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A
A

El gitano Andrés

se volvió furioso

cogió a su mujer

y la tiró al pozo

preguntóle el juez

por qué hiciste el daño

y él le respondió

para darle un baño.

¡Ay, señor Colón!

Ay, señor Colón!

Fíjese como está el mundo.

¡Ay, señor Colón!

Los gitanos del bar Moderno no le ponían reparos a la canción. Sabían que habían perdido la batalla contra el blanco, el payo para ellos, en años paralelos a la derrota del negro, del lobo y de la hormiga. Sudores de los sobacos, gaseosa con cerveza, el olor a pólvora podía ser un resto de aroma de la propia guerra civil. Ahora, en 1999, hasta Vallvidrera llegaba un estruendo de verbena de la parte del Valles, los cohetes salían de entre los bosques que le quedaban a Sant Cugat y no podían ser otros que los de la verbena de despedida del verano del señor Pérez i Ruidoms. Pero superpuesta estaba la verbena de su infancia y olía a coca barata del horno de la señora María o tal vez a una coca hecha por su madre con la receta de una vendedora del mercado de Sant Antoni o de la pastelería Petitbó. Abandonó la terraza mirador de la ciudad y se metió en la habitación. Charo dormía. Sobre la mesilla de noche de su lado quedaba una copa de champán mediada y Carvalho fue hasta el comedor para recuperar la botella de Bollinger metida en un cubo con agua y hielo. Bebió directamente de la botella y la devolvió a su encantamiento helado, luego salió al jardín y a la carretera para subirse al coche y descender hacia la plaza de Vallvidrera. Al pasar ante la casa de Fuster vio luz encendida y tocó la bocina. Fuster se asomó con más sueño en la cara que juerga.

– De juerga.

– De fingir que estoy de juerga. ¿Adonde vas?

– Trabajo.

– ¿Trabajo a estas horas?

– El mal no descansa. Un día de estos pasaré para hablar contigo de religión.

Dejó a Fuster perplejo y se fue en busca de la carretera que descendía hacia Les Planes y el Valles. Los cohetes reventaban de vez en cuando siempre en el mismo cielo, como estrellas de Belén señalando el camino, los perros aullaban inquietos y con el oído roto por las explosiones, Carvalho tenía en la sangre casi una botella de Bollinger. Descendió hacia el apeadero de Vallvidrera y luego fue a buscar la autopista en dirección a Sant Cugat, pero no entró en la ciudad. No respetó el rótulo «Camino particular» y se metió abriendo con los faros un túnel de noches y vegetaciones blancas, en el que de vez en cuando aparecían los deslumhrados indicadores «Can Borau». El camino asfaltado descendía y vio inmediatamente una explanada habilitada como parking para un centenar de coches y más allá una iluminada residencia masía con almenas de las que salían cohetes con ambición de Vía Láctea. Dos del servicio de seguridad se pusieron junto a la ventanilla.

– ¿Trae usted invitación?

– La he olvidado pero estoy invitado por el señor Pérez i Ruidoms.

– Su nombre, por favor.

– Pep Carvalho i Touron.

No parecían impresionados por la catalanización de su nombre y hablaban con alguien a través del walkie-talkie. Luego le pidieron que aparcara fuera de las hileras de los demás coches, le invitaron a que bajara y abriera el maletero y el capó. Para entonces ya había llegado hasta ellos un guardaespaldas más alto y más gordo vestido de mayordomo de película de ricos de vacaciones en el Caribe. El señor Pérez i Ruidoms le estaba esperando. Pero no era cierto. El mayordomo le sumergió en un salón de baile donde una veintena de parejas de mediana edad bailaban según la pauta de una orquestina bajo un cielo de guirnaldas de papelotes de colores, y allí le dejó mientras le prometía volver con Pérez i Ruidoms. Ni éxtasis ni siquiera entusiasmo verbenero en las caras, como si los hubieran contratado para bailar a un ritmo correcto canciones correctas, por más que de vez en cuando alguien tirara un puñado de papelitos purpurina o hiciera tururú con una trompeta de cartón. Pero de algún lugar salían las copas y los pedazos de cocas variadas, por lo que siguió el rastro de un camarero de retorno y pasó a un recibidor donde estaba la intendencia: una mesa alargada cubierta de bandejas con pedazos de coca y botellería de licores y aguardientes flanqueada por dos cubos donde se iban sustituyendo las botellas de cava, un cava de apellidos desconocidos, uno de esos cavas que salen cada quince días, fruto del entusiasmo cosechero de algún optimista con voluntad de fundar una dinastía avalada por la antigüedad, la tierra y el vino.

Pérez i Ruidoms sin presentarse, Carvalho se metió por un pasillo que llevaba al sillón de la quietud en el que cuartetos y parejas dialogaban sobre el efecto 2000 y el lugar donde pasarían el tránsito del siglo.

– Yo quiero viajar al lugar donde se ve el sol por primera vez, para ver la primera luz del milenio.

– ¡Maravilloso!

Gritó una dama arrastrando el oso con el entusiasmo con el que suelen arrastrar los calificativos las personas muy difíciles de sorprenderse. Demasiada normalidad para tanta mansión y tanta cita. Vio una escalera a su derecha con baranda de granito rosa y la subió hasta acceder a un distribuidor con balaustrada sobre la pista de baile al que se abrían cuatro habitaciones cerradas. Abrió una de las puertas e interrumpió una reunión de seis personajes de los que suelen salir siempre con luz verde en los semáforos valorativos de los periódicos conservadores. Pero ninguno de ellos se identificó con Ruidoms mientras sus ojos le expulsaban, tal vez porque les había sorprendido con los pies desnudos metidos en sendas palanganas con agua. Utilizó la balaustrada como observatorio y vio al mayordomo caribeño salir de detrás de una columna buscando a alguien. A él probablemente. Bajó la escalera y esperó a que el mayordomo se apartara de donde estaba para moverse en busca del camino utilizado para llegar allí. Detrás de la columna partía un pasillo y al final una iluminada escalera que Carvalho descendió con sigilo creciente a medida que aumentaban las voces que subían desde las profundidades. Se detuvo en el último recodo para observar la escena. Hombres en penumbra y en esmoquin sentados en círculo en torno a un sillón en el que permanecía el Pérez i Ruidoms que salía en la televisión como un poderoso entre poderosos, ahora con la mirada elevada hacia el cénit del habitáculo circular culminado por un lucernario, como si de allí le fuera a llegar la voz excelsa. Pero lo que allí había era una pequeña cámara de un circuito de televisión que hasta ahora Carvalho no había descubierto. El hombre tenía cara de máscara, como si su calavera delgada, casi afilada, y su boca en forma de pico fueran falsas, y estaba tan concentrado en lo que iba a decir que absorbía la atención de los reunidos hasta que bruscamente volvió la cabeza hacia donde estaba semiasomado Carvalho y exclamó:

– Adelante, Carvalho, le estábamos esperando.

Y como si se tratara de una consigna, todos los esmoqúines se volvieron hacia Carvalho y todos parecían estar avalados por la misma cara, porque ellos sí llevaban una careta, la misma careta. Carvalho avanzó hasta el centro del semicírculo y se quedó de pie frente a la mesa de Pérez i Ruidoms, sonriente y a la espera de que Carvalho se pronunciara sobre la escenografía.

– ¿Qué le parece el montaje?

– Me recuerda algo que vi de teatro independiente, en los años de mi infancia ideológica. O quizá me evoque una representación del Ramayana en Bali, hace treinta y algunos años. Una asamblea de monos, creo recordar, que se pasan toda la representación gritando taca, taca, taca, taca.

Los mascaritas se pusieron en pie y entonaron el taca, taca, taca, taca del Ramayana hasta que Pérez i Ruidoms les invitó a sentarse y a callar.

– Usted me ha pedido que le hable de Monte Peregrino y aquí los tiene. Estos señores y yo somos Monte Peregrino.

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