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No te preocupes, esta angustia, este esquizofrénico comportamiento se nos pasará, tu memoria lo sabe y puede que saberlo te lo haga más triste.

Te voy a dar la noticia del año, del siglo, del milenio.

Mi marido lo sabe todo.

Mi marido lo ha visto todo.

Mi marido lo ha visto todo.

Mi marido lo ha visto todo.

Ayer noche me dijo que me iba a poner un vídeo muy interesante. Había conseguido que los dos chicos se fueran al cine y era lógico que me lo pusiera aprovechando su ausencia. Pensé que era algo que podía dañarles.

LOS ACTORES DEL VÍDEO ÉRAMOS TÚ Y YO, EN TU CASA, EN TU CAMA, EN TU LAVABO. EN EL PARQUE DE SANT LLORENC.

¿Quién ha podido espiarnos de esta manera? ¿Por qué? ¿para qué?El muchacho aquel que me llevé a Katmandú ha crecido y ha tenido que reprimirse para no pegarme. Sé que me odia. Sé que te odia. Sé que me puede matar, pero jamás podrá matar lo nuestro, lo que nos reúne después de veinte años y un día y nos descubre el error del desencuentro, un error que le incluye a él, cuando le recuerdo muchacho con gafas, letraherido, tímido, incapaz de besarme si yo no le daba mis labios, incapaz de quererme si yo no se lo pedía, incapaz de odiarme hasta que ahora yo le he dado motivos. Además ¡me ha destrozado el poema!

Te quedas sin regalo.

Volvió a leer Carvalho la frase temerosa de Yes y el vídeo circuló por su cabeza como en una pantalla, y si volvía la cabeza detrás de la cámara veía a Anfrúns. La proyección se interrumpió en el momento en que el inspector le proponía pasar a su despacho. Aún quedaban algunos párrafos por leer, pero dobló los papeles y se los metió en el bolsillo de donde habían salido.

– ¿Anónimos?

– Facturas.

Al fondo del pasillo vio a un hombre taciturno y replegado sobre sí mismo que los miraba de perfil, especialmente a Carvalho. Luego se puso la bufanda y salió de la comisaría.

– ¿Lo conoce?

– No.

– Es Mauricio Martí, el marido de Jessica Stuart-Pedrell. Sospechoso, pero no hay pruebas. Peor aún, tiene coartada. ¿Qué sabe usted de él?

– Casi nada. Sólo me consta que viajó a Katmandú con Jessica en 1979, aproximadamente. Cuando me reencontré con Yes apenas hablamos de él. Estaba obsesionada con lo que había ocurrido veinte años atrás, con la recuperación de su padre, de la memoria de su infancia.

– ¿Nunca le reveló ningún temor?

– No. Había cambiado mucho. Tanto que parecía otra persona, aunque el problema era mío, no suyo, probablemente.

– ¿Nunca le reveló algo especial que pudiera aclararnos algo? Una mujer sin problemas, de vida transparente. Nadie la ha visto con nadie que no pertenezca a la familia. No ha dormido ni una noche fuera de casa. Ni un hueco en su vida.

Carvalho había dejado puesta la cara de la perplejidad y viajaba por las geografías solitarias de los encuentros con Yes. Primero, ¿por qué tuvo que contárselo todo a su marido cuando el todo era algo tan perteneciente al pasado? ¿Qué sentido tiene la lealtad llevada hasta la destrucción de dos seres humanos, ella misma y aquel muchacho al que cambió la vida para llevárselo a Katmandú? Pero Yes no había sido la víctima de su sinceridad, sino de una conjura que ella jamás habría comprendido, de una maldad estructural que podía filmar su entrega amorosa y después ponerla a disposición de un marido asustado de su propia cólera. Pero también Carvalho había faltado a un elemental código de prudencia: ¿por qué no la había avisado de las fotografías que le había enseñado Anfrúns? Había escondido la cabeza bajo el ala. Como si esas fotos no existieran o él estuviera en condiciones de impedir su circulación, él era el precio y no le había dicho a Anfrúns que no fuera a pagarlo. Pero había algo más. Un vídeo. Y lo habían metido en el paraíso agónico de Yes, sus hijos, su marido, tan perfectos, tan vulnerables. Carvalho comprendió de pronto cómo encajaban en el puzzle las piezas de Dalmatius, del Dalmatius real y de Anfrúns, las enigmáticas palabras de Dalmatius acerca de la fidelidad y el crimen. El inspector hablaba de la pareja formada por Yes y Mauricio como un ejemplo y un caso extraño de éxito cuando se trata de unir a una muchacha de familia riquísima y a un muchacho que no tenía dónde caerse muerto.

– Un estudiante becario al que de pronto se le aparece una muchacha deslumbrante.

– Dorada.

– ¿Dorada viene en este caso de oro?

– No. Es como una luz. Es una aura. Ni siquiera tiene que ver con el color de los cabellos. Pero si alguna vez ha existido una muchacha dorada ésa era aquella Yes que yo conocí en 1979.

– Hizo de él un hombre. Cuando se les acabó el romanticismo volvieron de Katmandu y él tuvo que luchar para merecerla, pero ya era el marido de una Stuart-Pedrell. El planteamiento es muy interesante, Carvalho. Estaba este hombre tan supeditado a ella desde que era un adolescente que podía haber llegado a odiarla.

– Eso es demasiado literario.

– O de pronto descubre que ella puede dejarle, es decir, que se va a quedar sin ella y por lo tanto sin identidad, y la mata.

– Sigue siendo muy literario y además no tiene pruebas. Usted tiene una tendencia a intelectualizarlo todo, Lifante. Es usted un teólogo de la seguridad y quizá las cosas sean más simples. Quizá a ella la mató un forastero, dando a la palabra forastero una significación metafórica. ¿No era usted semiólogo?

– Me siento tentado todavía por la semiología. Pero no entiendo lo de forastero. ¿Se refiere usted a la puerilidad de que a Jessica Stuart-Pedrell la haya asesinado un vagabundo como en las peores novelas policíacas?

– En un mundo en el que las personas de orden estamos ya censadas, la agresión podemos esperarla del forastero o del salvaje, del que no es de los nuestros o del que todavía no ha probado las ventajas de la civilización. Un bárbaro. Sin duda el asesino es un bárbaro. Un extranjero. Un extraño. Un eslavo o un watusi o un magrebí. Es lo mismo. No veo por qué ha de ser el marido. En cierto sentido me siento responsable de este hombre. Yo le aconsejé a Yes hace veinte años que se fuera con él a Katmandú y que le hiciera un hombre.

– ¿Por qué?

– Hay jóvenes que te miran como si te pidieran un consejo y Yes era así. Siempre parecía esperar un consejo.

Lifante suspiró. No se fiaba de Carvalho, pero se lo había dicho tantas veces que no quiso repetirlo por coquetería intelectual.

– No tiene nada que ver con esto pero ya le advertí que no jugara a espías, Carvalho.

Había tirado sobre la mesa un montón de fotografías en las que Carvalho entraba o salía de Lluquet i Rovelló o se bañaba en la playa con Margalida o se encontraba con Anfrúns. Pero ninguna con Yes.

– ¿Estas fotos las han hecho ustedes o también les han llegado por obra y gracia del Espíritu Santo?

– El Estado vigila. Ninguno de los movimientos de esta gente se le escapan y el CESID ha empezado a tomarse en serio la posibilidad de una red europea de servicios de información no gubernamentales ni institucionales.

Indicó con la cabeza a Carvalho que podía marcharse y, cuando ya el detective tenía medio cuerpo más allá de la puerta, Lifante dijo:

– Un compañero de trabajo ha declarado que Jessica le enviaba con frecuencia fax a usted

Carvalho se dio un golpe en la cabeza con una mano, como si se riñera por su descuido y temió equivocarse de montón de cuartillas cuando dirigió la mano hacia el bolsillo derecho de su abrigo. No. No se había equivocado, eran las correctas y volvió sobre sus pasos para ofrecérselas a Lifante.

– Aquí los tiene, por si le interesan. Yes era crítica de conducta y le gustaba mucho analizar y criticar los casos en los que me he visto metido. Es una relación por fax estrictamente conceptual, muy literaria. ¿Si usted tuviera que escoger entre la Literatura y la vida, qué escogería?

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