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A partir de la percepción, casi cabalística, que me sugiere su vivencia del asesinato de Lázaro Conesal, andaba yo a caballo de distintas y encontradas emociones… Las ecuaciones de segundo grado (¿ recuerda?), esas que resuelven las expresiones matemáticas que admiten 2 resultados, son triviales para mí y, al parecer, también para usted.

Siempre me parecieron las matemáticas un producto etéreo, seráfico, sujeto a los más estrictos preceptos, sin mácula, sin fisuras, virginal, tan sólido y consistente que… daba asco; hasta que aparecieron por el horizonte, para rescatarlas de ranciedad, de rigidez, de olor a virtud (¿polillas?), las mencionadas ecuaciones (como el séptimo de caballería, en panavisión y la banda sonora acorde con el momento), convirtiendo esta disciplina en: mágica, imprevista, sorprendente, indeterminada, ambigua; en una palabra: desconcertante. El plural con el que se las nombra ya pronostica tan mudable naturaleza.

Me consta que usted siempre sabe quién es el real asesino, y que tolera que la soáedad asuma el asesino necesario, incluso con el acuerdo más total del entregado. Una personalidad tan intrincada como la suya es capaz de astucias sibilinas capaces de idear, fraguar, objetivos que le permitan seguir siendo un voyeur, como siempre, de la historia y de la vida.

Una pericia, por otra parte, ampliamente demostrada entodos los trabajos en los que participa. Incluso en el que aparecía yo. ¿Sigue sin identificarme? ¿Por qué no quiere identificarme? ¿Será tanta su indiferencia o su soberbia que no tiene ningún interés en reconocerme? Puede localizarme a través del fax remitente. ¿No es usted un detective? ¿Por qué no lo hace? ¿Me tiene miedo? Quiero ocultar mi personalidad para obligarle a descubrirla. Pero volvamos a mi desguace de su aventura madrileña escenificada en ese hotel convertido en el misterio de la habitación cerrada. Por lo que me han contado de lo ocurrido allí dentro antes de que se convirtiera en dominio público, allí hubo una farsa barroca y entrecortada, como si de estertores se tratara, prolongada y fatigosa. Usted, como siempre, o como últimamente, lo vivió todo pasivamente, mirón, mirón, supongo que la misma actitud que demuestra ante mis fax, la misma que demostró ante mí misma. Yo soy capaz de «perdonarle» y defender su causa en casi todas las circunstancias, también ahora lo haría ante mí, pero la condición necesaria no se da, que usted diga, haga algo. Espero que entienda mi disgusto, aunque éste no depende de su grado de comprensión, es inmutable.

No, no hay música.

TORQUEMADA

(¿era un hombre?, ¿seguro?)

Los fax se sucedían y, una vez agotado el caso Conesal, ella se dedicó a analizar otras andanzas, como si hubiera espiado su trayectoria profesional y se hubiera convertido en detective de otro detective. Quizá lo mejor sea llamarla y proponer un encuentro, pero el verano se ultima como un balance de la verdad del invierno, con su falsa promesa de cambiarlo todo, y cuando pase, la vaca del fax ya habrá olvidado su obsesión. El cadáver del hijo de la señora Mata i Delapeu ha recibido cristiana sepultura pese a su satanismo y la madre reclama de la sabiduría privada de Carvalho lo que no espera recibir de la policía pública.

– Justicia y paz de espíritu. Hasta que pueda mirar al fondo de los ojos del asesino de mi hijo no podré dormir en paz.

Debía ir al encuentro de aquella viuda de su hijo. Otra madre culta y rica engendrando un desplazado rico, culto y tonto. Un tema de satanismo ayuda a pasar el verano, además debía reunirse cuanto antes con Charo para clarificar lo que pudo haber sido y no fue o lo que ya no podría ser, aunque se asumía a sí mismo por primera vez molesto ante la idea de que Charo dependiera de otro hombre, porque ya no ejercía un oficio, sino que se había consagrado como amante o concubina de un señor respetable que le había puesto un negocio. La vaca del fax. Satán, Charo. Quimet y el espionaje catalán. Demasiado para una rentrée. Tiró de uno de los cajones de su mesa de despacho y junto al radiocasete que Charo le había enviado desde Andorra tenía el traje de baño. Biscuter en la cocina trajinando guisos que olían a azafrán, en el lavabo Carvalho se puso el traje de baño a guisa de calzoncillos, se volvió a vestir y bajó hasta el parking en busca de su coche, al que le regalaba la condición de cabina de playa. Condujo Ramblas abajo hasta el puerto y luego fue a la Vila Olímpica a por el parking situado a la sombra de la Torre Mapire. En el interior del coche se quedó en traje de baño y camisa, guardó su ropa en el maletero y subió hasta el Port Olímpic para avistar la lontananza de playas sucesivas y gratuitas donde los cuerpos depredadores asumían el regalo del mar recuperado tras varios siglos de murallas y contaminaciones. A su izquierda la Vila Olímpica empezaba a enmascararse de árboles y se hacía perdonar su escasa ambición arquitectónica, y a la derecha el mar rutilante y ciudadanía en sus mejores y peores cueros, pero dispuesta a gozar del paraíso. Era de nuevo el mundo de su infancia, cuando las playas «libres» por gratuitas de la Barceloneta le regalaban la condición de bañista y la sorpresa de su propio cuerpo liberado por las aguas. Ahora las playas se sucedían y de seguir andando llegaría hasta la frontera francesa sin perder el favor del mar, pero lo que le interesaba era comprender la nueva ciudad, el sentido de aquel añadido urbano junto a la voluntad de supervivencia del cementerio cerrado y romántico del Poblenou, los caserones cúbicos reciclados por la cirugía estética de la cultura del simulacro, las chimeneas desesperadas, acorraladas en su condición de obsoletos testimonios de lo que había sido a la vez Manchester e Icaria, tan acorraladas como las viviendas en otro tiempo baratas, protegidas, mal construidas que de pronto se convertían en un lacerante Harlem alzado junto a Malibú, en viviendas para pobres milagrosamente erguidas sobre el suelo más encarecido de la ciudad. ¿Qué bisagra unía su imaginario de Barcelona con esta atlántida de pronto emergente de los mares? Una huida hacia adelante o un nuevo sentido de ciudad definitivamente abierta y profiláctica, pasteurizada, al tiempo que la piqueta le rompía las ingles del Barrio Chino y las fantasmales barricadas de la memoria de la ciudad de la rabia y de la idea de la subversión, de la ciudad franquista, la ciudad de rodillas, Señor, ante el Sagrario, que guarda cuanto quedade amor y de verdad. Tal vez la bisagra fuera el olor a gamba, la venganza de los olores de aceites envilecidos, refritos, aceites incorrectos en contra de la ciudad más correcta del Mediterráneo, un aceite sólido cargado de memoria, evocador de posguerras y derrotas.

Decidió sumergirse en la playa previa a la de los nudistas, porque era tópico que allí las aguas eran más limpias y que incluso se salvaban del retorno de la mierda desde los colectores cuando soplaba viento de levante. Estaban las parejas de siempre, las mujeres solas de siempre, los maricas de siempre, todos ellos en olor a una especial acracia, como si fueran descendientes directos de teósofos vegetarianos y anarquistas adoradores del sol, y convencidos de que la cebolla o el ajo, y sobre todo el agua de mar, lo curan todo. Y fue gozo lo que sintió cuando se puso de acuerdo con el frescor de las aguas y pudo nadar como había nadado la primera vez en que se sintió dominador del mar tras un cursillo infantil de natación en el Club Natación Montjuic, como si las aguas le devolvieran consciencia de aprendizaje y de ciudad, añoranza de aquellas escapadas hacia el otro elemento, a manera de huida de la solidez de los días y los barrios laborables, escapadas a bordo de tranvías jardineras, tranvías desvestidos, tranvías con escote y falda corta, sólo aptos para recorridos de verano y para muchachas convocadas por desnudeces precarias de posguerra, los sobacos sudados y entre los senos el resplandor de humedades profundas porque les llegaban hasta el sexo. Ganó pie otra vez sobre el fondo y con el agua hasta los hombros contempló los árboles jóvenes inmediatos, la púber Vila Olímpica, los ciclistas, los adolescentes surfistas, las parejas diríase que ácratas,los maricas en tanga y en régimen de jornada intensiva y se sintió fresco, feliz, reconciliado con la ciudad aunque sentía ganas de llorar porque sabía que no podía volver a casa, que nunca volvería a casa y que además era imprecisa la casa a la que no podía volver, como si fuera sólo un muro blanco donde el recuerdo reconstruía apenas los esbozos de los muertos que sólo él recordaba.

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