– Mi encuentro con María Angélica en Chicago estableció las reglas de una relación perfecta para nuestras edades: una amistad trufada de amores más que un amor trufado de amistad. No me mire como si exagerara. La nuestra había sido una vida extravagante pero conyugal en el aspecto básico: la pretensión de exclusividad. Los celos, el pundonor de saberse engañada llevaron a María Angélica a separarse de mí. Me cobró la cuenta echándose en brazos de Galio. Pagó cara su venganza, como suele suceder. Su venganza tuvo al menos el mérito de ser efectiva, porque me pudrió la vida algunos meses, todos los que María Angélica estuvo con Galio, los felices que no me constan y los infelices, que contribuí a terminar. Cuando nos reunimos en Chicago, María Angélica estaba consciente de aquellas deudas y aquellos precios, no quería volver a cobrar ni a pagar nada. Una tarde, luego del brunch, caminando por la costera del gran lago de la ciudad, me tomó del brazo, se apretó a mí y dijo, como quien pregunta la hora:
"¿De dónde sacabas energías para sostener ese circo ambulante: andar con todas, engañar a todas, pasar de una a otra? Dirían los psicoanalistas que tenías suspendido el superego. ¿Cómo podías empacar todo eso dentro de ti?" "No lo sé", respondí solemnemente. "Ni quiero saberlo. Yo con mi vida privada no me meto." Cuando oí su carcajada llana supe que habíamos empezado algo nuevo. "Me encanta eso", dijo. "Yo con mi vida privada no me meto". "No hay que meterse con la vida privada de nadie", dije yo. "Mucho menos con la de uno. Es fuente segura de problemas." "Me encanta", repitió María Angélica. Regresamos de Chicago más marido y mujer que nunca, y más libres de ese yugo que antes de tenerlo. Por primera vez desde que nos conocimos, María Angélica dispuso de mí como de su pareja. Me pedía dinero cuando le hacía falta, emprendía a mis costillas reparaciones de su casa, viajes académicos y vacaciones familiares a las que yo estaba invitado permanentemente. Aceptaba o me negaba sin reproche. Mis negativas no creaban precedente, ni sus invitaciones obligación. Lo mismo sucedía con nuestros amores, la llamaba o me llamaba para ver si podíamos dormir juntos, en su casa o en la mía; salíamos a comer, a cenar o al cine, tres o cuatro veces a la semana. Tenía dos hijos adolescentes de Matute, que se había extraviado en los negocios y en esa especialidad universal del padre ausente. El hijo mayor de María Angélica tenía dieciocho años, la menor había cumplido quince cuando volvimos de Chicago. Me hice cargo de su fiesta en todos los detalles, incluido el de hacer venir a Matute, que trabajaba con una empresa transnacional en Santiago de Chile. Matute valoró la situación y concluyó, para molestia olímpica de María Angélica y alivio absolutorio mío: "Veo a mis hijos en las mejores manos. No podría irme más tranquilo respecto de su futuro." Llevaba cinco años de no ocuparse de ellos, salvo con alguna llamada telefónica y algún regalo navideño que caía en el seno familiar como una extravagancia. María Angélica puso en mis manos la crisis vocacional de su hijo mayor, con quien hablé largamente de todas las cosas menos de la carrera que debía escoger. Al final se hizo matemático y luego pianista, y luego rico porque resultó un genio inversionista en la bolsa, él, a quien su madre quería historiador o filósofo salido de mis manos. Puso también en mis manos las dudas públicas de todo orden que aquejaban a su hija: políticas, históricas, económicas, ecológicas, religiosas, paranormales. "Pregúntenle a Adriano" se volvió una respuesta canónica de María Angélica para sus hijos. Los muchachos me preguntaban al principio espaciadamente, al final como en una consulta obligatoria de todas las cosas. Yo diría que fui un padre ejemplar, salvo porque nunca jugué con ellos. Tampoco los oprimí ni me volví su sombra. Todos sus odios filiales se los quedó Matute, todas sus rebeldías adolescentes las soportó María Angélica, todas sus dudas y sus maduraciones las tuve yo en mis manos; fueron mi mayor pedagogía.
«Cecilia volvió a mí como era inevitable que volviera: en una ambulancia. El coche en que viajaba dio de frente con un autobús de pasajeros en las afueras del pueblo donde se había residenciado para volar de alcohol y alucinógenos. Recogieron del auto destrozado los cadáveres de sus acompañantes y el cuerpo inconsciente de Cecilia, protegida del siniestro por una línea invisible: viajaba en el único lugar del coche que quedó intacto en la colisión. Cecilia tenía mi teléfono reciente en la cartera, como años después habría de tenerlo Vigil, el teléfono cuyo nuevo número yo le había enviado por telégrafo días atrás para asegurarme que podría encontrarme en caso de emergencia, el único teléfono que alguien contestó cuando la emergencia prevista se hizo presente. Lo contesté yo. Supe por una voz anónima que Cecilia estaba bien, es decir viva, la única, en medio de sus acompañantes muertos. Tenía un tobillo roto y una pierna insensible. También cierta dislalia y otros síntomas de retardo cerebral. Las radiografías lugareñas, dijeron los médicos, no mostraban fracturas de cuello o cráneo, pero la dislalia y el retardo estaban ahí. Acaso la sacudida de la masa encefálica podía estar creando problemas, lo cual pedía observación de la paciente en reposo y un examen con aparatos que sólo había en la capital. Envié una ambulancia para traerla. La sedaron para minimizar sus movimientos durante el viaje. Trescientos kilómetros después la recibí en la entrada del hospital de especialidades donde iban a revisarla. "Me tajiste pesa de nuevo", dijo ebria de los antibióticos y la dislalia. Presa estaba y presa la había traído, aunque ella y yo sabíamos muy bien que no por mucho tiempo. Al regresar del hospital pude contarle la situación completa a María Angélica por primera vez. Por primera vez me dijo: "Si te ibas a conseguir una hija, por qué no al menos una hija sana." "Hubiera sido poco serio", jugué, y ella aceptó mi sinrazón con una sonrisa. El examen no mostró lesiones en el cerebro, la dislalia cedió poco a poco, lo mismo que la insensibilidad en la pierna. Cecilia había engordado, su mirada era sombría, con un leve estrabismo, en realidad con un párpado ligeramente caído que daba a uno de sus ojos cierta fijeza inquietante frente a la movilidad del otro. Los días de hospital le devolvieron el color y la calma a sus facciones, que perdieron poco a poco su palidez. Los sedantes la dejaron dormir, su cuerpo recobró poco a poco el ánimo, la tensión, el apetito. Su cabeza volvió también, pero en una cuerda oscura, depresiva, al revés de su cuerpo, que agradecía el trato y parecía cantar. "No me quiero morir", me dijo una mañana. "Pero hago todo lo necesario para morirme. ¿Qué es lo que quiero entonces? ¿Tú me entiendes?" "Entiendo que quieres las dos cosas", respondí: "Quieres morirte y quieres vivir.” “No me quiero morir. No quiero. No me quiero morir." Me gustó siempre la garra de Cecilia Miramón, su capacidad de asomarse a los límites y desafiarlos. Estaba siempre en fuga, huyendo de sí misma; al mismo tiempo era capaz de hacer aquellos altos, suspender la huida y mirarse sin ningún velo, sin la menor autocompasión. "Voy a internarme de nuevo si me ayudas", me dijo. "Voy a secarme otra vez, de una vez por todas."
»Sus padres hicieron por fin acto de presencia. Eran la sombra de la hija, el bastidor contra el que Cecilia había azotado su juventud y prodigado sus excesos, como mostrándoles sus heridas para hacerles pagar con ellas responsabilidades inescrutables. Los conocí al fin de una de las sesiones con familiares que la clínica juzgaba parte esencial de la cura del paciente o, al menos, de su reflexión terapéutica. Cecilia me pidió que acudiera a dos sesiones, que aguantara en ellas lo que tenía que decir de mí. Acudí preparado para lo peor, pero en la cabeza de Cecilia mi culpa era menor que en la mía. Sus sesiones conmigo fueron una larga confesión de sus traiciones, como llamó a sus amores, y sus manipuleos, las mil formas en que según ella había burlado mi buena fe, mi generosidad, mi amor. No sentí sus testimonios infamantes sino amorosos. Apenas pude decirle, ante la presencia de todos, sus padres incluidos, que lo único de ella que me había herido era verla herida. Al salir de la sesión se acercó la madre de Cecilia y me dijo: "Usted es un hombre demasiado mayor para mi hija." "Así es", le dije. "Podría usted recibir una demanda judicial por abuso de menores", dijo el padre de Cecilia, echándome encima un acusado aliento alcohólico. "Cecilia cumplió treinta y un años hace cuatro meses, en julio", le recordé. "Pero usted fue su maestro y su amante mucho antes", me dijo. "Usted abusó de su posición. Tendrá que indemnizar a Cecilia. Recibirá mi demanda." "La recibiré con gusto", le dije. "Como la primera señal de que ustedes han empezado a ocuparse de su hija." El padre de Cecilia empezó a injuriarme en el pasillo, la madre me gritó "rabo verde". Entendí las dificultades con las que Cecilia había tenido que lidiar en la vida.