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«Cecilia volvió a internarse para una desintoxicación general. La acompañé en su terapia dentro de la clínica, cuando salió también. Le conseguí un trabajo como escritora de guiones museográficos. Mientras ella no pudo hacerlo, sufragué sus gastos de médicos y medicinas, comida, vivienda, su instalación en un departamento y un guardarropa adecuado a la nueva era. Lo realmente difícil fue lo inesperado. Como parte del método de su terapia, en algún momento ella debía contar toda su historia, sin callarse nada. Debía contársela a alguien que fuera efectivamente un testigo, un espejo de calidad a cuya mirada no pudiera luego sustraerse y cuya comprensión solidaria pudiera ser un principio efectivo para poder perdonarse a sí misma sus errores y perdonar después a los demás, al mundo, sus agravios. Me explicó todo eso el día que me pidió ser su espejo, escuchar lo que iba a decir por primera vez, lo que no se había dicho ni siquiera a ella misma.

»Quien hubiera diseñado aquel sustituto de la confesión católica sabía bien lo que hacía. Las cosas debían contarse empezando por sus detalles más penosos. La narración circunstanciada de los hechos llevaba al horror de sí mismo pero también a la humildad ante el tamaño de las propias debilidades. Cecilia tardó una semana en vaciarse completamente frente a mí y yo en quedar vacío frente a ella. No me evitó los detalles, porque el método lo exigía. Los detalles estuvieron a punto de volverme loco. Cecilia había bajado varias veces a un infierno de abuso sexual, drogas, servidumbres, perversiones, miseria humana. Había incurrido en todas las cosas que odiaba. Había usado su cuerpo como un terreno baldío, su cabeza como una señal de tiro al blanco. Se había restregado en todos los cuerpos, se había hecho eco de todas las ideas erróneas sobre la libertad y el valor, mezcladas en su viaje con la temeridad estúpida y con el simple masoquismo. No me evitó los detalles, pero yo los evitaré. Cuando terminó de hablar la quería menos, la compadecía menos, la respetaba menos. Como si me hubiera engañado más que nunca diciéndome hasta la ignominia la verdad. Del fondo del desprecio vino, sin embargo, poco a poco, la comprensión. Me hería saberme uno más en la hilera de cuerpos frígidos con los que Cecilia había ido chocando en la vida, demasiado encerrada en su propio estruendo para poder escuchar el sonido de los otros. Al final me hería reconocer que en distintos momentos no había estado tan lejos de la hilera de predadores que habían usado su cuerpo como el espacio sin respeto que ella quería, como el terreno baldío de una expiación absurda. Me vine a casa y escribí su historia respetando el método de la terapia, es decir, empezando por los detalles de su relato que me habían resultado menos tolerables. Todos afectaban mi vanidad más que mi conciencia, ponían el acento en mi rabia más que en el sufrimiento de Cecilia. Rompí el relato, le escribí una confesión de amor herido que se volvió al paso de la pluma una confesión de pena por no haberla querido más, protegido más, comprendido más. Las emociones son en general bastante rusas, quiero decir, como en Dostoievski: lloran de felicidad, perdonan de rabia, se humillan por vanidad. Así yo con Cecilia Miramón: me conmoví de orgullo herido, volví a quererla de puro despecho.

»Estuvo un año sobria, y floreció. Un día me dijo: "Tengo la tentación de meterme sana en tu cama.” “¿Ya estás sana?", pregunté yo. "Supongo que este impulso es un mal síntoma", dijo Cecilia. "Pero quisiera meterme en tu cama sobria, siquiera una vez." "Tendré que estar borracho", dije yo. "Si estás borracho no podré besarte. No puedo besar a nadie que haya tomado más de una cerveza." "Ni borracho ni sobrio", dije yo. "Ya veremos", dijo Cecilia. Recaímos poco después, pero recaímos en otra parte, en algo parecido a la camaradería, más que al amor. En el año segundo de su sobriedad, Cecilia me anunció su noviazgo con un compañero de museografías; luego, poco después, su matrimonio. "Es el segundo hombre que quiero sobria en la vida. Al primero lo querré siempre, y eres tú." (Durante esos años Cecilia habló de su vida "sobria" y de su vida anterior, como si sólo fuera cierta o seria la vida sobria.) Quería tener hijos, me dijo. Quería ver ginecólogos, cambiar pañales, absorberse en sus hijos, en su casa, ver engordar y aburrir a su marido: ser feliz. Eso hizo. Tuvo tres hijos en escalera y no supo sino de pañales y lactancias. Luego, el huracán la levantó de nuevo porque el huracán era parte de su vida -o de su muerte, como se prefiera.

«Vivimos en paz entonces, sin frecuentarnos físicamente pero en una sintonía especial de intimidad y confianza, no como la que puede haber entre un padre sustituto y su hija simbólica, sino como la que hay entre dos cómplices que se han puesto en un lugar aparte que ninguna competencia amorosa puede alcanzar. Fantaseo quizá, pero no puedo poner en otro sitio el hecho de que Cecilia me llamara por la noche, ya que su marido dormía, para contarme su jornada y decirme al final: "Voy a soñar contigo." Soñaba o no, pero era como sugerir que estaba pegada a mí en otra parte, una parte más seria que mi cama o la suya, tan real como sus hijos o mis libros, un sitio aparte. Cuando nació su tercer niño, todos hombres, todos locos cuando crecieron, lo mismo que su madre, Cecilia se ligó las trompas y empezó a construir una deliciosa fantasía. Me dijo: "Cuando todo esto se haya cumplido, yo haya crecido a mis hijos y me haya separado de mi marido, me voy a dedicar a cuidarte y a quererte." Según ella se desprendería de sus hijos cuando cumplieran veintiún años. Entonces se dedicaría a mí. Tendríamos un casa señorial, yo sería un maravilloso anciano de ochenta, ella una mujer independiente de sesenta y nos moriríamos juntos cuando tocara. Me gustaba aquella fantasía porque era una declaración de amor para todas las estaciones. Eso era, sin proponérmelo, lo que había empezado a buscar yo de mis mujeres: una especie de compañía profunda, de vínculo indisoluble, cuya expresión mayor eran los planes ilusorios de envejecer juntos, serena, gloriosamente, como no envejece nadie.»

Nos citamos para el día siguiente en el restaurante y sus maderas. Luego de un preámbulo nostálgico, siguió Adriano:

– El día que cumplí cincuenta y cinco años recibí por el correo el libro de Ana Segovia sobre la genealogía de la efigie guadalupana. Lo había terminado al fin, casi veinticinco años después de haberlo iniciado. Empecé a hojearlo y me fui deteniendo hasta hurgarlo del todo. Era una hermosa edición del más completo estudio que se hubiera hecho sobre la imaginería religiosa. Durante años había hablado con Ana de ese libro, me había resignado a su constante inconstancia, a su entrar y salir de la investigación, y había contraído la idea de que nunca iba a ponerle fin a aquel estudio. Verlo terminado sobre mi escritorio, tenerlo en mis manos, fue como una aparición laica: la propia virgen guadalupana había hecho el milagro de este libro. Mientras lo hojeaba volví al día de mi primer encuentro con Ana frente al mostrador del Archivo. Olí su perfume, recordé sus formas, pensé que el ayer era una capa delgada, que después de cierta edad la memoria, no el deseo, es la fuente verdadera de la vida. El libro de Ana venía acompañado de la invitación a un coctel vespertino donde sería presentado, entre otros, por el administrador de la Basílica, un clérigo bien vivido, historiador de altos registros, que sostenía en oscuros escritos la imposibilidad de probar históricamente las apariciones de la virgen. Era el autor de una sugerencia sacrílega, muy atractiva para agnósticos como yo, según la cual el verdadero milagro de la Virgen de Guadalupe no eran sus apariciones sino la propagación arrolladora de su culto en el corazón del pueblo.

«María Angélica atendía en Texas una reunión de bibliotecarias. Yo había terminado un prólogo inusitadamente árido, hijo de un encierro de seis días. Mi ánimo estuvo abierto para escuchar el llamado de Ana. Me presenté en el coctel tarde, calculando que la presentación hubiera empezado. El local estaba lleno, me escurrí a la parte del fondo para observar a mis anchas el acontecimiento, protegido por una columna. Pensaba ver, oír y retirarme cuando acabara. Pero Ana venía tarde y el acto no había empezado cuando llegué, lo cual no tiene importancia salvo porque la vi entrar, caminando a paso raudo por el pasillo rumbo a las primeras filas donde la esperaban. Venía en unos tacones altos, su figura sobresalía entre los asistentes sentados con una elegancia rara, como de barco deslizándose por un canal hacia el mar abierto. La miré dispuesto a no hacerle concesiones, lo cual quería decir, probablemente, que ya se las había hecho. Cuando llegó a donde estaba el abate de la basílica se puso de puntas para alcanzar su mejilla con un beso; agradecí lo mucho que quedaba de su espalda, su talle, sus piernas fuertes y largas. Se había vuelto una matrona suculenta.

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