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– ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó la matrona.

– Ha heredado. Dígame dónde puedo encontrarla y a lo mejor le cae algo.

La matrona rió, pero los ojos le brillaron de codicia.

– Que yo sepa vive en la pensión Santa Lucía, en la calle Marqués de Barbera. ¿Cuánto ha heredado?

Dejé caer unas monedas sobre el mostrador y salí de aquel pozo inmundo sin molestarme en responder.

La pensión donde vivía Irene Sabino languidecía en un sombrío edificio que parecía tejido con huesos desenterrados y lápidas robadas. Las placas de los buzones en la portería estaban cubiertas de óxido. En los dos primeros pisos no figuraba nombre alguno. El tercer piso albergaba un taller de costura y confección con el rimbombante nombre de La Textil Mediterránea. El cuarto y último lo ocupaba la pensión Santa Lucía. Una escalera por la que apenas cabía una persona ascendía en penumbra, el aliento de las alcantarillas filtrándose por los muros y comiéndose la pintura de las paredes como ácido. Subí cuatro pisos hasta ganar un rellano inclinado que daba a una sola puerta. Llamé con el puño y al rato me abrió un hombre alto y delgado como una pesadilla de El Greco.

– Busco a María Antonia Sanahuj a -dije.

– ¿Es usted el médico? -preguntó.

Le empujé a un lado y entré. El piso no era más que un amasijo de habitaciones angostas y oscuras arracimadas a ambos lados de un pasillo que moría en un ventanal frente a un tragaluz. La fetidez que ascendía de las tuberías impregnaba la atmósfera. El hombre que me había abierto la puerta se había quedado en el umbral, mirándome desconcertado. Asumí que se trataba de un huésped.

– ¿Cuál es su habitación? -pregunté. Me miró en silencio, impenetrable. Extraje el revólver y se lo mostré. El hombre, sin perder la serenidad, señaló la última puerta del corredor junto al respiradero del tragaluz. Me dirigí allí y cuando descubrí que la puerta estaba cerrada empecé a forcejear con la cerradura. El resto de huéspedes se había asomado al corredor, un coro de almas olvidadas que no parecían haber rozado la luz del sol en años. Recordé mis días de miseria en la pensión de doña Carmen y se me ocurrió que mi antiguo domicilio parecía el nuevo hotel Ritz comparado con aquel miserable purgatorio, uno de tantos en la colmena del Raval.

– Vuelvan a sus habitaciones -dije. Nadie dio muestras de haberme oído. Alcé la mano mostrando el arma. Acto seguido todos se metieron en sus cuartos como roedores asustados, a excepción del caballero de la triste y espigada figura. Concentré de nuevo mi atención en la puerta.

– Ha cerrado por dentro -explicó el huésped-. Lleva ahí toda la tarde.

Un olor que me hizo pensar en almendras amargas se filtraba bajo la puerta. Golpeé con el puño varias veces sin obtener respuesta.

– La casera tiene llave maestra -ofreció el huésped-. Si quiere esperar… no creo que tarde en volver. Por toda respuesta me hice a un lado del corredor y me lancé con todas mis fuerzas contra la puerta. La cerradura cedió a la segunda embestida. Tan pronto me encontré en la habitación, me asaltó aquel hedor agrio y nauseabundo.

– Dios mío -murmuró el huésped a mi espalda. La antigua estrella del Paralelo yacía sobre un camastro, pálida y cubierta de sudor. Tenía los labios negros y, al verme, sonrió. Sus manos aferraban con fuerza el frasco de veneno. Había apurado hasta la última gota. El tufo de su aliento, a sangre y a bilis, llenaba la habitación. El huésped se tapó la nariz y la boca con la mano y se retiró hasta el pasillo. Contemplé a Irene Sabino retorciéndose mientras el veneno la corroía por dentro. La muerte se estaba tomando su tiempo.

– ¿Dónde está Marlasca?

Me miró a través de lágrimas de agonía.

– Ya no me necesitaba – dijo -. No me ha querido nunca.

Tenía la voz áspera y rota. La asaltó una tos seca que arrancó de su pecho un sonido desgarrado, y un segundo después un líquido oscuro afloró entre sus dientes. Irene Sabino me observaba aferrándose a su último aliento de vida. Me cogió la mano y apretó con fuerza.

– Está usted maldito, como él.

– ¿Qué puedo hacer?

Negó lentamente. Un nuevo brote de tos le sacudió el pecho. Los capilares de sus ojos se rompían y una red de líneas sangrantes avanzaba hacia sus pupilas.

– ¿Dónde está Ricardo Salvador? ¿Está en la tumba de Marlasca, en el panteón?

Irene Sabino negó. Una palabra muda se formó en sus labios: Jaco.

– ¿Dónde está Salvador, entonces?

– Él sabe dónde está usted. Le ve. Él vendrá por usted. Me pareció que empezaba a delirar. La presión de su mano fue perdiendo fuerza.

– Yo le quería – dijo – Era un buen hombre. Un buen hombre. Él le cambió. Era un buen hombre.

Un sonido a carne desgarrada emergió de sus labios y su cuerpo se tensó en un espasmo muscular. Irene Sabino murió con sus ojos clavados en los míos, llevándose para siempre el secreto de Diego Marlasca. Ahora sólo quedaba yo.

Cubrí su rostro con una sábana y suspiré. En el umbral de la puerta, el huésped se santiguó. Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo que pudiera ayudarme, algún indicio de cuál debía ser mi próximo paso. Irene Sabino había pasado sus últimos días en una celda de unos cuatro metros de profundidad y dos de ancho. No había ventanas. El camastro de metal en que yacía su cadáver, un armario al otro lado y una mesita contra la pared eran todo el mobiliario. Una maleta asomaba bajo el catre, junto a un orinal y una sombrerera. Sobre la mesa había un plato con migajas de pan, un jarro con agua y una pila de lo que parecían postales pero resultaron ser estampas de santos y recordatorios de funerales y entierros. Envuelto en un paño blanco había lo que parecía un libro. Lo desenvolví y encontré el ejemplar de Los Pasos del Cielo que le había dedicado al señor Sempere. La compasión que me había despertado la agonía de aquella mujer se evaporó al instante. Aquella infeliz había matado a mi buen amigo para arrebatarle aquel cochino libro. Recordé entonces lo que Sempere me había dicho la primera vez que entré en su librería: que cada libro tenía una alma, el alma de quien lo había escrito y el alma de quienes lo habían leído y soñado con él. Sempere había muerto creyendo en aquellas palabras y comprendí que Irene Sabino, a su manera, también las había creído.

Pasé las páginas releyendo la dedicatoria. Encontré la primera marca en la séptima página. Un trazo marronáceo emborronaba las palabras, dibujando una estrella de seis puntas idéntica a la que ella había grabado en mi pecho con el filo de una navaja semanas antes. Comprendí que el trazo estaba hecho con sangre. Fui volviendo las páginas y encontrando nuevos dibujos. Unos labios. Una mano. Ojos. Sempere había sacrificado su vida por un miserable y ridículo hechizo de barraca de feria.

Guardé el libro en el bolsillo interior del abrigo y me arrodillé junto al lecho. Extraje la maleta y vacié el contenido en el suelo. No había más que ropas y zapatos viejos. Abrí la sombrerera y encontré un estuche de piel en cuyo interior estaba la navaja de afeitar con que Irene Sabino me había hecho las marcas que llevaba en el pecho. De repente advertí una sombra extendiéndose sobre el suelo y me volví bruscamente, apuntando con el revólver. El huésped del talle espigado me miró con cierta sorpresa.

– Me parece que tiene usted compañía -dijo escuetamente.

Salí al pasillo y me dirigí hacia la entrada. Me asomé a la escalera y oí los pesados pasos ascendiendo por la escalera. Un rostro se perfiló en el hueco, mirando hacia arriba, y me encontré con los ojos del sargento Marcos dos pisos más abajo. Se retiró y los pasos se aceleraron. No venía solo. Cerré y me apoyé contra la puerta, intentando pensar. Mi cómplice me observaba, calmado pero expectante.

– ¿Hay alguna salida que no sea ésta? -pregunté.

Negó.

– ¿Salida a la azotea?

Señaló la puerta que acababa de cerrar. Tres segundos más tarde sentí el impacto de los cuerpos de Marcos y Gástelo intentando derribarla. Me aparté de ella, retrocediendo por el corredor con el arma apuntando hacia la puerta.

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