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– ¿Qué? -preguntó Vidal, desafiante.

– Ese último párrafo me suena.

Sorprendido con las manos en la masa, suspiró y asintió.

– Es de Asesinato en el Círculo del Liceo -admitió Vidal-. La escena final en la que Miranda LaFleur dispara al inicuo marqués que ha destrozado su corazón, traicionándola en una noche de pasión en la suite nupcial del hotel Colón en brazos de la espía del zar Svetlana Ivanova.

– Ya me lo parecía. No podía haber elegido mejor. Es su obra cumbre, don Pedro.

Vidal me sonrió el elogio y calibró si encender otro cigarrillo.

– Lo cual no quita que haya algo de verdad en todo eso -remató.

Vidal se sentó en el alféizar de la ventana, no sin antes poner un pañuelo encima para no manchar sus pantalones de alto caché. Vi que el Hispano-Suiza estaba aparcado abajo, en la esquina de la calle Princesa. El chófer, Manuel, estaba sacando brillo a los cromados con un paño como si se tratase de una escultura de Rodin. Manuel siempre me había recordado a mi padre, hombres de la misma generación que habían pasado demasiados días de infortunio y que llevaban la memoria escrita en la cara. Había oído decir a algunos de los sirvientes de Villa Helius que Manuel Sagnier había pasado una larga temporada en la cárcel y que al salir había sufrido años de penuria porque nadie le ofrecía empleo más que como estibador descargando sacos y cajas en los muelles, un ficio para el que ya no tenía ni edad ni salud. La casuística aseguraba que, en una ocasión, Manuel, poniendo en peligro su propia vida, había salvado a Vidal de perecer atropellado por un tranvía. En agradecimiento, Pedro Vidal, al conocer lo penoso de la situación del pobre hombre, decidió ofrecerle trabajo y la posibilidad de mudarse con su esposa y su hija al pequeño apartamento que había encima de las cocheras de Villa Helius. Le aseguró que la pequeña Cristina estudiaría con los mismos tutores que cada día acudían a la casa paterna, en la avenida Pearson, para impartir lecciones a los cachorros de la dinastía Vidal, y que su esposa podía desempeñar su oficio de costurera para la familia. El andaba pensando en adquirir uno de los primeros automóviles que iban a comercializarse en Barcelona y, si Manuel se avenía a instruirse en el arte de la conducción motorizada y dejar atrás el carromato y la tartana, Vidal iba a necesitar un chófer, porque por entonces los señoritos no posaban sus manos sobre máquinas de combustión ni ingenios con escapes gaseosos. Manuel, por supuesto, aceptó. Tras semejante rescate de la miseria, la versión oficial aseguraba que Manuel Sagnier y su familia sentían una devoción ciega por Vidal, eterno paladín de los desheredados. Yo no sabía si creerme aquella historia al pie de la letra o atribuirla a la larga retahila de leyendas tejidas en torno al carácter de bondadoso aristócrata que cultivaba Vidal, a quien a veces parecía que sólo le faltase aparecerse a alguna pastorcilla huerfanita envuelto en un halo luminoso.

– Se te ha puesto esa cara de granuja de cuando te entregas a pensamientos maliciosos -apuntó Vidal-. ¿Qué tramas?

– Nada. Pensaba en lo bondadoso que es usted, don Pedro.

– Con tu edad y posición, el cinismo no abre puertas.

– Eso lo explica todo.

– Anda, saluda al bueno de Manuel, que siempre pregunta por ti.

Me asomé a la ventana y, al verme, el chófer, que siempre me trataba como a un señorito y no como al pardillo que era, me saludó de lejos. Devolví el saludo. Sentada en el asiento del pasajero estaba su hija Cristina, una criatura de piel pálida y labios a pincel que me llevaba un par de años y que me tenía robado el aliento desde que la vi la primera vez que Vidal me invitó a visitar Villa Helius.

– No la mires tanto que la vas a romper -murmuró Vidal a mi espalda.

Me volví y me encontré con aquel semblante maquiavélico que Vidal reservaba para los asuntos del corazón y otras visceras nobles.

– No sé de qué está hablando.

– Qué gran verdad -replicó Vidal-. Entonces, ¿qué vas a hacer con lo de esta noche?

Releí la nota y dudé.

– ¿Frecuenta usted ese tipo de locales, don Pedro?

– Yo no he pagado por una mujer desde que tenía quince años y, técnicamente, pagó mi padre -replicó Vidal sin jactancia alguna-. Pero a caballo regalado…

– No sé, don Pedro…

– Claro que sabes.

Vidal me dio una palmadita en la espalda de camino a la puerta.

– Te quedan siete horas hasta la medianoche -dijo-.

Lo digo por si te quieres echar una cabezadita y coger fuerzas.

Me asomé a la ventana y le vi alejarse rumbo al coche. Manuel le abrió la puerta y Vidal se dejó caer en el asiento trasero con desidia. Escuché el motor del Hispano-Suiza desplegar su sinfonía de pistones y émbolos. En aquel instante la hija del chófer, Cristina, alzó la vista y miró hacia mi ventana. Le sonreí, pero me di cuenta de que ella no recordaba quién era yo. Un instante después apartó la mirada y la gran carroza de Vidal se alejó de regreso a su mundo.

En aquellos días, la calle Nou de la Rambla tendía un corredor de faroles y carteles luminosos a través de las tinieblas del Raval. Cabarés, salones de baile y locales de difícil nomenclatura se daban de codazos en ambas aceras con casas especializadas en males de Venus, gomas y lavajes, que permanecían abiertas hasta el alba mientras gentes de todo pelaje, desde señoritos de cierto postín hasta miembros de las tripulaciones de barcos atracados en el puerto, se mezclaban con toda suerte de extravagantes personajes que vivían para el anochecer. A ambos lados de la calle se abrían callejones angostos y sepultados de bruma que albergaban una retahila de prostíbulos de decreciente caché.

El Ensueño ocupaba la planta superior de un edificio que albergaba en los bajos una sala de music-hall donde se anunciaba en grandes carteles la actuación de una bailarina enfundada en una diáfana y escueta toga que no hacía secretos de sus encantos mientras sostenía en brazos una serpiente negra, cuya lengua bífida parecía besar sus labios.

“Eva Montenegro y el tango de la muerte -rezaba el cari letras de molde-. La reina de la noche en seis veladas elusivas e improrrogables. Con la intervención estelar de Mesero el lector de mentes que desvelará sus más íntimos secretos.”

Junto a la entrada del local había una estrecha puerta tras la cual ascendía una larga escalinata con las paredes pintadas de rojo. Subí las escaleras y me planté frente a una gran puerta de roble labrado cuyo llamador tenía la forma de una ninfa forjada en bronce con un modesto trébol sobre el pubis. Llamé un par de veces y esperé, rehuyendo mi reflejo en el gran espejo ahumado que cubría buena parte de la pared. Estaba considerando la posibilidad de salir de allí a escape cuando se abrió la puerta y una mujer de mediana edad y pelo completamente blanco pulcramente anudado en un moño me sonrió serenamente.

– Usted debe de ser el señor David Martín.

Nadie me había llamado señor en toda mi vida, y la formalidad me pilló por sorpresa.

– El mismo.

– Si tiene la amabilidad de pasar y acompañarme.

La seguí a través de un pasillo breve que conducía a una amplia sala circular de paredes vestidas de terciopelo rojo y lámparas a media luz. El techo formaba una cúpula de cristal esmaltado de la que pendía una araña también de cristal bajo la cual una mesa de caoba sostenía un enorme gramófono que supuraba una aria de ópera.

– ¿Se le ofrece algo de beber, caballero? -Si tuviese un vaso de agua, se lo agradecería. La dama del pelo blanco sonrió sin pestañear, su porte amable y relajado imperturbable.

– Tal vez al señor se le antoje mejor una copa de champán o un licor. O tal vez un fino de Jerez.

Mi paladar no rebasaba las sutilezas de diferentes cosechas de agua del grifo, así que me encogí de hombros.

– Elija usted.

La dama asintió sin perder la sonrisa y señaló hacia una de las suntuosas butacas que punteaban la sala.

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