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Aún estaba abierta la horchatería de la Ronda de Sant Pau, la única donde se podía tomar en verano horchata de avellana, aunque la horchatería preferida de Carvalho era la de la calle Parlament que su madre le había traspasado como herencia. Dos días antes de morir, Carvalho le había preguntado retóricamente:

– ¿Qué te gustaría que te trajera?

Aplazó su deseo de morirse cuanto antes para pensar y volvió del remoto territorio donde había escondido sus últimos deseos para pedir:

– Horchata y melocotones.

No era tiempo ni de lo uno ni de lo otro, aunque durante años y años, cada vez que recordaba aquella escena, Carvalho se había reprochado no haberse echado a la calle a buscar horchata y melocotones o violetas, si le hubiera pedido violetas en diciembre. Además hubiera podido encontrar horchata y melocotones, pero le pareció demasiado triste secundar algo que quizá ni siquiera era un último deseo, sino una última respuesta. Lifante estaba sorprendido de la existencia de horchata de avellana y su sorpresa llenó diez minutos de conversación hasta que le salió el policía y avisó a Carvalho de que su fidelidad a su cliente, la señora Mata i Delapeu, que lo sé Carvalho, que lo tenemos bajo control, no le impedía informarle de cómo había ido a parar allí, aquella noche precisamente, en el momento en que la policía estaba interviniendo.

– Y ahora usted me dirá: Una corazonada, porque usted, Carvalho, es esclavo del personaje y el personaje le obliga a contestarme: una corazonada.

– Usted me gusta, Lifante, porque es un policía intelectual y nunca dice cojones, por ejemplo. El viejo Contreras ya me habría echado el aliento a la cara y me habría dicho que me iba a capar o que no le tocara los cojones. Usted iba para semiótico.

– Semiólogo.

– Una cosa de enjundia.

– Insisto en la pregunta, Carvalho. ¿Qué hacía usted en el lugar adecuado en el momento adecuado? ¿Qué hacía usted en la tienda Lluquet i Rovelló? ¿Y merodeando en torno al Vaticano de Horta?

– ¿Vaticano de Horta?

– Así llamo yo a esa central de indagación religiosa que han montado servicios más o menos controlados por el gobierno de la Generalitat.

– O sea que se vigilan estrechamente.

– Vigilar es nuestro oficio.

– ¿Contra quién?

– A favor del ciudadano.

– ¿De un ciudadano concreto? ¿Tienen el prototipo en algún museo del Hombre?

– Todos los Estados tienen a un ciudadano como referente, a veces se le llama Bien Común o Interés General, pero nos referimos a un ciudadano común, al común denominador de los ciudadanos, del ciudadano español, por supuesto.

– Es decir, lo más parecido que hay a usted.

La ventaja de Lifante era que no se impacientaba. Ahora bebía su horchata a sorbos y de pronto interrumpió la bebida para echarse a llorar. Pero sólo le lloraba un ojo y se presionó una fosa nasal con un dedo.

– Esto duele la hostia. El frío cuando se mete en las fosas nasales.

Se mostró comprensivo Carvalho y recordó sufrimientos similares. Le costó al inspector reponerse y volvía a retomar su discurso cuando Carvalho consideró que la mejor respuesta es una pregunta.

– ¿Tanta resistencia han opuesto esos dos que han tenido que matarlos?

No le había gustado la pregunta a Lifante, prueba evidente, pensó Carvalho, que no es cierto el axioma de que no hay respuestas malas sino preguntas tontas.

– ¿Sospecha usted que los hemos asesinado?

– Usted no estaba allí.

– Sospecha entonces que mis hombres matan por su cuenta, obedientes de un poder que yo no controlo.

– Pasa en las mejores policías. Lo he visto en el cine. Ahora siempre voy a los cines Icaria de la Vila Olím pica. Me va muy bien porque bajo de Vallvidrera por la Ronda de Dalt, empalmo con la del Litoral y en diez minutos en la playa o en el cine. ¿Se baña usted en las nuevas playas de Barcelona?

Lifante se miró los brazos como en busca o comprobación del color lechoso de su piel de animal de oficina poco ventilada. Pero volvió a por Carvalho con un dedo de advertencia por delante. No se meta en juegos excesivos para usted, Carvalho. De esta misa usted no sabe la mitad. Deje estas cosas para los profesionales. Asistimos a un desafío a tres o cuatro bandas y con lo de esta noche ni siquiera está resuelto del todo el caso Mata i Delapeu. Carvalho escuchaba muy interesado, como si fuera un alumno que toma apuntes mentales de una lección no sólo conveniente sino incluso magistral. Lifante estaba aumentando la sensación de disgregación que lo rodeaba. ¿Quién era quién? ¿Qué era qué?

– Carvalho, el Estado de las autonomías es un gran invento, pero como todo gran invento depende del uso que se haga de él. La energía atómica, por ejemplo. Un gran descubrimiento, pero ¿qué uso se ha hecho de ella? El Estado de las autonomías puede ser el principio del fin de España o la posibilidad de una nueva España armonizada, ¿comprende? Por otra parte hay una seria preocupación internacional por movimientos como Pueblos sin Estado o Naciones sin Estado, porque eso puede ser la termita de Europa en un momento delicado de la construcción europea, especialmente la construcción de la unidad militar que llevará un paisano nuestro, Javier Solana. ¿Cómo va a contar Europa con una fuerza disuasoria si ha de tener que emplear su propia milicia como una policía interior contra nuevas subversiones? ¿Coge la onda? ¿Se da cuenta de lo complejo del asunto?

– ¿Y por qué hay tanta religión por medio?

Era la pregunta que esperaba Lifante y no podía ocultar la satisfacción desde sus ojos risueños que parecían pertenecer a aquel cuerpo orondo retirado para encontrar la patria del respaldo de la silla.

– Porque la religión es el opio del pueblo.

Captó inmediatamente el escándalo que había asomado a los ojos de Carvalho y se puso serio.

– Cuidado, la religión que no es religión, se entiende. Me refiero a las supersticiones, las sectas, todo eso. Las religiones como Dios manda son otra cosa.

Se le acababan las ganas de escuchar a Lifante, consultó el reloj y el policía también parecía carecer de estímulos para seguir educando a Carvalho. Se despidieron, con un simple arqueo de ceja Lifante, y Carvalho trató de componerlo con la otra ceja para no ser acusado de mono de imitación. Compró una botella de litro de horchata y se fue a rescatar el coche. Cuando llegó a Vallvidrera, Charo estaba despierta. Era alta madrugada, ella vestía un viejo albornoz de Carvalho del que se le escapaba una teta llena pero algo vencida, surcada por venas lilas en busca de un pezón tímido. Charo se tapó la teta y contempló a Carvalho con ojos de sueño y tristeza.

– ¿Dónde te has ido?

– Me he ido a ver un espectáculo de La Cubana. Un espectáculo múltiple. Ha empezado en Sant Cugat y ha terminado en una horchatería de la Ronda de Sant Pau.

– ¡Horchata! ¡Me tomaría una horchata!

Carvalho le tendió la botella y la ilusión volvió a los ojos de la mujer. Siempre llevaría horchata encima. Nunca más volvería a defraudar a nadie por culpa de una horchata. Horchata y melocotones. Charo bebía su vaso despacito.

– Olvidaba decirte que Quimet está muy interesado en que mañana vayas a Lluquet i Rovelló.

Cuando Carvalho entró en Lluquet i Rovelló otra vez le pareció recuperar la herboristería de su país de infancia y sus ojos se fueron hacia las alacenas repletas de tarros cerámicos con rótulos de hierbas medicinales. No estaba la dependienta viuda de buen ver, sino una punki discreta, rubia pero alguna mecha lila denunciaba su voluntad subversiva y musitó: De bon matí quan els estéis es ponen. La dependienta habló por un walkie-talkie y a los pocos minutos de detrás de una cortina emergió Quimet sonriente y tan recién duchado como siempre. Por la puerta de la calle entró el hombre del chándal, sudado como si acabara de correr contra sí mismo, y aparentemente oteaba algunos tarros como si le interesara su contenido. Era el jefe de los motoristas con los que había tenido tan breve encuentro. Hizo una señal Quimet para que la dependienta se fuera a cerrar la puerta de la calle, tiró de una cortina vertical que impedía la visión de lo que ocurría en el interior y le pidió a Carvalho que se dejara poner una capucha. Desde la oscuridad trató de percibir algún movimiento indicativo, pero sólo un brazo le ayudó a dar unos diez pasos hacia adelante y de pronto, cuando le quitaron la capucha, habían atravesado el muro de la botica lleno de tarros de porcelana con indicativos medicinales. Una mesa redonda, una docena de personas que saludaron con respeto a Quimet, quien condujo a Carvalho hasta el asiento predestinado para que fuera observado por los rostros paralizados de los presentes. Ni pestañeaban. Desde detrás de Carvalho se deslizó el hombre del chándal, que se sentó también en una silla que parecía ser amiga suya o en cualquier caso se la calzó más que se sentó en ella. Quimet se plegó aún más sobre sí mismo, sobre su esencial pulcritud e instó a que el hombre del chándal hablara.

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