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– La verdad, Manelic, no entiendo cómo se ponen ustedes a construir el nacional-catarismo teniendo ya el nacional-barcelonismo. Antes de edificar el estadio del Barcelona donde está, ¿qué cultos sagrados se celebraron allí?

Guifré le contempló desconcertado pero interesado.

– He de investigarlo, porque se alzó junto al cementerio de Les Corts y donde hay un cementerio, seguro, es un punto original de magnetismo mágico.

Había decidido seguir llevando la pistola encima pero no se le ocurrió emplearla cuando comprobó que su propia casa estaba ocupada por los jugadores de baloncesto posyugoslavos. Nada hay tan incómodo como matar en tu propia casa y aquellos tipos eran tan altos que sería muy difícil desprenderse de los cadáveres. Además no le habían insultado. Ni pegado. Ni siquiera le empujaron o le echaron el aliento en la cara. Le habían entregado una nota en la que se le invitaba a un encuentro en Can Borau, a muy pocos kilómetros de distancia. Sólo cuando sugirió la idea de hacer una llamada telefónica, el posyugoslavo más seguro de sí mismo arrancó el cable del teléfono sin mover un músculo de la cara y Carvalho fue invitado a descender hasta el coche que les esperaba en la puerta de la casa. Era un coche japonés muy caro, con esa voluntad de opulencia con que las grandes berlinas japonesas tratan de hacerse perdonar el haber llegado al mercado del automóvil después que el Rolls Royce. Era un coche diríase que encuadernado en piel por dentro y por fuera. Desde el asiento de atrás pudo comprobar que tenía mueble bar y pidió un dry martini sin que su petición fuera atendida. Cuando acabaron las curvas de Vallvidrera en dirección a Sant Cugat, el coche se fue por el camino de Can Borau y se detuvo ante la casa tan anochecida como la vez anterior pero menos iluminada. Bien pudiera tratarse de una residencia de SOS Racismo porque la criada que le atendió parecía una rosa del desierto, una de las metáforas que mejor cuadraba a las espléndidas bellezas magrebíes, y los posyugoslavos se quedaron a una prudente distancia mientras un camarero chino le servía el dry martini que había pedido en el coche.

– ¿Lo han hecho con Martini seco o con Noilly Prat?

El chino sólo sabía chino e imitar la gesticulación reverencial japonesa, dos códigos que le habían permitido llegar a donde estaba. Evidentemente el dry martini estaba hecho con Martini seco y con demasiado martini seco. Trató de explicarle a uno de los posyugoslavos que el vermut sólo ha de humedecer el hielo para que sea el hielo quien perfume la ginebra y cambie su aroma cualitativamente. Estaban en otro mundo. Tal vez pensaban en los Balcanes, en lo lejos que les quedaba la posibilidad de matarse entre ellos bajo la mirada conmiserativa de las grandes potencias. Llegó el mayordomo del día de la falsa verbena del fin del verano y le propuso que le siguiera hasta la cava donde había asistido a la representación del encuentro de Monte Peregrino. Pérez i Ruidoms ocupaba el mismo lugar, el mismo sillón, pero no tenía otra compañía que Anfrúns, un nervioso Anfrúns que daba vueltas a la cripta como si estuviera enjaulado. Detuvo su sentido giratorio de la huida cuando Carvalho quedó en el centro del ámbito frente al sillón donde le esperaba el anfitrión en una postura a medio camino entre el pensador de Rodin y el grabado donde se reproduce a Goethe pensante. Pérez i Ruidoms se sacó un pastillero de plata de bolsillo, lo abrió, escogió dos pastillas y se las tomó con la ayuda del agua contenida en un vaso situado sobre uno de los anchos brazos del sillón. Miraba fijamente a Carvalho mientras le hablaba sin elevar el tono.

– Lo que ha hecho usted ayudando a que mi hijo escapara con esa chica ha sido una torpeza más que una provocación. Estaba usted advertido. Lo tenía todo bajo control y ahora lo tiene todo descontrolado. Hemos estado hablando con su amigo el señor Anfrúns, creo que se conocen hace tiempo. Sería muy conveniente que usted nos ayudara a localizar dónde se han metido esos chicos. Más tarde o más temprano lo sabremos, pero mientras tanto la huida puede serles fatal. Hay mucha gente con ganas de hacerme daño. Recuerde el caso del asesinato de Alexandre Mata i Delapeu. ¿A quién querían dañar? ¿A mi hijo? En primera instancia sí, pero el objetivo final era yo.

Anfrúns se había recostado en la pared y escuchaba reconcentrado.

– ¿Sabe usted adonde les acompañé?

– Hasta la frontera de Port Bou. Todo estaba preparado para interceptarles, pero no pasaron la frontera. No la pasaron montaña arriba, montaña abajo. Díganos cómo fue.

– Mi ayuda no será mucha. Me limité a dejarles en un sitio que se llama Memorial Walter Benjamin, un monumento a un judío que se suicidó allí en 1940, creo. Perpetró el suicidio como pasión, se dice.

– Hay muchas maneras de suicidarse, Carvalho. Usted sabe que puedo convertirle en una partícula galáctica invisible, a la espera de la resurrección de la carne.

Carvalho suspiró asqueado.

– No me dirá que se ha hecho usted de alguna secta religiosa.

– Todas las sectas son religiosas. Bien, Carvalho. Debo coger mi avión particular rumbo a la isla de Lanzarote, donde quiero recibir el próximo milenio, en compañía de la plana mayor de Monte Peregrino, en una casa que tengo excavada en las rocas frente al mejor de los océanos. ¿Sabe usted cuál es el mejor de los océanos?

– Por la situación de Lanzarote deduzco que debe ser el Atlántico.

– ¡Diez en Geografía! Seguro que sabe usted dónde está mi hijo. Por la infraestructura de quienes le ayudaron a huir debe estar en algún lugar del sur de Francia, en uno de esos enclaves neocátaros que se están reconstituyendo. No puedo esperar más.

Pérez i Ruidoms se levantó y señaló a Anfrúns.

– Lo dejo en sus manos.

Al pasar junto a Carvalho decidió tenderle la mano y cuando Carvalho se la tendió se la apretó y le retuvo acercándole las palabras a la cara:

– No te pases de listo, hijo de puta. Me he criado en la calle y empecé llamándome Pérez a secas hasta que tuve el suficiente dinero como para llamarme Pérez i Ruidoms. Ya me he ciscado en los Mata i Delapeu, una pandilla de señoritos que nacieron señoritos. Me lo debo todo a mí mismo y nadie me va a quitar nada de lo que me pertenece. Yo no soy un señorito como Mata i Delapeu. Yo no he sabido lo que era cambiarme de ropa interior cada día hasta que cumplí los treinta años. En mi casa no había ducha.

Le pareció la mejor frase para iniciar el mutis y liberar la mano de Carvalho. Anfrúns reía suavemente con una mano en el mentón y la otra doblada detrás de la cabeza acariciándose la coleta.

– Me ha enternecido su jefe. Yo tampoco tenía ducha en mi casa y no me cambié de muda diariamente hasta muy tarde, incluso a veces, lo confieso, no me cambio de calzoncillos todos los días. Los calcetines son otra cosa. No podría soportar llevar los mismos calcetines más de dos días.

No conseguía que Anfrúns arrancara la conversación y decidió callarse. El otro le observaba y esperaba que el tiempo actuara como un resorte sobre la lengua de Carvalho. Pero el detective estaba tan cansado de callar como de hablar y tomó el camino de la salida.

– Si yo no lo autorizo, usted no va a salir de aquí. ¿Recuerda lo que le ha dicho el señor Pérez i Ruidoms? Le ha tocado usted su propiedad más sagrada, su propio hijo, en el que tiene puestas todas sus complacencias.

– Deje la Biblia por una vez, Anfrúns.

– Hay frases bíblicas o del Nuevo Testamento que son inmejorables. Además, ¿ha pensado usted en que esta masía no es inocente y podría contemplarse como un castillo en el cielo o un castillo en el infierno? ¿Conoce usted la materia de Bretaña, la leyenda artúrica, el mito del Santo Grial? ¿No cree que esta masía podría ser esa isla blanca en la que vive el señor de los señores, el dueño del mundo, el rey Arturo, el Preste Juan, Fu-Manchú, el Doctor No, Pérez i Ruidoms? Si quiere le enseño la lanza ensangrentada que Perceval o Parsifal ve cuando llega al castillo en el cielo o en el infierno.

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