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En la carta, Sempere hijo me contaba que Isabella y él, tras varios años de noviazgo tormentoso e interrumpido, habían contraído matrimonio el 18 de enero de 1935 en la iglesia de Santa Ana. La ceremonia, contra todo pronóstico, la había celebrado el nonagenario sacerdote que había pronunciado la eulogía en el entierro del señor Sempere y que, a pesar de todos los intentos y afanes del obispado, se resistía a morir y seguía haciendo las cosas a su manera. Un año más tarde, días antes de que estallase la guerra civil, Isabella había dado a luz un varón que llevaría por nombre Daniel Sempere. Los años terribles de la guerra habrían de traer toda suerte de penurias y poco después del fin de la contienda, en aquella paz negra y maldita que habría de envenenar la tierra y el cielo para siempre, Isabella contrajo el cólera y murió en brazos de su esposo en el piso que compartían encima de la librería. La enterraron en Montjuic el día del cuarto cumpleaños de Daniel, bajo una lluvia que duró dos días y dos noches, y cuando el pequeño le preguntó a su padre si el cielo lloraba, a él le faltó voz para responderle.

El sobre que iba a mi nombre contenía una carta que Isabella me había escrito durante sus últimos días de vida y que había hecho jurar a su esposo que me haría llegar si alguna vez sabía de mi paradero.

Querido David:

A veces me parece que empecé a escribirle esta carta hace años y que todavía no he sido capaz de terminarla. Ha pasado mucho tiempo desde que le vi por última vez, muchas cosas terribles y mezquinas, y sin embargo no hay un día que no me acuerde de usted y me pregunte dónde estará, si habrá encontrado la paz, si estará escribiendo, si se habrá convertido en un viejo cascarrabias, si estará enamorado o si se acordará de nosotros, de la pequeña librería de Sempere e Hijos y de la peor ayudante que nunca tuvo.

Me temo que se marchó usted sin enseñarme a escribir y no sé ni por dónde empezar a poner en palabras todo lo que quisiera decirle. Me gustaría que supiese que he sido feliz, que gracias a usted encontré a un hombre al que he querido y que me ha querido y que juntos hemos tenido un hijo, Daniel, al que siempre hablo de usted y que ha dado un sentido a mi vida que ni todos los libros del mundo podrían ni empezar a explicar.

Nadie lo sabe, pero a veces todavía vuelvo a aquel muelle en que le vi partir para siempre y me siento un rato, sola, a esperar, como si creyese que fuese usted a volver. Si lo hiciese comprobaría que, pese a todo lo que ha pasado, la librería sigue abierta, que el solar donde se alzaba la casa de la torre sigue vacío, que todas las mentiras que se dijeron sobre usted han sido olvidadas y que en estas calles hay tanta gente que tiene el alma manchada de sangre que y a no se atreven ni a recordar y cuando lo hacen se mienten a sí mismos porque no se pueden mirar al espejo. En la librería seguimos vendiendo sus libros, pero bajo mano, porque ahora han sido declarados inmorales y el país se ha llenado de más gente que quiere destruir y quemar libros que de quienes quieren leerlos. Corren malos tiempos y a menudo creo que se avecinan peores.

Mi esposo y los médicos creen que me engañan, pero sé que me queda poco tiempo. Sé que moriré pronto y que cuando reciba usted esta carta ya no estaré aquí. Por eso quería escribirle, porque quería que supiese que no tengo miedo, que mi único pesar es que dejaré a un hombre bueno que me ha dado la vida y a mi Daniel solos en un mundo que cada día, me parece, es más como usted decía que era y no como yo quería creer que podía ser.

Quería escribirle para que supiera que pese a todo he vivido y estoy agradecida por el tiempo que he pasado aquí, agradecida de haberle conocido y haber sido su amiga. Quería escribirle porque me gustaría que me recordase y que, algún día, si tiene usted a alguien como yo tengo a mi pequeño Daniel, le hable de mí y que con sus palabras me haga vivir par a siempre.

Le quiere,

ISABELLA

Días después de recibir aquella carta supe que no estaba solo en la playa. Sentí su presencia en la brisa del alba pero no quise ni pude volver a huir. Ocurrió una tarde, cuando me había sentado a escribir frente a la ventana mientras esperaba que el sol se hundiese en el horizonte. Oí los pasos sobre las tablas de madera que formaban el muelle y le vi.

El patrón, vestido de blanco, caminaba lentamente por el muelle y llevaba de la mano a una niña de unos siete u ocho años. Reconocí la imagen al instante, aquella vieja fotografía que Cristina había atesorado toda su vida sin saber de dónde provenía. El patrón se aproximó al final del muelle y se arrodilló junto a la niña. Ambos contemplaron el sol derramarse sobre el océano en una infinita lámina de oro candente. Salí de la cabana y me adentré en el muelle. Al llegar al final, el patrón se volvió y me sonrió. No había amenaza ni rencor en su rostro, apenas una sombra de melancolía.

– Le he echado de menos, amigo mío -dijo-. He echado de menos nuestras conversaciones, incluso nuestras pequeñas disputas…

– ¿Ha venido a ajustar cuentas?

El patrón sonrió y negó lentamente.

– Todos cometemos errores, Martín. Yo el primero. Le robé a usted lo que más quería. No lo hice por herirle. Lo hice por temor. Por temor a que ella le apartase de mí, de nuestro trabajo. Estaba equivocado. He tardado un tiempo en reconocerlo, pero si algo tengo es tiempo.

Le observé con detenimiento. El patrón, al igual que yo, no había envejecido un solo día.

– ¿A qué ha venido entonces?

El patrón se encogió de hombros.

– He venido a despedirme de usted.

Su mirada se concentró en la niña qué llevaba de la mano y que me miraba con curiosidad.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– Se llama Cristina -dijo el patrón.

Le miré a los ojos y asintió. Sentí que se me helaba la sangre. Podía intuir las facciones, pero la mirada era inconfundible.

– Cristina, saluda a mi amigo David. A partir de ahora vas a vivir con él.

Intercambié una mirada con el patrón, pero no dije nada. La niña me tendió la mano, como si hubiese ensayado el gesto mil veces, y se rió avergonzada. Me incliné hacia ella y se la estreché.

– Hola-musitó.

– Muy bien, Cristina -aprobó el patrón-. ¿Y qué más?

La niña asintió, recordando de pronto.

– Me han dicho que es usted un fabricante de historias y de cuentos.

– De los mejores -añadió el patrón.

– ¿Hará uno para mí?

Vacilé unos segundos. La niña miró al patrón, inquieta.

– ¿Martín? -murmuró el patrón.

– Claro -dije finalmente-. Te haré todos los cuentos que tú quieras.

La niña sonrió y, aproximándose a mí, me besó en la mejilla.

– ¿Por qué no vas hasta la playa y esperas allí mientras me despido de mi amigo, Cristina? -preguntó el patrón.

Cristina asintió y se alejó lentamente, volviendo la vista atrás a cada paso y sonriendo. A mi lado, la voz del patrón susurró su maldición eterna con dulzura.

– He decidido que iba a devolverle aquello que más quiso y que le robé. He decidido que por una vez caminará usted en mi lugar y sentirá lo que yo siento, que no envejecerá un solo día y que verá crecer a Cristina, que se enamorará de ella otra vez, que la verá envejecer a su lado y que algún día la verá morir en sus brazos. Esa es mi bendición y mi venganza.

Cerré los ojos, negando para mis adentros.

– Eso es imposible. Nunca será la misma.

– Eso dependerá sólo de usted, Martín. Le entrego una página en blanco. Esta historia ya no me pertenece.

Oí sus pasos alejarse y cuando volví a abrir los ojos el patrón ya no estaba allí. Cristina, al pie del muelle, me observaba solícita. Le sonreí y se acercó lentamente, dudando.

– ¿Dónde está el señor? -preguntó.

– Se ha marchado.

Cristina miró en derredor, la playa infinita desierta en ambas direcciones.

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