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Querido David:

Quería ser el primero en felicitarle en esta nueva etapa de su carrera. He disfrutado enormemente con la lectura de las primeras entregas de La Ciudad de los Malditos. Confío en que este pequeño obsequio sea de su agrado.

Le reitero mi admiración y mi voluntad de que algún día nuestros destinos se crucen. En la seguridad de que así será, le saluda afectuosamente su amigo y lector,

ANDREAS CORELLI

El obsequio era el mismo ejemplar de Grandes esperanzas que el señor Sempere me había regalado de niño, el mismo que le había devuelto antes de que mi padre pudiese encontrarlo y el mismo que, cuando quise recobrarlo años después a cualquier precio, había desaparecido horas antes en manos de un extraño. Contemplé aquel pedazo de papel que un día no muy lejano me había parecido contener toda la magia y la luz del mundo. En la cubierta aún se apreciaban las huellas de mis dedos de niño manchados de sangre.

– Gracias -murmuré.

El señor Sempere se puso sus lentes de precisión para examinar el libro. Lo colocó en un paño extendido sobre su escritorio en la trastienda y dobló el flexo para que el haz de luz se concentrase en el tomo. Su análisis pericial se prolongó durante varios minutos en los que guardé un silencio religioso. Le observé pasar las hojas, olerías, acariciar el papel y el lomo, sopesar el libro con una mano y luego con la otra y finalmente cerrar la tapa y examinar con una lupa las huellas tintadas en sangre seca que mis dedos habían dejado allí doce o trece años atrás.

– Increíble -musitó, quitándose los lentes-. Es el mismo libro. ¿Cómo dice que lo ha recobrado?

– Ni yo mismo lo sé. Señor Sempere, ¿qué sabe usted de un editor francés llamado Andreas Corelli?

– Por de pronto suena más italiano que francés, aunque lo de Andreas parece griego…

– La editorial está en París. Editions de la Lumiére.

Sempere permaneció pensativo unos instantes, dudando.

– Me temo que no me resulta familiar. Le preguntaré a Barceló, que lo sabe todo, a ver qué me dice.

Gustavo Barceló era uno de los decanos del gremio de libreros de viejo de Barcelona, y su enciclopédico acervo era tan legendario como su temple vagamente abrasivo y pedante. En la profesión, el dicho aconsejaba que, ante la duda, había que preguntar a Barceló. En aquel instante se asomó el hijo de Sempere, que aunque era dos o tres años mayor que yo era tan tímido que a veces se hacía invisible, y le hizo una seña a su padre.

– Padre, vienen a recoger un pedido que creo tomó usted.

El librero asintió y me tendió un tomo grueso y batallado a fondo.

– Aquí tiene el último catálogo de editores europeos. Si quiere vaya mirando a ver si encuentra algo y entretanto atiendo al cliente -sugirió.

Me quedé a solas en la trastienda de la librería, buscando en vano Editions de la Lumiére mientras Sempere regresaba al mostrador. Hojeando el catálogo, le oí conversar con una voz femenina que me resultó familiar. Oí que mencionaban a Pedro Vidal e, intrigado, me asomé a curiosear.

Cristina Sagnier, hija del chófer y secretaria de mi mentor, repasaba una pila de libros que Sempere iba anotando en el libro de ventas. Al verme sonrió cortésmente, pero tuve la certeza de que no me reconocía. Sempere alzó la vista y al registrar mi mirada de bobo trazó una rápida radiografía de la situación.

– ¿Ya se conocen ustedes, verdad? -dijo.

Cristina alzó las cejas, sorprendida, y me miró de nuevo, incapaz de ubicarme.

– David Martín. Amigo de don Pedro -ofrecí.

– Ah, claro -dijo-. Buenos días.

– ¿Qué tal su padre? -improvisé.

– Bien, bien. Me espera en la esquina con el coche.

Sempere, que no dejaba pasar una, intervino:

– La señorita Sagnier ha venido a recoger unos libros que encargó Vidal. Como son un tanto pesados quizá pueda usted tener la bondad de ayudarla a llevarlos hasta el coche…

– No se preocupen… -protestó Cristina.

– Faltaría más -salté yo, presto a levantar la pila de libros que resultó pesar como la edición de lujo de la Enciclopedia Británica, anexos incluidos.

Sentí que algo crujía en mi espalda y Cristina me miró, azorada.

– ¿Está usted bien?

– No tema, señorita. Aquí el amigo Martín, aunque sea de letras, está hecho un toro -dijo Sempere-. ¿Verdad que sí, Martín?

Cristina me observaba poco convencida. Ofrecí mi sonrisa de macho invencible.

– Puro músculo -dije-. Esto es simple calentamiento.

Sempere hijo iba a ofrecerse a llevar la mitad de los libros, pero su padre, en un golpe de diplomacia, le retuvo por el brazo. Cristina me sostuvo la puerta y me aventuré a recorrer los quince o veinte metros que me separaban del Hispano-Suiza aparcado en la esquina con Portal del Ángel. Llegué a duras penas, con los brazos a punto de prender fuego. Manuel, el chófer, me ayudó a descargar los libros y me saludó efusivamente.

– Qué casualidad verle aquí, señor Martín.

– Pequeño mundo.

Cristina me ofreció una sonrisa leve como agradecimiento y subió al coche.

– Lamento lo de los libros.

– No es nada. Un poco de ejercicio levanta la moral -aduje, ignorando el nudo de cables que se me había formado en la espalda-. Recuerdos a don Pedro.

Los vi partir hacia la plaza de Catalunya y cuando me volví avisté a Sempere a la puerta de la librería, que me miraba con una sonrisa gatuna y me hacía gestos para que me limpiase la baba. Me acerqué hasta él y no pude evitar reírme de mí mismo.

– Ahora ya conozco su secreto, Martín. Le hacía yo más templado en estas lides.

– Todo se oxida.

– A quién se lo va a contar. ¿Me puedo quedar el libro unos días?

Asentí.

– Cuídemelo bien.

Volví a verla meses más tarde, en compañía de Pedro Vidal, en la mesa que siempre tenía reservada en la Maison Dorée. Vidal me invitó a unirme a ellos, pero me bastó cruzar una mirada con ella para saber que debía declinar el ofrecimiento.

– ¿Cómo va la novela, don Pedro?

– Viento en popa.

– Me alegro. Buen provecho.

Nuestros encuentros eran fortuitos. A veces me tropezaba con ella en la librería de Sempere e Hijos, donde acudía a menudo a buscar libros para don Pedro. Sempere, si se terciaba, me dejaba a solas con ella, pero pronto Cristina descubrió el truco y enviaba a uno de los mozos desde Villa Helius a recoger los pedidos.

– Ya sé que no es asunto mío -decía Sempere-. Pero a lo mejor debería usted quitársela de la cabeza.

– No sé de qué me habla, señor Sempere.

– Martín, que nos conocemos de hace tiempo…

Los meses pasaban al trasluz sin que me diese ni cuenta. Vivía de noche, escribiendo desde el atardecer hasta el amanecer y durmiendo durante el día. Barrido y Escobillas no cesaban de congratularse por el éxito de La Ciudad de los Malditos, y cuando me veían al borde del colapso me aseguraban que tras un par de novelas más me concederían un año sabático, para que descansara o me dedicase a escribir una obra personal que publicarían a bombo y platillo con mi verdadero nombre en grandes letras mayúsculas en la portada. Siempre faltaban sólo un par de novelas más. Los pinchazos, dolores de cabeza y los mareos se iban haciendo más frecuentes y más intensos, pero yo los atribuía a la fatiga y los ahogaba con nuevas inyecciones de cafeína, cigarrillos y unas pildoras de codeína y Dios sabe qué que me proporcionaba de tapadillo un farmacéutico de la calle Argentería y que sabían a pólvora. Don Basilio, con quien comía jueves sí jueves no en una terraza de la Barceloneta, me instaba a que acudiese al médico. Yo siempre decía que sí, que tenía hora para aquella misma semana.

Aparte de mi antiguo jefe y de los Sempere, no disponía de demasiado tiempo para ver a mucha más gente que a Vidal, y cuando lo hacía era más porque él acudía a visitarme que por mi propio pie. No le gustaba la casa de la torre y siempre insistía en que saliésemos a dar un paseo hasta acabar en el bar Almirall en la calle Joaquim Costa, donde tenía cuenta y mantenía una tertulia literaria los viernes por la noche a la que no me invitaba porque sabía que todos los asistentes, poetastros frustrados y lameculos que le reían las gracias a la espera de una limosna, una recomendación para un editor o una palabra de elogio con la que tapar las heridas de la vanidad, me detestaban con una consistencia, vigor y empeño de la que carecían sus empresas artísticas, que el público trapacero se empeñaba en ignorar. Allí, a golpes de absenta y habanos caribeños, me hablaba de su novela, que nunca se acababa, de sus planes para retirarse de su vida de retirado y de sus amoríos y conquistas; cuanto mayor se hacía él, más jóvenes y nubiles eran ellas.

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