -dijo Rosell con una sonrisa complaciente.

Crucé la redacción navegando entre miradas esquivas, sonrisas torcidas y murmuraciones en clave de hiél. El tiempo lo cura todo, pensé, menos la verdad.

Media hora más tarde, un taxi me dejaba a las puertas de la sede de La Vanguardia en la calle Pelayo. A diferencia de la siniestra decrepitud de mi antiguo diario, todo allí desprendía un aire de señorío y opulencia. Me identifiqué en el mostrador de conserjería y un chaval con trazas de meritorio que me recordó a mí mismo en mis años de Pepito Grillo fue enviado a dar aviso a don Basilio de que tenía visita. La presencia leonina de mi viejo maestro no se había amilanado con el paso de los años. Si cabe, y con el aderezo del nuevo vestuario a juego con la selecta escenografía, don Basilio tenía una figura tan formidable como en sus tiempos de La Voz de la Industria. Se le iluminaron los ojos de alegría al verme y, rompiendo su férreo protocolo, me recibió con un abrazo en el que ^fácilmente hubiera podido perder dos o tres costillas de no ser porque había público presente y, contento o no, don Basilio tenía que mantener unas apariencias y una reputación.

– ¿Nos vamos aburguesando, don Basilio?

Mi antiguo jefe se encogió de hombros, haciendo un gesto para quitar importancia al nuevo decorado que le rodeaba.

– No se deje impresionar.

– No sea modesto, don Basilio, que ha caído usted en› la joya de la corona. ¿Ya los está metiendo en cintura?

Don Basilio extrajo su perenne lápiz rojo y me lo enseñó, guiñándome un ojo. “

– Salgo a cuatro por semana.

– Dos menos que en La Voz.

– Déme tiempo, que tengo por aquí alguna eminencia que me puntúa con escopeta y se cree que la entradilla es una tapa típica de la provincia de Logroño.

Pese a sus palabras era evidente que don Basilio se sentía a gusto en su nuevo hogar, e incluso tenía un aspecto más saludable.

– No me diga que ha venido a pedirme trabajo porque soy capaz de dárselo -amenazó.

– Se lo agradezco, don Basilio, pero ya sabe que dejé los hábitos y que lo mío no es el periodismo.

– Usted dirá entonces cómo le puede ayudar este viejo gruñón.

– Necesito información sobre un caso antiguo para una historia en la que ando trabajando, la muerte de un abogado de renombre llamado Marlasca, Diego Marlasca.

– ¿De cuándo estamos hablando? •*

– Mil novecientos cuatro.

Don Basilio suspiró.

– Largo me lo fía usted. Ha llovido mucho desde entonces.

– No lo suficiente como para limpiar el asunto -apunté.

Don Basilio me posó la mano en el hombro y me indicó que le siguiera hacia el interior de la redacción.

– No se preocupe, ha venido usted al sitio indicado. Esta buena gente mantiene un archivo que ya quisiera el santo Vaticano. Si hubo algo en la prensa, aquí lo encontraremos. Y además el jefe del archivo es un buen amigo mío. Le advierto que yo, a su lado, soy Blancanieves. No haga caso de su disposición tirando a arisca. En el fondo, muy en el fondo, es un pedazo de pan.

Seguí a don Basilio a través de un amplio vestíbulo de maderas nobles. A un lado se abría una sala circular con una gran mesa redonda y una serie de retratos desde los que nos observaban una pléyade de aristócratas de ceño severo.

– La sala de los aquelarres -explicó don Basilio-. Aquí se reúnen los redactores jefe con el director adjunto, que es un servidor, y el director y, como buenos caballeros de la mesa redonda, damos con el santo grial todos los días a las siete de la tarde.

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